viernes, 30 de diciembre de 2016

EL AGRADECIMIENTO ES GRATIS, QUE NO GRATUITO


No es raro en tiempos de ocio entablar conversación con alguien en un hotel, cafetería, playa o chiringuito, y menos en mi caso acabar haciendo una foto a los niños, pidiendo permiso. Como mi cámara siempre viene de vacaciones conmigo, lo cual supone que casi nunca salgo retratado, me libro del selfie con móvil. Si algún día llevo un palo en la mano será, muy probablemente, un bastón. Tampoco lo necesito, porque quien dispara  ha estado allí y lo sabe, y prefiero poner el temporizador apoyando la cámara en algún sitio o pedirle a alguien que dispare.

El verano pasado fue pródigo en fotos a niños, que después mandé a sus padres y borré de mis archivos, como tengo por costumbre. También hice un reportaje a una orquesta de baile. De todos los envíos no recibí una sola confirmación de que habían llegado, así que ni hablar de las gracias, esa palabra últimamente escasa, y eso que insistí para asegurarme de que estaban en manos de los retratados o sus padres, e incluso repetí el envío.

Una tarde de julio, paseando por Sanxenxo, entré en una tienda de artículos náuticos, y se me ocurrió que podría llenar mis ratos de ocio haciendo manualidades con las cuerdas de colorines que usan los marineros para amarrar sus cosas, no los de pesca de altura o bajura, sino los de velero nada bergantín. Unos cuantos tutoriales de youtube después ya era capaz de trenzar algo parecido a una pulsera, así que volví a la tienda en agosto a comprar más cuerda náutica, que tiene un nombre del que no me acuerdo, aunque una compañera de trabajo me lo dijo, corrigiéndome cuando lo llamé cordino.
-Eso es para alpinistas. Los marinos lo llaman "nosecuantos".
El caso es que me compré unos pocos metros de "nosecuantos de colores" y me puse de nuevo a la faena con la experiencia de un mes. Ya se sabe que antes de vender hay que regalar, no queda otra para promocionar el producto (sonrío cuando leo que los músicos deben cobrar siempre que tocan, como si vivieran, que algunos viven, ajenos al mercado -yo toco a veces gratis, que no es regalo sino inversión-) lo cual volvió a dejarme sin material. Aprovechando que unos amigos fueron por allí a final del verano, les pedí que hicieran el favor de traerme un surtido. Cuando estaban en la tienda, Eolo se llama, me llamaron por teléfono para pasarme con la bella y encantadora joven que trabaja allí y se acordaba de mi doble paso por el local, algo normal considerando la lata que suelo dar cuando voy de compras y que no todas las personas que me atienden reciben con el mismo sentido del humor. Unos días más tarde le envié una pulsera y ella se tomó la molestia de responderme por email,  (le facilité mi dirección, "para que me asegures que no se ha perdido"), dándome las gracias y adjuntando una foto de su muñeca con la pulserita.
Lo que no esperaba era recibir un sobre la pasada semana con una tarjeta de felicitación navideña y unos metros de cuerdas variadas. Fue una agradable sorpresa y por ese motivo le dedico este post intrascendente para el mundo, no para mí. Aún quedan personas elegantes y educadas que roban unos minutos de su valioso tiempo para mostrar agradecimiento, aunque sea por una nimia pulsera de cuerda náutica. Gracias, Rocío, que has sido una inesperada Mamá Noel. Feliz Navidad. 

lunes, 26 de diciembre de 2016

OTRO QUE SE NOS FUE (MENUDA BANDA SE HABRÁ MONTADO EN EL CIELO EN 2016)

Allá por el año 83, más o menos, estuve de vacaciones en Marbella, lo cual podría parecer presuntuoso si ocultara que fui a un camping a unos kilómetros del pueblo, todo lo que podía permitirme con las propinas y algún adelanto a fondo perdido que mi hermano tenía a bien hacerme. 
Con comida de casa (pero no casera), ginebra MG (la que usaba  Buñuel para sus dry martinis, aunque eso lo supe mucho después) y Tang de pera, pasamos una semana Fernando, Sanmi y yo. Hicimos amistad con un vecino de tienda de campaña, el pobre Paul, un iraní aspirante a tenista profesional al que robaron la maleta en el aeropuerto de Málaga. No sé dónde parará el persa, un buen chico, musulmán confeso, al que llevamos por el camino del mal haciéndole comer jamón y beber alcohol. Tuvo la suerte de encontrar a un benefactor asturiano que le pagaba el alojamiento. Este vivía en un chalet de la Marbella de verdad, con piscina y piano de cola, donde nos invitó a merendar una tarde. Fue la única vez que comí chorizo, tanta era el hambre que arrastraba. A cambio toqué unas canciones de Sinatra, un precio nada caro teniendo en cuenta que me prestaba el primer piano de cola que tuvo la mala suerte de caer bajo mis manos. Luego su hijo y un amigo nos llevaron de copas por Puerto Banús, y el alcohol hizo el resto. Al menos la borrachera me permitió librarme de desmontar la tienda: mientras mi hermano y mi amigo Jose (los Fernando y Sanmi de antes) quitaban piquetas y hacían mochilas, yo dormía la mona soñando con una escocesa "curvie" que me había besado, vete a saber por qué altruista impulso, en el último bar que recuerdo, a uno de cuyos inodoros estuve abrazado un buen rato, con mis compañeros de excursión buscándome para llevarme de vuelta al camping en un SEAT Panda alquilado. También soñé con otra británica, Debbie, que escribió su nombre en la barra con la pajita de su bebida impregnada en lo que fuera que estuviera bebiendo, y que bajo su minifalda no llevaba nada más que la piel insolada e insolente. Queda bajo secreto de sumario cómo lo supe, aunque adelanto que fue casi accidental y no hubo efectos posteriores, muy a mi pesar.
En esa última noche, pese a lo etílico de mi estado, quedó grabada una canción, contra la desmemoria que acarrea el exceso de alcohol, que sonaba coreada por las hordas angloparlantes, y eran legión.
La canción era "Wake me up" de un dúo inglés, "Wham!", formado por George Michael y otro tío del que pocos solían recordar el nombre (hoy wikipedia les refrescará la memoria, sin duda): Andrew Ridgeley. El primero hizo carrera en solitario, estuvo a punto (dicen por ahí) de sustituir a Freddie Mercury como solista de Queen y hoy ha fallecido por sorpresa, al menos para mí. Una gran voz. Dios, aburrido de ángeles que tocan la lira, está formando una banda de rock este año que se nos va, con Prince, Bowie y Michael alternando de solistas y otros de renombre pero no de relleno. Y para el chill out ha fichado a Cohen. Quiera Él que no haya más fichajes.

domingo, 18 de diciembre de 2016

LOS REYES "VAGOS"

