Llevo un rato buscando el relato, pero no aparece. Creo recordar que algo tenía escrito sobre Marinati de Santiago, aparte de lo de hace dos semanas, cuando el homenaje —mala cosa es que te agasajen o manden flores cuando no puedes olerlas—, pero soy incapaz de encontrarlo en mi blog.
Como dejé escrito, mi amigo Onrubia, el que no se cansa de llamarme vago —no le falta razón— nos presentó. Se acordó de mí un día que Juventudes Musicales necesitaba un intérprete —no musical, sino de inglés— y no halló a nadie mejor, o directamente no halló a nadie más. Fui a la estación de trenes y, desde allí hasta la Sala Borja, serví de chófer a un par de músicos británicos. Iba explicándoles lo que conocía sobre mi ciudad en el precario inglés que sabía. Eso ya lo he contado. Tras el concierto, fuimos a cenar —ese fue mi pago, más que suficiente—. Desde entonces, Marinati me consideró uno de los suyos, como si pagase la cuota de JJ.MM. —Nunca me pidió que me afiliase, le parecía que mi contribución compensaba—. Quizá fuera en otra cena, pero tampoco importa demasiado. Ángel González, un animal de las teclas, que se daba poca importancia porque, para él, tocar el piano era como tomar una copa, estaba sentado a mi lado, dando cuenta de unas chuletillas de lechazo en la bodega de Félix, La Sorbona, en Fuensaldaña. El mismo Félix vino a contarnos unos chistes. Yo era el pulpo del garaje, el convidado de piedra, el intruso, pero nadie me hizo sentir así. Una joven pianista pidió el azucarero y echó exactamente catorce cucharaditas de azúcar en un café solo. Después habló Onrubia:
—Este toca el piano pero lo ha dejado por vago.
—Qué pena— dijo Marinati—. —¿No quieres volver a intentarlo?
Anduve pensándolo un tiempo y accedí.
El primer día de clase me contó las condiciones del contrato.
—Una hora de clase a la semana. La de hoy es gratis. Domiciliación bancaria —hasta en eso era exquisita—. Y mucho trabajo en casa. Solo te presentarás a examen cuando yo crea que estás para un diez. Aquí no buscamos solo el aprobado.
Los martes, un poco antes de las siete, me presentaba en su estudio, el de "las hermanas de Santiago"— no había un hermano Santiago—, aunque algunos las llamaban "las Marinatis". Chola y Maribel usaban otras aulas para sus clases de piano y lenguaje musical. José Luis, un chaval guapote, me precedía. Estaba en noveno o décimo, y asistía a las clases de Manuel Carra en Madrid. Cuando él se marchaba yo me sentaba en la banqueta, aún caliente pero no contagiosa —para mi desgracia—, frente al Petrof de gran cola, que lo mismo no lo era pero a mí se me hacía largo, muy largo. Después de un tío de grado superior, me sentía como un telonero que llega tarde. Mientras él terminaba, Susana García Póliz, que entonces me caía regular solo porque cuando nos cruzábamos por el Paseo de Zorrilla ignoraba mis miradas, de tan furtivas que eran, y que aún no sospechaba lo que estaba por llegar y mi parte de culpa —ambos y un tercer invitado lo sabemos—, me hacía algún comentario en voz muy baja.
Lo de Mozart y mi aterrizaje en el suelo también lo he contado. Marinati se pinchaba un lapicero en el moño y lo sacaba a cada poco para señalar en la partitura mis meteduras de pata. Ya daba de sí el lapicero. Al final de aquella, mi primera clase, había más restos de grafito que notas impresas en mis fotocopias. Esa era otra: «Mañana te compras el libro de sonatas, edición Urtext. Es muy triste que un pianista termine la carrera con una carpeta llena de fotocopias y ni un solo libro».
—¿Sabes cuándo compuso Mozart esta sonata? —me preguntó, con la sonrisa algo mudada—.
—Ni idea.
—Justo después de que su madre falleciera. Y la acabas de tocar como si viniese de la feria.
Se sentó. Ajustó la altura de la banqueta. Me miró, no de reojo sino fijamente, y empezó a tocar de memoria.
—Te espero el martes que viene. Trae preparados solo los compases que puedas tocar bien. No quiero cantidad. Calidad, ¡calidad! —repitió.
Me esforcé, o lo que entiendo por esforzarme, pero nunca di la talla. Marinati soportaba mis atentados sin perder la sonrisa, acaso un poco de vez en cuando, no la culpo, y volvía a la carga. Más espada-lapicero, más marcas, más correcciones.
—Calidad.
Una tarde había mucha música, a lo grande, en su estudio. Yo era incapaz de concentrarme. Alguien dominaba el espacio sonoro.
—Es que ese tío me distrae.
Me recriminó la blandura y la grosería.
—Ese tío es Josep Colom. Ahora te lo presento.
Fuimos a la habitación de al lado. El maestro Colom me saludó brevemente. Luego siguió repasando el repertorio de su concierto.
Aguanté —Marinati me aguantó— menos de quince minutos. Salí derrotado. Un accidente de coche, casi mortal, me salvó de mayores sufrimientos. Volví a clase dos meses después, pero mi cabeza estaba en otro lado. Se lo expliqué y nos despedimos con un par de besos sonoros, igual que nos saludábamos cada martes. Era buena, muy buena, hasta para despedirse.
Años más tarde coincidimos en el aeropuerto de Lanzarote. Me presentó a Antonio. Después nos volvimos a encontrar en el mismo hotel. Baciero bajaba en zapatillas al hall, donde había un piano de cola. Mientras yo tomaba café, él hacía dedos, pero para mí era como asistir a un concierto. Me acerqué y le pedí permiso para escucharle.
—Ah, usted es el amigo de Marinati. Me ha dicho que también es pianista.
Cualquiera que haya participado de este mundillo comprenderá cómo me sentí. El mismísimo Antonio Baciero me incluía entre sus colegas gracias al comentario de Marinati.
—No. Sólo fui su alumno durante dos meses.
Prosiguió repasando su repertorio, con comentarios y explicaciones sobre cada obra.
—Hace años vine a tocar en la isla y me alojé aquí, en este hotel. El director me dijo que podía usar el piano siempre que quisiera. Solo bajo después de comer, cuando no hay gente, para no molestar.
—Por la noche toca un tío —le dije— con la terraza llena. Y no es muy bueno que digamos. —Era uno de esos del chunda-chunda para turistas—.
Sonrió sin dejar de tocar. Acabé mi café, ya helado, y me dio vergüenza seguir molestándole. Antes de salir a la piscina, donde mi esposa y mi hija me esperaban, le di las gracias.
—Gracias a usted —respondió, con tres palabras mullidas sobre la alfombra de Mozart.
Le conté la anécdota a mi mujer. Pasé el resto de la tarde entre nubes, aunque el cielo era "azul purísima". Baciero, Colom y Zimerman —al que había escuchado desde un palco del teatro Lope de Vega, con Onrubia, creo que también Ángel González, y Marinati— tocaban para mí.
Y en este instante la veo, en un cielo sin nubes, con su lápiz amenazador pinchado en el moño. Eso sí, sin perder la sonrisa, y mira que la puse a prueba.