En "el Jueves, la revista que sale los miércoles", y que siempre he defendido que antaño era la que salía los viernes, hasta que las distribuidoras de prensa escogieron el miércoles como día de reparto masivo, había unas historietas sobre la mili, cuyo autor era Ivá, para mí uno de los mejores viñetistas y comiqueros del semanal gamberro. Dicho esto, que es bastante decir, me atrevo a tocar uno de los temas recurrentes, obligados y, para algunos —probablemente objetores—, aburridos: la mili, a quien Aznar (que merece un monumento sólo por eso, o sólo por eso merece un monumento, según encuestados), tenga en su haber.
Ya que no puedo hablar en primera persona del parto, porque no soy mujer ni espero llegar a serlo, pese a la cuota que pese, y que es el tema contraataque, lo haré de mi breve servicio militar, del que me he acordado por casualidad esta misma mañana mientras pelaba patatas para hacer un pisto. Diré, antes de que se me olvide, que pelar patatas era un castigo mítico, porque en las cocinas del campamento de Araca, en Vitoria (Gasteiz), donde yo las pelaba teníamos una máquina muy eficaz que las dejaba lindas y morondas, e incluso redondas y hasta mínimas si la máquina no era desenchufada a tiempo, lo cual sí acarreaba suspensión de funciones como pelador y acaso algún arresto estúpido, como solían ser la mayoría en el inframundo del ejército español. Consistía el invento en un bombo giratorio con paredes como de lija (siempre se dice "del siete", pero será por decir, porque no tengo claro el número y su correspondencia con la capacidad abrasiva del grano), que por una combinación de estadística y física, eliminaba la piel del tubérculo, porque hay que decir tubérculo cuando no se quiere repetir patata, si bien sólo sirve como sinónimo cuando se ha mencionado antes la propia patata, que si no tubérculo valdría para otros como la batata, parecida pero no igual, como bien me explicó un ex-conocido hace años, hace años la explicación y el ex-conocido, que ni eso es ya, a Dios gracias, porque era bastante imbécil, aunque él, como todos creemos de nosotros mismos, no se veía así, sino todo lo contrario o más.
Trotaba el año ochenta y seis cuando fui llamado a filas, o sea, que no encontré excusa para librarme del caqui como color corporativo, que realmente no le favorece ni a Sharon Stone aunque lo lleve en las bragas, a menos que no las lleve. Aquel mismo domingo pasé la última revisión, ni hernia ni pies planos ni nada eximente, ni siquiera pies pequeños, como alegaba un amigo entre risas del tribunal médico y el resto de los reclutas formados en calzoncillos. En apenas tres horas plañideras estaba en un tren que bufaba más que un dinosaurio, del que debía de ser coetáneo, lleno de adolescentes bulliciosos y petates verdes con vete a saber cuántas revistas consoladoras de las soledades por venir. Un muestrario desigual de novias, o de novias desiguales, como correspondía a lo democrático del servicio militar, en lo sucesivo "puta mili", se agolpaba, aglutinaba o deshidrataba según el caso, el grado de afecto o la prisa por mandar a la tropa a cumplir con la patria, en el andén de aquel correo, tranvía o intercity con más óxido que los ejes del carro de uno al que llamaban abandonao. A una velocidad media de sesenta por hora conseguimos llegar bien entrada la noche de finales de enero a la capital administrativa de las vascongadas, donde fuimos recibidos, nada amablemente, por una caterva de polis-milis, que más parecían porteros de discoteca por sus modales refinados y su selecto vocabulario. Arrastrando nuestros macutos de infinita mano, llegamos a un microbús que nos sirvió para aprender un dicho muy común: tenía más mili que el palo de la bandera.
Y como he excedido el metraje, acabo de decidir que esta va a ser una "martrilogía", porque va de mártires de la mili en tres partes.
Trotaba el año ochenta y seis cuando fui llamado a filas, o sea, que no encontré excusa para librarme del caqui como color corporativo, que realmente no le favorece ni a Sharon Stone aunque lo lleve en las bragas, a menos que no las lleve. Aquel mismo domingo pasé la última revisión, ni hernia ni pies planos ni nada eximente, ni siquiera pies pequeños, como alegaba un amigo entre risas del tribunal médico y el resto de los reclutas formados en calzoncillos. En apenas tres horas plañideras estaba en un tren que bufaba más que un dinosaurio, del que debía de ser coetáneo, lleno de adolescentes bulliciosos y petates verdes con vete a saber cuántas revistas consoladoras de las soledades por venir. Un muestrario desigual de novias, o de novias desiguales, como correspondía a lo democrático del servicio militar, en lo sucesivo "puta mili", se agolpaba, aglutinaba o deshidrataba según el caso, el grado de afecto o la prisa por mandar a la tropa a cumplir con la patria, en el andén de aquel correo, tranvía o intercity con más óxido que los ejes del carro de uno al que llamaban abandonao. A una velocidad media de sesenta por hora conseguimos llegar bien entrada la noche de finales de enero a la capital administrativa de las vascongadas, donde fuimos recibidos, nada amablemente, por una caterva de polis-milis, que más parecían porteros de discoteca por sus modales refinados y su selecto vocabulario. Arrastrando nuestros macutos de infinita mano, llegamos a un microbús que nos sirvió para aprender un dicho muy común: tenía más mili que el palo de la bandera.
Y como he excedido el metraje, acabo de decidir que esta va a ser una "martrilogía", porque va de mártires de la mili en tres partes.