Así les llamo yo desde aquellas navidades de infausto recuerdo. En esos tiempos, cuando no existía el "merchandising" como lo sufrimos hoy, no sería tan sencillo dar gusto a los niños. Siendo entonces tan bueno, aplicado, obediente y merecedor de cualquier objeto en el mercado, me costaba decidir qué obsequios pedir a sus majestades de Oriente y acabé por solicitar un "traje" de baloncesto del Real Madrid, esmerándome en la caligrafía para asegurarme de que unos señores con vista cansada, por sabios que fuesen (no me constaba que farmacéuticos), entenderían mi letra, de por sí bastante legible.  Al despertar la mañana del seis de enero (si es que dormí algo) corrí al salón de casa para buscar mi regalo. La carrera fue corta, porque mi dormitorio estaba separado por una puerta de la habitación en la que los Reyes dejaban sus regalos. Mis hermanas ya estaban abriendo sus paquetes y mi hermano, más remolón, aún se revolvía en la cama. El envoltorio plano no parecía ofrecer dudas sobre el acierto, pero al quitar el papel, que no era de cuando El Corte Inglés firmó el contrato con los magos, mi mundo se vino abajo: la equipación del Madrid de Luyk, Brabender y Vicente Ramos se había convertido en un disfraz... ¡de Daniel Boone! Me lo puse, con su cuerno para la pólvora, sus polainas y su gorro de zorro-conejo (yo llevaba orejas rádar de serie). Al mirarme en el espejo no hubo milagro. Pregunté a mi hermano si el Madrid había fichado a un trampero canadiense durante la última semana, pero él estaba entretenido leyendo las instrucciones del Quimicefa, así que fui a despertar a mis padres, vestido de esa guisa, aguantando las lágrimas. Pese a mi actuación, con sonrisa incluida digna de un óscar (a Bardem se lo dan por poner cara de loco todo el rato y hablar con un gargajo) creo que me notaron el desencanto.


Tras el fiasco de los monarcas (a quienes eufemísticamente llamaban  "sabios") no me hice republicano, aunque le faltó el canto de un duro. Y el Quimicefa de mi hermano no tenía instrucciones sobre cómo crear una bomba fétida para recibir el año siguiente a Melchor y sus secuaces como merecían. De escrache ni hablamos.

Pd.- Hace unos pocos años me compré la camiseta del Madrid en El Corte Inglés, por superar el trauma. La tengo guardada en el armario ropero. Tampoco era para tanto...
Pd 2.- Los malpensados que esperaban una crítica cítrica a los Borbones, que lean la prensa, no este inocente blog.

domingo, 11 de diciembre de 2016

PISANDO CHARCOS (PARA VARIAR UN POCO, PERO MISCELÁNEA AL FIN Y AL CABO)

Llovía, lo cual no aproveché para perpetrar poemas, y salí del trabajo sin paraguas. De regreso a casa bajo los balcones (mil gracias a los que pagaron el impuesto sobre voladizos), cediendo a ratos el paso a las señoras y señoritas (como me había enseñado mi padre mucho antes de que fuera delito de leso machismo), ancianos y niños, pasé frente a la casa donde vivía de soltero. Mi madre estaba mirando por la ventana, "la tele de los pobres", y me vio empapado. Por señas me dijo que subiera pero, en lugar de obedecerla (¿será "laísmo enclítico"?), le regalé una improvisada versión del "singing in the rain" pateando un enorme charco. La gente me miraba, ella reía desde arriba llevándose un dedo giratorio a la sien (bien me conoce) y yo actuaba para todos los públicos. Me despedí lanzándole un beso-manguerazo y llegué a casa. Me desnudé, eché la ropa en la bañera, me di una ducha caliente y sonó el teléfono.
-Hijo, ¿estás bien?
-Sí, mamá. 
Mi madre sigue ejerciendo de madre conmigo y mis hermanos igual que cuando vivíamos en la casa familiar, recetando aspirinas cuando tenemos un resfriado, recomendando que no fumemos, y que use la olla a presión para ganar tiempo (debo de ser el único de los cinco que no la tiene, porque se convirtió en nido de cucarachas y se la regalé a mi suegra, previamente desinfectada -la olla-). 
-Tu padre se ha perdido la actuación a lo Gene Kelly. Lástima.
Supuse que andaría de tiendas o en el cine. Era muy cinéfilo, y se tragaba desde pequeño sesiones continuas, desde las cuatro y media hasta que lo echaban de la sala. De joven distraía unos céntimos para escapar al cine y veía dos veces cada película, por amortizar el desembolso. De ahí que supiera de memoria el "casting", que no sólo era elenco sino el lance con caña, otra de sus aficiones. 
Fuimos juntos al Roxy, Lope, Capitol, Cervantes y todos esos cines de barrio que desaparecieron bajo la presión de las salas múltiples. (Me cuesta recordar alguna película española en su compañía, que sólo veíamos en la tele, pero que no le eran ajenas, y también era capaz de recitar el nombre de los actores nacionales, aunque con menos entusiasmo que los americanos).
El dueño de las dos únicas salas que perviven en el casco urbano me dijo que no le había quedado más remedio que poner una barra para vender coca-cola, aunque le horrorizaba la idea de que sus locales se convirtiesen en merenderos, pero que había que cuadrar las cuentas y dar gusto a los espectadores, incapaces en estos tiempos de asistir a una proyección sin palomitas y bebida. También me comentó que le hacía gracia que algunos de sus mejores clientes (no sólo de cine sino de la barra) fueran de entendidos a la SEMINCI. Que los doblajes unas veces tapaban las carencias de los actores, que los había muy malos, y otras estropeaban la grandeza de la versión original. Y que una vez se salió del cine porque el doblaje de Robert de Niro, al que conocía personalmente, era tan lamentable que le estaba fastidiando "El corazón del ángel" (si es que la película no había nacido estropeada de antemano).
Me temo que Trueba, quien trajo para España un óscar de Hollywood con "Belle Epoque", no ha calibrado bien sus comentarios o tal vez sobreestimó la capacidad de los españoles para entender su fino humor (tendría que haberlo previsto, fue como contar un chiste de leperos en Lepe). Personalmente creo que se estaba gustando, como los toreros, y se vino arriba. Su exceso verbal no ha influido en mi ánimo para no ver su película, entre otras cosas porque dejé de ir al cine regularmente cuando empezó el siglo, pero sí en el de los que escogen a qué multicines ir en función del precio, del bono de descuento, la calidad de las palomitas o la duración del film para pasar más tiempo a cubierto cuando hace frío. Eso sí, merendando.


miércoles, 7 de diciembre de 2016

LOS PAYASOS DE LA TELE (SIN DOBLEZ)

