Tengo claro que Meat Loaf no pensaba en un Opel Corsa rojo de tres volúmenes cuando cantaba lo del Paraíso a la luz del salpicadero, sino en un Ford Mustang o un Chevrolet Corvette aparcado en un drive-in con lúbricas intenciones. Lo cierto es que, ahora que ha muerto Michael Lee Aday —el verdadero nombre del cantante antes de que un entrenador le pusiera el mote, y que jodió el fusible de un amplificador por pasarse con un agudo (estoy tirando de güisquipedia)—, me acuerdo de las tardes de tenis (o algo parecido) en Viana con mis amigos del cole y uno —más amigo de las pesas— adoptado de otro colegio por aquellas fechas en que aún quedaban dinosaurios por el Paseo de Zorrilla. A veces íbamos en el primer descapotable del letrado, un Suzuki con ballestas que ponía a prueba la resistencia de nuestras tripas, pero el recuerdo que se impone tiene que ver con la música de fondo. A Jose, el arquitecto discreto, le encantaba Meat Loaf, y el álbum Bat out of hell nos acompañaba por la carretera del pinar de Antequera. En alguna ocasión nos dejaba conducir su Corsa por caminos de arena sin pasar de segunda.
La música tiene esa virtud, mal que les pese a quienes decían que música y perroflautismo vienen a ser la misma cosa. Nos trae recuerdos de amistad fraguada a raquetazos, copazos y meriendas pinariegas, y solo el dueño del Corsa sabrá si también de algún paraíso a la luz de salpicadero.
Lo cojonudo es que siguen siendo mis amigos, y la muerte de Meat Loaf me ha hecho escribir este post dedicado a todos ellos. Tampoco pasa nada por decirle a tus amigos, aunque sea de vez en cuando, que los quieres.