El miércoles pasado fui a ampliar —así se decía, creo— unas fotos que había hecho la semana pasada, la de los reencuentros: con las capitales vascongadas, con la sala donde se alojó mi última exposición de pintura, con Eva —treinta años más tarde– y algunos más que viven en la memoria remota y allí se quedarán hasta que se diluyan en el tiempo. Cuando me entregaron las copias, vine a hacer el signo del OK para luego separar los dedos pulgar e índice trazando una diagonal, por mejor ver los detalles. La encantadora mujer que me atendía —cambié de establecimiento tras el affaire aquél al lado de casa, cuando me afeaban mi poca o nula habilidad para llevarles el trabajo hecho, de lo que dejé constancia en este blog— abrió mucho los ojos. Me di cuenta pero ya era tarde para disimular.
—Demasiados aparatos electrónicos, ¿eh?
—Me temo que sí.
Salí de allí, y me senté en un banco frente al edificio de la universidad. Estuve mirando los retratos del saltamontes, excelente posando para mí, ni un gesto, ni un movimiento, como si lo hubiera contratado. Antes de cerrar la carpeta, toqué el papel por los bordes, entre los mismos dedos pero con distinta sensación. No se pueden comparar.