(El título puede inducir a error, pero no tengo intención de comentar Gran Hermano ni Sálvame o cualquier "tertulia" de intelectuales catódicos o "pdotestantes"). 
Los Gaby, Fofó y Miliki (and sons) tenían la costumbre, no diré manía, de regalarnos sus canciones al final del programa, un regalo envenenado, aunque seguro que sin malicia. Los niños coreaban los estribillos de memoria y tras la apoteosis llegaban los acordes del chim-pón con alguna variante armónica musicalmente apreciable, dicho sea de paso, que no todo iba a ser dudoso.
Todas empezaban con un introito instrumental, a modo de llamada de atención, y ocho compases después (como mandan los 40 principales) venía el desparrame de letras ridículas, rimas sin leyendas y mensajes sin codificar. Haré un listado de aquellas que recuerdo, adaptada su interpretación a nuestros días:
"Cómo me pica la nariz": Un pobre niño sufre de hipersensibilidad en el apéndice del apéndice nasal, lo cual le impide hacer vida normal. Años después fue revisada por "Siniestro total", trasladando el picor a zonas  más o menos nobles, que casi dan al traste con la carrera espacial, ahí es nada.
"La gallina Turuleta" (o Turuleca, según versiones y calidad del altavoz de la tele): Manual de explotación animal reflejado en la triste vida de una gallina forzada a poner huevos sin descanso.
"Los días de la semana": A una niña se le arranca su infancia y se verá abocada a acudir al psicólogo por culpa de la insistencia de sus padres en convertirla en ama de casa, aunque parece que su propia madre pasaba de esas mismas tareas y de su padre ni te cuento. Si después de una semana plagada de infortunios y tareas domésticas pero nunca escolares le tocaba rezar, la imagino agnóstica perdida además de inculta. Al menos los padres no asistirían a manifestaciones en contra de los deberes, que bastantes tenía la infausta criatura. (Los de IKEA piden que no los pongamos para disfrutar de las cenas, excepto si el padre trabaja en IKEA y llega  a las tantas o es un cándido comprador de la cadena sueca y tiene deberes como montar el mueble "quetechinguen", con lo que tomará las albóndigas congeladas o pasadas por el microondas).
"El auto de papá": Más que un auto sacramental es un auto demencial. El padre corre que se las pela, pasa de autovías y pone a prueba la suspensión hasta el vómito en carreteras comarcales, aunque insiste en que van de paseo (más bien parece paseíllo). Eso sí: como llevan torta, que es tarta, les importa una higa. Y mucho egocentrismo: que si papapá, y que si pipipí, normal si no paran ni a estirar las piernas.
"Susanita": Un acercamiento a la sexualidad femenina en sus albores, con la figura retórica del ratón chiquitín (que los psicoanalistas interpretan como lo interpretan, convirtiéndolo en roedor más grande).
"Porompompón, Manuela". La niña que no tenía tiempo ni para jugar con el ratón se hace mujer y, cómo no, ama de casa. Manolita es ahora Manuela y cocina que da gusto, lo cual provoca la felicidad de su marido, al que auguramos unos análisis de sangre y orina con más asteriscos que las instrucciones de una teleoperadora para activar el roaming. Al menos, con tanta tarea doméstica, se quedaría en casa sin tener que soportar los baches del auto de papá, que además era feo. 
"Los músicos/instrumentos (de tortura)": No hay payaso que se precie que no sepa tocar un instrumento musical, pero no gracias a las recomendaciones de nuestros queridos payasos. Si toco la trompeta, tarataratareta. Si toco el clarinete, teretereterete...  La única versión real parece la del tambor, que suena porromporrompompom, y eso no lo arregla ni Wagner. Parecía imposible superar el "changlipungli" de la guitarra en "Yo soy un artista",  una canción más antigua, pero Gaby y cía lo lograron con creces. Y eso que eran músicos de honores. Yo también era soldado distinguido en la mili por tocar el bombo en la banda del cuartel, así que no sería para tanto.

Pd.- Algunos ven en "Susanita", "Manuela" y "La niña que se hizo funcionaria para compensar" una versión moderna de Cenicienta. Ya lo dijo el torero: hay gente pa tó.


lunes, 5 de diciembre de 2016

LA TELE QUE NOS EDUCÓ Y OTROS JUGUETES DEL PLEISTOCENO SUPERIOR.

Uno de mis alumnos me preguntó hace unos días qué hacíamos para divertirnos cuando no había más que dos canales de TV, no teníamos internet, videoconsolas ni móvil. Me hizo gracia la cuestión, y respondí tan brevemente como soy capaz:
-Lo mismo que tendríais que hacer vosotros: jugar con otros niños.
Ya sé que hoy en día jugar en la calle no es tan frecuente, y que los niños del barrio son ahora "los de mi parcela", gracias a arquitectos y constructores que optimizan (en cuestiones más monetarias que físicas) los espacios cada vez más escasos que permite el urbanismo municipal, reduciendo el campo de juego al hueco interior que se respeta en cada bloque para ocio del vecindario parcelario y minifundista.
Hasta los seis años viví en un barrio donde casi todos teníamos mote, ya fuera por la profesión del padre (las madres tenían una de la que no han podido escapar actualmente aunque también trabajen fuera de casa, lo cual no arrojaba información útil para identificarnos) o por alguna peculiaridad, como "el cojo", "el rubio" o "la huérfana", motivo por el que hoy nos tildarían de sexistas, fachas o etc. Así había un carnicero, una sastra (mucho antes de la moda pseudolingüística), una peluquera, un carbonero o un barbero, que era el peluquero para hombres incluso imberbes.  Mi madre, sin ir más lejos, era "la rubia del milquinientos" y mi padre "el de la caja", "el pescador" o "el cazador" (según la temporada, como el precio del pescado y el marisco en los restaurantes). Como además las familias numerosas eran numerosas o muchedumbrosas teníamos más amigos y a veces enemigos. 
Desde que mis hermanos y yo salíamos del colegio de las Huelgas (no por nada relacionado con el absentismo, sino por la orden monástica a la que pertenecían aquellas sores de las que sólo veíamos la cara y en muchas ocasiones las manos rápidas y contundentes) hasta entrar en casa pasaba un buen rato. Mi madre nos bajaba la merienda, un bollicao de la época, mucho menos insípido, con pan y chocolate de verdad y jugábamos en la pista de baloncesto, no necesariamente al baloncesto, del cuartel de intendencia que había al otro lado de la calle-carretera, por la que transitaban con su mansedumbre ovejas que dejaban aceitunas en el verde (mi hermano me convenció de que lo eran, pero desde aquel trago amargo jamás volví a confundirlas). Otras veces nos adentrábamos en el refugio (para indigentes) junto al Esgueva, el río transexual que se hizo "la" Esgueva gracias a algún cirujano etimólogo. Allí gasté mi primera vida de hombre gato, tras caer y ser rescatado por Fernando, mi hermano, y Luis Alberto, un vecino ganso (cualidad heredada de su madre, Carmina) y siempre dispuesto a gamberrear dentro del orden que marcaban las manos raudas de su padre, hermano de dos de las monjas que nos educaban. 
Después de sudar la merienda, subíamos a casa y poníamos la tele, que tenía dos canales: el de toda su corta vida desde que se había instaurado en España y el UHF, la 2 actual, al que accedíamos cambiando una clavija en el voltímetro (eso es lo que recuerdo, aunque no encuentre relación entre el voltaje y la frecuencia o la amplitud de onda). En este ponían dibujos animados europeos, que solían ser de todo menos dibujos, más bien muñecos, collages o rarezas que hoy hacen las delicias de los frikis, tan modernos ellos, y que acababan con un koniek, el the end de la pobre Europa de los dictadores, y de Polonia en concreto, por lo que supe después. Luego llegaron los de Disney, Hanna-Barbera, Warner bros (que era brothers, otro descubrimiento posterior) y mucho más tarde los japoneses, que nos sacaban risas disimuladas cuando Afrodita, la "novia" de Mazinger Z, disparaba sus misiles pectorales y se quedaba mastectomizada para el resto del episodio (en eso los japoneses eran muy fieles y no daban posibilidad de tomas falsas de racord). 
De entre todos ellos sobresalían (no me explico por qué) los payasos de la tele: Gaby, Fofó y Miliki, a los que se sumaron los hijos, Fofito y Milikito, que era como el mudo de los hermanos Marx pero sin gracia alguna (su primo hablaba, lo que era mucho peor). Después de llorar con las vicisitudes de Marco y Heidi, precursores del culebrón sudamericano, reíamos (yo no, pero supongo que alguien lo haría) con los tartazos, los golpes y los chistes facilones, incluso para críos, de la trouppe del circo de TVE, a la que se sumaba el pobre Fernando Chinarro, un actor que se encasilló, como Resines, haciendo de sí mismo. (Mi hermana pequeña, Marta, cuenta que una tarde le vio con el resto del plantel de "Los serrano" en un bar de Madrid, tomando cañas, y que se sintió como invitada a la grabación de un capítulo porque por lo visto, o estaban repasando sus respectivos papeles o es que realmente eran así).
El momento estelar de aquella constelación lejana era la canción final, que merece capítulo aparte (será el próximo, al que mi verborrea ha dejado sin espacio, pese a mi primera intención).
No quiero olvidarme de un programa que me encantaba y que trasmitían, creo, los viernes y ejercía en mí de motivador para los partidos que jugábamos en el colegio los sábados: Torneo, presentado por Daniel Vindel, que organizaba competiciones deportivas entre colegios de todo el país. Aún rememoro con cierta envidia la final de atletismo, en la que participaban mis compañeros de curso, qué tíos, saliendo por la tele un día y en clase o el patio conmigo el lunes: Zuasti, Astorqui, Piera, Saquero, De Paz, Oporto, Cítores (con quien coincidí en la mili y después tuve de compañero en el Corte Inglés)... y mi aún buen amigo Núñez, "el hombre tranquilo", que desde su actual domicilio allende el océano esbozará una sonrisa. ¡Cómo disfruté aquél día, coño, viéndoles correr, saltar, lanzar, aunque por un tropezón o algo así no pudieran vencer! Gocé mucho más aquel solo viernes que con los payasos de la tele en todos sus sábados.

