Sería socorrido empezar diciendo que fuimos muy amigos o era tan bueno, socorrido y falso. D. Pedro se ganó su don a base de amabilidad con los alumnos del conservatorio y los críos que íbamos por libre a examinarnos en la calle Dos de Mayo y luego al edificio cercano al hospital clínico, jugándonos el curso a una carta. Había otros dones: D. Jaime Catalá, el profesor de guitarra (y ahora mi vecino), D. Benigno Prego, y otro D. Pedro, Zuloaga, el pianista que hacía dúo con Frechilla, que quizá lo era a secas por su carácter ganso. También estaban la Porres, la Guerras (consulten el DRAE quienes/quienas crean que el artículo femenino singular implica desprecio, nada más lejos) y otras mujeres, sin olvidar a Pepita, la bedel cuando no había bedelas, que nos acomodaba en las aulas en las que era difícil acomodarse y nos devolvía como pastora de corderos si osábamos estirar las piernas en los pasillos buscando el cobijo y últimas instrucciones de nuestra profesora.
Aunque Aizpurúa (sé que en euskara —a propósito lo escribo— no hay tildes, pero en Valladolid le castellanizamos el apellido) podía examinarte de cualquier asignatura, siempre presidía los tribunales de Conjunto Coral, cosa que recordaba nada más sentarte, con su media voz de cura de incógnito:
—Esto no es solfeo: esto es coral.
Acto seguido nos adoctrinaba sobre cómo coger la partitura para mirarla y poderle mirar al tiempo. Jamás ponía mala cara ante una equivocación y nunca tenía reparos en decir da capo, por favor.
Yo nací cantarín pero poco estudioso. Mis dos sobresalientes en coral vinieron más por mi contribución al cuarteto como contralto que por mis conocimientos de la teoría. Ya se había encargado Cantalapiedra, D. Luis, de hacerme perder el miedo en el coro del colegio. Más por intuición que por sapiencia, el Morito pititón y otras obras con arreglos del propio Aizpurúa sonaron afinadas. Pese a mis lapsus sobre autores, me dio la máxima nota. La de segundo supuso además el premio de una guitarra que me había apostado con mi padre en una tarde aburrida de pesca en las ventas de Geria. Me sugirió que estudiase canto, cosa que no hice y aún me arrepiento.
Una tarde, Cantalapiedra nos llevó a Eduardo, Nacho, March y a mí, cantores del coro colegial, —del que salieron varias generaciones de músicos gracias a su paciencia ilimitada, larga sería la lista, aunque recuerdo a Nacho Castro, Francisco Lara, Nacho Martín, Eduardo del Campo, Mario Garrote, Alfonso Gato, Toño Campomanes, David de la Plaza, Nacho Zamora, y otros que prefirieron convertirse en cirujanos, ingenieros o arquitectos, sin contar, porque no me da la gana, a alguno que ni es músico ni lo será por más años que viva dándole a la batuta o al piano— a un ensayo de Frechilla y Zuloaga en casa del primero. Nos recibieron adelantando el programa, con el remate de una obra contemporánea para no todos los públicos. A punto de atacar la última obra, que prometía forzar nuestros oídos, sonó el timbre. Entró Aizpurúa y se sentó:
—En atención a D. Pedro— anunció Frechilla, ceremonioso —interpretaremos 2FZ.
2FZ era una obra moderna, muy moderna, dieciséis compases de golpes en el centro del piano (puede que un múltiplo) y otros tantos en los extremos, que Aizpurúa había compuesto para sus amigos y compañeros del conservatorio, Frechilla y Zuloaga. Su director-compositor-amigo asistió al ensayo sin pestañear. Antes de irse charló con nosotros, nos invitó a perseverar en el estudio de la música y se fue dando las gracias a F y Z. Tras otra charla informal de despedida, en la que alabaron la humanidad de su director, así como su visión de adelantado, D. Pedro y D. Miguel nos acompañaron a la puerta. Justo antes de cerrar, llegó el estrambote:
—Os habéis librado de la obra de Fulano de Tal (no recuerdo quién pero me viene Poulenc)— dijo Zuloaga.
—Pero la de Aizpurúa— apostilló Frechilla —no es moco de pavo.