Pd.- Dedicado, como prometí, a todos los que os habéis tomado la molestia de compartir en Facebook mi anterior entrada o darle al me gusta: Carmen Conde, Sonia Rodríguez, Pilar Ortega, Pilar Franco, Lorena "Nena", Begoña Alonso, Consuelo Meza, Raquel Del Val, Raquel Alonso, Raquel Lanseros, María Melero, Montserrat Rodríguez, Montserrat Luezas, Ana Soria, Santiago Rodríguez, Pencho Herrero, Javier “Magasax”, Javier García, Juan Carlos González y Ángel López, in order of appearance (según me consta), como en los créditos de las pelis que acaban con "the end" y no koniec.



sábado, 3 de diciembre de 2016

REAL DE STOP O MANNEQUIN CHALLENGE (P´A HABERLO SABIDO)


Cuando era pequeño solíamos jugar al “real de algo”, ya fuera “de alto”, “de stop”, “de pillar” o variantes similares. Supongo que real era sinónimo de juego. No había entonces, o no se manifestaban, los alternativos así que no se planteó modificar el nombre por “republicano de stop”, ni siquiera en los colegios “del estado” cuando dejaron de ser gobernados por la mano férrea, temblorosa en sus últimos tiempos, del caudillo. Así éramos de conformistas, o poco reivindicativos, los niños de entonces, pobres de nosotros, sin nintendos ni playstations, abocados a ver a Gaby, Fofó, Miliki y sus secuaces (esos hijos enchufados) en la única y bifurcada cadena de televisión que además era pública y doctrinal, con sus mensajes políticamente incorrectos, en los que una niña no podía jugar porque tenía que barrer y rezar, una gallina era exprimida, un ratón se alimentaba de dulces sin consultar a su dietista o unos chalados conducían un coche que no había pasado la ITV, “pero no me importa, porque llevo torta”, vaya con los letristas y sus justificaciones. La cosa consistía en jugar, que pensar era para los mayores (los menores de hoy en día no dejan de ser calcomanías o “calcamonías” de sus padres y la tele que ven o la prensa que leen estos). Hoy mismo he asistido sin asombro a la transustanciación de “el país” al convertirse en “el mundo”, refiriéndose a un padre que pide ayuda para su hija, que padece una enfermedad rara, algo sospechoso para los primeros y diáfano para quienes suelen sospechar de todo y “se documentan”, huelga decir que los segundos. También existía “la cadena”, o “policías y ladrones” (“polis y cacos” de hoy) que, siendo un colegio masculino, no contemplaba, afortunadamente, la variante guay de “polis y cacas” (aún no he leído nada sobre cacofonías anti-feministas).
Viene esto al caso, si viene, porque recientemente alguien ha inventado lo que llaman “mannequin challenge”, que consiste en grabar un vídeo con personas inmóviles y colgarlo en la ubicua red para cosechar “megustas” y ganar no sé qué premio. Habría que recordar a los preclaros inventores del asunto que eso ya estaba inventado, solo que sin grabación, porque pocos tenían una cámara de super-ocho (la de mi padre era de ocho sin el súper y tenía la manía de filmarnos, sin subvención, cuando íbamos a bañarnos a Viana de Cega, a pescar o merendar) y tampoco había dónde publicarlo.
Definitivamente: me estoy haciendo viejo.

jueves, 1 de diciembre de 2016

NUEVA YORK, CAPÍTULO DOS.


-¿Quién actúa? –preguntamos a coro, que para eso habíamos cantado juntos en el de la UVA y en otro de cámara al que llamábamos “Coral pro-novias” porque casi sólo armonizábamos (que es como se dice en fino) bodas, y se tenía que notar la sincronización, digo yo.
-Un español que está empezando –contestó Eduardo sin soltar prenda.
Nos citamos en su escuela, pensando que sería en el mismo auditorio, pero de allí nos llevó a otro más grande que no estaba lejos: el Metropolitan. El ambiente era de postín, con señoras y señores engalanados, lo cual nos llamó la atención.
-¿Y estos van al mismo concierto?
-Sí, claro. Es la premier y suele haber gente importante.
Recuerdo que entramos al lado del embajador escocés, ataviado con el típico kilt, y el hall parecía el del anuncio de Ferrero Rocher. Con la emoción habíamos olvidado mirar el cartel (también cambiarme de zapatos, que lucían una capa de polvo como para avergonzarse) pero salimos de dudas al verlo dentro:
“Lucia de Lammermoor: Edgardo: Alfredo Kraus…”. No pude leer más, porque se me saltaron las lágrimas y me abracé a Eduardo para darle las gracias, poniéndome de puntillas, porque el amigo Del Campo mide como un metro noventa.
-Ya sabía que te haría ilusión.
Desde luego que lo sabía: habíamos pasado muchas tardes en mi casa escuchando zarzuelas y óperas interpretadas por Kraus, que era mi favorito por influencia paterna y después improvisábamos arias y romanzas con mi piano y la vozarrona de Eduardo, que hacía a todo, y se atrevía con obras para bajo, barítono y tenor, aunque fuera forzando. Luego se quedó en el medio, donde sacaba todo su potencial. Mi padre asistía encantado a los conciertos caseros.
La entrada no daba derecho a asiento, sino a una barandilla de terciopelo rojo en el cielo, o sea, el gallinero, desde donde el escenario parecía más lejano que el estadio de los Yankees. Después de la obertura entró en escena Edgardo y el público se puso en pie aplaudiendo antes de que diera una sola nota. Eduardo me miraba de reojo y yo no quitaba los míos de Kraus. Sin embargo algo me mantenía tenso. Durante el descanso salimos al ambigú, que se dirá como se diga en inglés americano, lo mismo ambigoo.
-¿Estás desencantado?
-No sé, es que lo he notado frío. Será por la distancia.
-Ya. Suele salir así. El tío no calienta la voz antes. Lo hace durante el primer acto.
-¿Eso es lo normal?
-Para Kraus sí. Ten paciencia.
Sonaron los timbrazos y regresamos a nuestro sitio, que no asiento. Cuando apareció Edgardo de nuevo se hizo el milagro: esta vez su voz sonaba como yo la recordaba: limpia, metálica, brillante. Entonces se me erizó el vello, que es mi forma de decidir si me gusta o no, como un resorte automático que suple mi falta de conocimiento de muchas cosas.

Fue en abril del 93, exactamente el día 2: Alfredo Kraus en directo.

Al día siguiente volvimos al MET para ver una traviatta dirigida por Plácido Domingo. Tras el espectáculo bajamos a saludar a la soprano, una chilena encantadora llamada Verónica Villarroel, a la que Eduardo conocía. Hicimos cola mientras se desvestía (no había forma de entrar antes) y nos recibió sentada en su camerino, con una bata brillante, mientras su peluquera deshacía el tocado. Eduardo bebió un par de vasos de agua de uno de esos depósitos que antes sólo veíamos en las películas.
-De aquí han bebido Kraus, Domingo y Pavarotti. A ver si se me pega algo –dijo riendo y casi atragantándose.
-¿Y yo, qué le digo? –pregunté a mis amigos por lo bajini.
-Algo bonito, hombre –terció Juan Ignacio.
Nuestro amigo cantante hizo las presentaciones y Verónica nos ofreció su mano.
-Ha estado usted magnífica –fue la cursilada que se me ocurrió, todo ruborizado, y sirvió para que Juan y Eduardo hicieran chanza más tarde de mi acento afectado.
Al día siguiente comimos con ella, su novio, que era el director de escena y algunos cantantes más. Un lujo asiático, porque fue en un restaurante filipino…
Ahora que lo pienso, aprovecharé el puente para buscar las entradas, que estarán por algún lado.



De remate, acompañamos a Eduardo a una audición en otro teatro y le dieron el papel. Juan Ignacio se apuntó a una carrera por Central Park y quedó cuarto entre cientos de runners. La speaker del evento no daba  crédito cuando, al entregarle su trofeo, leyó de dónde venía.
-¿Valal-dolid? -preguntó la muchacha con una pronunciación tan extraña que sonó casi árabe.
-Valladolid, España -respondió mi amigo, leonés de tierra de campos afincado en Pucela.
-No imaginábamos que tendríamos participantes del otro lado del océano -comentó la joven.
Regresamos al hotel para hacer las maletas, porque se acababan las vacaciones y había que volver.
Yo no gané nada: ni un papel ni una carrera. Sólo grabé un vídeo e hice muchas fotos con la Nikon de Fernando, mi hermano. Lástima de zoom...


sábado, 26 de noviembre de 2016

NEW YORK, CHAPTER ONE...

De forma inesperada, que por fortuna no terminó en tragedia, me encontré con unas cuantas pesetas, unos novecientos euros de ahora. No tenía ni idea de que los accidentes de coche se indemnizaran, así que la sorpresa compensó de algún modo el susto y el mes de convalecencia a finales del año olímpico. Mi amigo Juan Ignacio tenía muchas ganas de cruzar el charco y conocer Nueva York, por lo que reservamos el vuelo sin reserva de alojamiento. Pasamos un par de noches en una residencia de la YMCA, que sólo nos sonaba por la canción de Village People, y resultó ser una especie de albergue mixto con baños compartidos y literas. El ambiente bullicioso se notaba justo a la hora de acostarse y a la del aseo matutino, con multitud de jóvenes (jóvenas y jóvenos) en albornoz o toalla corriendo por los pasillos para usar las duchas. Por suerte, dormir es cosa fácil cuando uno pasa el día pateando la gran manzana y además se suma el jet lag.
En NY vivía Eduardo del Campo, un amigo de la infancia, becado para estudiar canto en la Juilliard School. Tras varias jornadas de visitas para no turistas, (a Juan Ignacio le horrorizaba ir en rebaño y prefería mimetizarse con los newyorkinos), nos plantamos una mañana en el hall del edificio preguntando por él, y el recepcionista, un negrazo gigantesco y uniformado, nos dijo que lo había visto entrar y salir pero que probablemente volvería. Nos sentamos a esperar y apareció una hora más tarde. Cuando nos vio se quedó de piedra. Subió a revisar los faxes y nos fuimos a dar una vuelta por los alrededores del Lincoln Center. Pasamos por la puerta del edificio Dakota, donde mataron a Lennon, y recién entrados en la avenida que bordea Central Park por la izquierda nos cruzamos con un señor bajito rodeado de niños que le pedían autógrafos.
-Ese es… ese es… el actor –gritó Eduardo.
-Coño, ¿qué actor? –pregunté.
-No me sale el nombre. Uno que viajaba en un coche.
-¿Steve McQueen? –propuso Juan Ignacio, como si hubiera pocos.
-No, hombre. Uno que viajaba al pasado o al futuro.
-¿Michael J. Fox? –dije.
-¡Ese mismo!


Cuando quise sacar la cámara, el pobre Fox, con su cohorte de adolescentes, ya estaba lejos, así que tengo que jurar que lo es cuando enseño la foto, porque casi no se le ve entre los críos y tampoco destaca por su estatura.
Comimos en un restaurante italiano con un compañero de la Juilliard que estudiaba composición y resultó ser el autor del primer disco de Locomía, un tal Ricardo Llorca al que volví a encontrar años más tarde en la prensa, porque había obtenido un premio internacional de composición, supongo que alejado del “abanico, Locomía, moda, Ibiza, Locomía, Locomía shuquebari” (o algo que sonaba así, o al menos de esa forma lo canta Alfonso). Busqué su dirección en internet para darle la enhorabuena y le envié una foto de aquél día, pero no me respondió.
Los tres días siguientes los pasamos de concierto en concierto: el primero en la misma escuela, a cargo de jóvenes estudiantes.

-Mañana vamos a la ópera –anunció Eduardo.

domingo, 20 de noviembre de 2016

A MÍ ME LA VAN A DAR...



Cena y copas en una terraza. Suspendido el pádel por causa de salud (o falta de ella), quedamos directamente para el tercer tiempo. Ya somos mayorcitos para trasnochar y cuando la somnolencia se instala entre nosotros, igual que baja la niebla sin darse cuenta, me  envuelve y llega con nitidez la conversación del grupo más próximo, que está muy cerca por eso del aprovechamiento del espacio al precio que va el metro cuadrado. Dice uno:
-Te llaman a cada poco para ofrecerte un préstamo, pedirte una donación... 
-...o sugerirte un cambio de compañía telefónica con mejores tarifas -le interrumpe otro.  
-Cuando suena el móvil -tercia el de más allá- ya me temo que será para hacerme otra oferta irrechazable, así que les saludo y en cuanto tengo un hueco (de los pocos que dejan estos teleoperadores curtidos en mil batallas) les despido cortésmente. Hasta ahí podíamos llegar. 
-Son unos pesados -añade un tercero.
-¿Por qué en la página de "el país" o "el mundo" me salen anuncios con las cámaras de fotos que he estado mirando, la ginebra que bebo o los viajes que quiero hacer? Ya es casualidad...

Echo un trago a mi gintonic de Gordons con Schweppes, superada la moda de la macedonia sumergida, que se quedaba en un "no sé qué estoy bebiendo" a la segunda copa.
-Perdonad, tengo un guasap -se oye. 
Los amigos no contestan, entretenidos con sus móviles en los quehaceres obligatorios de la sociedad actual e interconectada.
-Mi mujer ha publicado que mañana tenemos comida familiar... de su familia. Me voy pitando.
 -Luego cuelgo en feisbuk las fotos de hoy. 
-Voy a guardarlas en la nube.
-Compártelas antes, que se te olvida.
Ponen morritos en el selfie que colgarán, no hay duda, en instagram y se despiden. Suena el teléfono de uno de ellos.
-No, gracias. No sé de dónde habrá sacado mis datos pero no voy a darle más. Me pensaré denunciarlos por intromisión en mi vida privada.
Y cuelga.
Apuramos las copas.
Por lo visto, la privacidad se ha ido al carajo. Para que luego hablen de la CIA. La CIA somos nosotros.

domingo, 13 de noviembre de 2016

ARTICULISTA EN PARO, Y LO QUE ME QUEDA.


Escribir un artículo debe de ser un trabajo complicado. Me imagino sentado frente al ordenador, como ahora mismo (así que no es un ejercicio excesivo de imaginación), mirando el reloj a cada poco, con la esperanza de que se ilumine la bombilla esa necesaria para contar algo en el suplemento dominical del periódico y que llegue a tiempo al taller. Como no voy a restaurantes carísimos, ni siquiera un poco caros, no puedo contar mi divina experiencia gastronómica, a menos que a alguien le interese saber que he dejado una fabada hecha para mañana. Tampoco he leído lo suficiente a Chesterton como para mencionarlo (ni siquiera he terminado la única novela, porque se me está haciendo un poco liosa con tanto nombre en inglés) y de historia sé más bien poco tirando a nada, y cada vez me apetece menos porque lo que he leído suele estar impregnado de ideología, ya se sabe, cada uno cuenta la guerra...
Pasan los minutos y no hay remedio: tendré que improvisar, una vez más, un artículo "de autor", que es como se dice en argot artístico de lo que a quien tiene firma reconocida le sale de los dedos.
¿Un concierto, una exposición, una obra de teatro? Lo más parecido es la misa de hoy a las doce, en la que ha tocado el órgano mi antiguo profesor de música, pero acompañar al coro de fieles con unos acordes no es asunto de mérito, si bien el P. Cantalapiedra no falla una nota.
Suena el teléfono. Por si éramos pocos...
-¿Ya lo tienes? -truena la voz inmisericorde del redactor jefe.
-Casi -miento susurrando, para delatarme aún más.
-Pues apura, que en media hora tiene que estar en mi correo. ¡Todas las semanas lo mismo! ¡Maldita la hora en que se me ocurrió contratarte!
Pienso que es la misma, minuto arriba o abajo, en que su padre le contrató a él.
Podría hablar de fútbol, por ejemplo, del gol de Zarra a Inglaterra desde una perspectiva independentista-marxista-capitalista pero la consigna fue clara: "no te metas en charcos". Paso de escribir con botas katiuskas.
Me sirvo el segundo chupito de whisky y me viene la idea de contar mi periplo por las "highlands" escocesas pero, si la memoria no me falla, nunca he estado en Escocia, aunque podría inventármelo abriendo el googlemaps y leyendo un poco en la wikipedia. Mejor no, que bastante tengo con Chesterton (siempre que lo escribo me sale charlestón y me toca corregirlo) y sus nombrecitos compuestos.
Y en verso tampoco me sale nada, porque hoy no llueve lo suficiente (ni cuando llueve a mares, para ser sincero). 
Por cierto, ¡qué bien huele mi fabada!
"Se echan las alubias blancas a remojo la noche antes...". Quizá cambie las tierras altas de Escocia por La Bañeza, para glosar las heroicas gestas de los cultivadores de leguminosas. Coño, pues no, que mi mujer tuvo un novio de allí y lo mismo se piensa que estoy tocando las narices.
Otra vez el teléfono.
-¡Tienes cinco minutos o te mando el finiquito!

Chesterton era, aparte de un magnífico escritor y periodista, un amante de la cocina tradicional. Después de nuestro extenuante paseo matinal por las highlands, durante el cual fue tomando notas para su siguiente novela, llegamos a la cabaña de Sir John MacBook, no, MacIntosh, quien nos esperaba, como era costumbre, con un vaso de Macallan de 50 años. Como buen escocés, nos invitaba a uno de 12 años (le sorprendí una noche trasegando el barato a una botella del caro en cuya etiqueta había hecho una marca con la uña).
-La lluvia en Sevilla es una pura maravilla, -dijo a modo de saludo.
-Y en Escocia es un coñazo, contesté en perfecto inglés con acento de Gales, para provocarlo. Para pasar el mal trago, se echó un buen trago.
Nos sentamos a la mesa frente a nuestro plato de macarrones aliñados con aceite de soja.
-Alta cocina italiana, -dijo Yikey, que era como los íntimos llamábamos a Chesterton, exagerando su acento british para hacerse notar. 
-Quizá nuestro amigo español pueda deleitarnos algún día con un gazpacho catalán, un cocido andaluz o una paella gallega -me retó Jack, que estaba macanudo después del tercer lingotazo y mezclaba las blackface con las shetland.
-Mañana cocinaré para ustedes una suculenta fabada manchega -contesté con acento de Dublín, concretamente de Grafton street, frente a la estatua de Molly Mallone antes de su traslado a Suffolk Street, donde el acento no es ni parecido, anda que no se nota. Jack se levantó y regresó con una bolsa en la mano.
-Aquí tiene lo que necesita, -dijo al abrirla, mostrando unas pocas beans rojas.
-Perfecto -exclamé. Si puedo disponer de unos berberechos y gallina vieja, quedará deliciosa tirando a cojonuda.
Al día siguiente degustamos la purrusalda extremeña. 
-Excelente -dijo Jack.
-No hay nada que no se pueda tragar a fuerza de whisky -sentenció Chesterton.
Por desgracia, el perro de Sir John se comió las sobras... sin whisky. Desde entonces no me ladra.


domingo, 6 de noviembre de 2016

VUELTA A LA NORMALIDAD


Con frecuencia suele pasar que alguien se cree lo que no es. El marketing, esa pseudo-ciencia de la modernidad basada en manipular la percepción de las cosas para hacerlas más atractivas, convierte a blogueros, tuiteros o youtuberos oportunistas en trendintopiqueros, y en periodistas a quienes apenas juntan letras o palabras habladas por mor de un tema "de candente actualidad". Sobran ejemplos que lo atestiguan: con ver la tele, comprar (y leer) un libro de la sección de éxitos o navegar por la red aparecen a cientos. 

Hace un par de semanas conté dos anécdotas con mi amigo Germán Díaz de protagonista y yo de testigo. Las visitas a este blog se multiplicaron por más de diez, no sólo el día de la publicación sino en los posteriores. Mi ego notó cierto crecimiento como de pato engordado por un tubo, estadísticamente real pero más falso que una novela casi-cualquiera de ciencia ficción o un programa electoral (que vienen a ser lo mismo, e igual de secundados por fans "pocopensantes"). Este tema, por ejemplo, da para muchos best-sellers, como la novela negra o la erótica. El problema radica en confundir "súper-ventas" con calidad. Escribo igual (de bien o mal, pongamos que regular) hable de lo que hable, cuente lo que cuente, salvando el nivel de inspiración del día, que existe, no me cabe duda. 

Ayer, al hilo de la huelga de lápices caídos propuesta por los padres de una asociación de "ídemes" (en contraposición con otra asociación "ídem de ídem" que aboga por lo contrario), se me ocurrió una bobada: un supuesto diálogo en una consulta médica como ejemplo de la creciente tendencia a creer que sabemos de todo por el mero hecho de que los humanos somos iguales ante la ley (que lo dice la constitución). Como era previsible, las visitas, previa publicación en Facebook, volvieron por donde solían y de paso me pusieron de nuevo en mi sitio. Una cura de humildad, que me viene bien.

En resumen: hay que aprovechar la oportunidad pero sin perder el rumbo, para que cuando se acabe la bonanza sepamos remar con viento de proa o, en el mejor de los casos, con calma chicha. Con viento de proa no tiene mérito.

Pd.- Gracias, Germán, por propiciar sin querer mis dos semanas de gloria "literaria". Y a Diego Valverde, por convencerme de que hay que leer a los muertos, que pese a no firmar ejemplares siguen vendiendo. Por algo será.


sábado, 5 de noviembre de 2016

¿QUÉ ME PASA, DOCTOR?

-Buenos días, doctor.
-Buenos días, paciente.
-Eso, paciente, porque llevo más de quince minutos esperando...
-Había otros enfermos antes que requerían mi atención. ¿Qué le ocurre?
-Me duele la garganta. Casi no puedo hablar.
-¿Desde cuándo?
-Desde hace dos semanas.
-¿Y por qué no ha venido antes?
-Estaba de vacaciones, no pretenderá que las suspenda, que ya tenía el hotel pagado.
-Abra la boca, por favor.
-Menudo método antediluviano. Toda la vida llevan diciendo lo mismo.
-No hay otro método para mirar la garganta que abrir la boca, en eso no hemos avanzado mucho.
-¿Qué tengo?
-Amigdalitis. Tome antibiótico durante diez días, e ibuprofeno. Tres tomas diarias.
-¿Unas vulgares anginas? No estoy de acuerdo. 
-Bueno, pues una faringo-amigdalitis, si eso le deja más satisfecho.
-¿Y el fin de semana tengo que madrugar para tomarme las pastillas a las ocho de la mañana? ¿No se pueden tomar dos por la noche?
-Por poder, se puede, pero no hacen el mismo efecto.
-¿Y tiene que ser en mi casa y no aquí?
-Por mí puede tomarlas en el trabajo, en la cafetería o donde le venga mejor.
-De ninguna manera. Usted es el médico y si vengo a la consulta quiero salir curado.
-A menos que lo ingresen, que no es el caso, no hay otro modo de tomar las pastillas en presencia del médico.
-Pues no me gusta que me pongan deberes.
-Pues entonces no se curará.
-Es injusto. Además tengo padel a las cuatro de la tarde.
-Interrumpa el partido para tomar las medicinas.
-Sólo faltaba.
-Haga lo que quiera.
-Oiga, un poco de respeto, que su sueldo lo pago yo.
-Y su salud la cuido yo, para eso me paga.
-Conozco mis derechos. No es usted nada democrático. Pienso convocar una huelga para que los enfermos se salten las prescripciones médicas de la seguridad social hasta que salgan de la consulta curados.
-Entonces vaya usted a la privada. Quizá allí tengan otras soluciones, como el copago, para que valore usted las medicinas y se las tome.
Cojo las recetas y salgo a escape. Ya buscaré una farmacia mañana o pasado. Aprieto el paso mientras enciendo un cigarrillo. Aún puedo llegar a tiempo a la manifestación contra los recortes en sanidad. Y que no se me olvide decirle al niño que este fin de semana no haga los deberes, que con las clases de pintura, equitación, inglés, piano y el baloncesto ya tiene bastante, el pobre, que además su madre y yo estamos cansados a las ocho como para ayudarle a hacer las tareas. Menudos vagos los maestros y los médicos, que ni se reciclan. ¿Anginas, dice? ¡Qué sabrán los médicos!

domingo, 30 de octubre de 2016

DIECINUEVE HORAS DESESPERADAS CON GERMÁN DÍAZ: CONCIERTO PARA MOTOR DIÉSEL, QUESO, TOMATE Y MUCHOS CAFÉS Y CIGARRILLOS.



Eran finales de julio de 2005. Mientras tomaba una caña en una terraza con alguno de mis hermanos sonó mi móvil. No había aún guasaps y las tarifas eran caras, lo cual aseguraba cierta tranquilidad diaria y la certeza de que una llamada era algo relativamente necesario.
-Hola -dijo antes de que yo pudiera saludarlo. 
-Hola, Germán. 
-¿Quieres que te cuente algo gracioso?
-Claro, hombre. Dime.
Las historias de Germán siempre son sabrosas, o las  convierte en tales con su estilo, así que esta no sería menos.
-Resulta que estoy en la estación porque mañana toco en Burdeos, pero me saqué el billete por internet y lo reservé para ayer. 
-Joder, qué putada. ¿Te lo han cambiado?
-Pues no, porque el tren ya está completo.
Me dejó unos segundos de silencio y añadió:
-Por cierto, ¿qué tienes que hacer mañana?
-¿Llevarte a Burdeos? -pregunté afirmando.
-Coño, qué buen plan. ¿A las siete en mi casa?
-De acuerdo. Mañana nos vemos.

Me presenté puntual y ya me esperaba en la calle con su zanfona de entonces, un maletín y el ordenador portátil. Me saludó como acostumbra, con un abrazo y un par de besos, y tras cargar sus trastos nos sentamos en el coche. Esta vez no hizo referencia a mis gafas, mis zapatos o cualquier otra cosa de mi vestimenta, como también tiene por norma protocolaria para tocarme un poco las narices y afear mi, según él, gusto pijo. Enfilamos la salida en dirección norte nordeste y al poco paramos en una gasolinera para llenar el depósito y tomar un café. No me dejó pagar.
-Hoy todo corre de mi cuenta.

Cuando tocaba con él y Eugenio en su "Trío Germán Díaz" se encargaba de todos los gastos. Aquella formación, una de las primeras cuando él tenía unos veinte años y yo más de treinta, me sacó del olvido musical, o al menos del olvido público, y volvió a introducirme en el mercado durante una temporada. Germán andaba buscando un pianista que cantara (o que tuviera un poco de pianista y un poco de cantante) y Toño, el peluquero, le habló de mí y nos presentó en un bar. Fue un encuentro facilón y enseguida hicimos buenas migas. O eso, o es que somos muy buenos actores después de casi veinte años de amistad...

Al salir de la gasolinera fue contándome el plan. Comeríamos en un restaurante francés con estrellas michelín, por lo cual se había descargado en el móvil la guía esa del Bibendum. Iríamos a buscar a Pascal Lefebvre, un zanfonista galo, que vivía un poco antes de llegar a Burdeos, tocarían en una campa, después de lo cual cenaríamos de vuelta a casa en algún otro restaurante español de postín. Por lo visto lo tenía todo bien pensado y organizado.

El viaje se nos hizo corto, pues Germán es un conversador infatigable y yo no suelo ser mudo. Pasada la frontera, encendió el portátil y se puso a buscar restaurante. Me propuso varios y calculando a ojo decidimos a cuál iríamos. Poco antes de llegar, le llamaron al móvil. Yo le oía hablar en francés. Colgó con cara de mosqueo.
-La mujer de Pascal dice que comamos en su casa, pero le he dicho que no, que ya tenemos reserva.
Al cabo volvió a sonar el teléfono, y hubo una tercera vez.
-Nada, no hay manera. Dice que a estas horas ya han cerrado las cocinas, que esto es Francia y se come antes. 
-No importa, hombre. Antes de las dos estaremos en Burdeos.
Llegamos a casa de Pascal que, al oir el ruido del motor, salió a nuestro encuentro con su esposa pisándole los talones. Después de las presentaciones entramos a comer... aunque ellos ya lo habían hecho.
Sobre la mesa había una ensalada a la que la mujer, de cuyo nombre no puedo acordarme, añadió unos trozos de tomate "de la huerta" a los pocos que quedaban, porque la lechuga estaba mustia, señal de que llevaba un rato aceitada. Como el tomate y yo somos enemigos casi irreconciliables desde tiempos remotos, piqué algo de lechuga, con la esperanza de que el segundo plato saciaría mi hambre. Germán me miraba extrañado.
-¿No te gusta?
-No como tomate -confesé en voz baja.
-Está muy bueno. Pruébalo. 
Tanta hambre acumulaba desde el café en la provincia de Palencia, seis horas antes, que me comí dos trozos de tomate, musitando:
-Si me viera mi madre...
El segundo tardaba en llegar, así que hice de tripas corazón, o mi corazón ya era una tripa más, y tragué el último trozo por si la mujer de Pascal estaba esperando a ver vacíos los platos (el de Germán hacía rato que lo estaba) para traer más comida. Se acercó y dijo en español:
-Si os habéis quedado con hambre, puedo traer un poco de... -dudó, como si fuera a ofrecernos lo más rico entre un variado menú- queso.
Creí que era una broma, porque tampoco como queso, pero regresó con una tabla llena de fromage, señalando cada clase:
-Este es de aquí, ese de allá y el otro de acullá. 
Germán se afanó a la tarea de llenar el buche mientras yo aguantaba las lágrimas, de risa y pena al tiempo. Vi una botella de vino y me pareció un buen compañero para paliar el disgusto. Ella siguió mi mirada y preguntó si bebía.
-Bueno, un poco sí.
-Es que lo he abierto ayer y no sé si estará bueno.
Descorchó la botella, se sirvió, lo cató y dijo:
-Ya está un poco estropeado.
Me temo que su explicación le sirvió de poco al ver mi copa cerca, en posición no oferente sino receptiva, por lo que no le quedó más remedio que echar un chorrito breve, como quien aliña la ensalada. No quiero parecer envidioso pero la copa de Germán tuvo más suerte, quizá como premio por haber comido. 
-¿No te gusta mi comida? -preguntó con cara de sorpresa.
-Es que tengo alergia a la lactosa y a un "no-se-qué" del tomate, -dije para salir del paso y no ofenderla.
-Vaya, qué pena -respondió. Y se fue, pero no a buscar más alimentos.
Pascal y Germán charlaron un poco mientras yo dosificaba mi ración de vino a sorbos mínimos. La abnegada sra. de Lefebvre trajo café y nos sirvió. Me abstuve de pedir leche para no estropear mi argumento.
-¿No estás cansado del viaje?
-Un poco. Tengo la espalda cargada.
-Ve a aquella habitación -ordenó más que sugirió- y túmbate en el suelo. Ahora voy.
Obedecí y vino tras de mí.
-Échate. Levanta las piernas, respira así -dijo con una inspiración profunda para que la imitase. 
Tras unos ejercicios que fue dictándome se marchó. Desde la puerta, como una madre que se despide de su hijo por la noche, sentenció:
-Duerme un rato.
Y apagó la luz.

Regresó a buscarme.
-¿Has dormido?
-Un rato -mentí.

Nos dijo au revoir a los tres en el jardín y cerró la puerta de la casa.  Junto a mi coche había un topillo muerto.
-Corre, no vaya a verlo la mujer de Pascal y nos invite a cenar -dije a Germán.
Se rió con ganas.
-No sabía que tuvieras tantas alergias alimentarias.
-No las tengo, pero no me gusta el queso ni el tomate. Se me ha ocurrido de repente.

Llegamos a la campa donde se celebraban los conciertos y allí una mujer que conocía a Germán vino a saludarle y nos invitó a café. Por suerte el camarero puso uno de más y me lo tomé después del mío. Cualquier cosa me valdría para llenar el buche. Al ver que la señora sacaba la cartera al tiempo de preguntar si queríamos algo más, no me atreví a pedir nada sólido, mirando con envidia y de reojo el bocadillo que mi amigo se estaba zampando. Y encima no aceptaban tarjetas de crédito.

Terminó el show y montamos en el coche a eso de las ocho de la tarde. Germán me miró sin aguantar la risa.
-Vaya día, ¿eh? Cuando entremos en España te invito a cenar. 
-Ok.

Salimos a toda mecha como si, aparte de los restaurantes, las autovías también cerrasen en Francia antes de las doce. Germán consultaba su portátil para encontrar un buen restaurante, pero el de Arzak pillaba bastante a trasmano, y no había nada reseñable en la puñetera guía del gourmet. 
-¿Te molesta que fume? -pregunté.
-¿No decías que no se fuma en tu coche?
-Es que así me calma el ansia.
Y fumamos los dos, él con su pipa y yo de mi paquete de cigarrillos.

A cada poco se acordaba de mi actuación durante la comida, o del pobre topo muerto y mis prisas por salir de allí antes de la cena, y se carcajeaba con ganas. Eran casi las doce y no habíamos encontrado dónde matar el hambre.
-Tengo que parar. Casi no queda gasoil.
-Pues cenamos algo ahí.
Después de repostar nos acercamos a la barra.
-¿Tienen algo de comer?
El camarero echó un ojo a la vitrina, que ya estaba bastante despoblada, y respondió:
-Sólo me quedan bocadillos... de... queso con tomate.
La risotada de Germán explotó como un petardo con reverberación y eco, así es su voz portentosa.
-Pues póngame uno, y una caña.
-A mí... un café con leche. ¿Tiene algo de bollería?
-Lo siento, no queda.
Con el andar triste de un convicto, cogí la taza y fui a sentarme. Germán me miraba sin poder contener no ya las risas sino las lágrimas.
-Perdona, pero no puedo aguantarme. Te debo dos comidas.

En lo que quedaba de trayecto seguí fumando y, después de dejar al niño, muerto de risa, en su casa, encendí el último pitillo. Eran más de las dos y llevaba seis cafés (como el grupo de "Cuadri"), la mitad con leche, unas hojas de lechuga, tres trozos de tomate, media copa de vino de Burdeos y un paquete de Marlboro en el cuerpo. Aparqué en la calle y subí a casa. Me puse el pijama y cené un tazón de colacao con cereales, un donut y dos sobaos. A punto de acostarme me vino una idea a la cabeza, de esas neuróticas que no te dejan dormir, como ¿habré cerrado la espita del gas?, ¿tendremos gobierno? o... ¿habré apagado las colillas? De repente me dio por pensar que una brasa del último cigarrillo que había entrado en el coche se estaba convirtiendo en incendio y que a la mañana siguiente tendría un fiat carbonizado. Volví a vestirme, bajé a la calle, revisé la tapicería como el operario encargado de buscar hasta el último pespunte bien dado en un Rolls, y regresé a casa. Dormí, eso sí, pese a tanta cafeína y nicotina, como un tronco, aunque no fuera de roble francés.

Más que una noche, como era el título de las jornadas musicales al sur de Burdeos, fue un día atípico. O una jornada de ayuno y abstinencia.