Zweig, el tipo raro ese que escribía cojonudamente a ratos, y para él y sus amigos (los que lo entendían, y los esnobs —la RAE se acojona con el plural— que no se atrevían a decirle «joder, Stefan, vaya chapa») a otros, publicó su Momentos estelares... que, para mí, que solo soy un poco snob —a lo clásico y british, que me mola—, es un coñazo. Será que no lo entiendo, y no me importa reconocerlo. Si hay un momento estelar al año, no es otro que hacer la maleta para las vacaciones. Es en ese, desde que Iberia no es la única alternativa, sin apenas restricciones de peso ni trampas de última hora a tanto el kilo de exceso, cuando uno se la juega de verdad a rojo o negro: ¿Meto el abrigo, la rebeca, cazadora vaquera; dos trajes de baño o siete; un traje blanco por si me invitan a una boda ibicenca de influencers con poca influencia; camisetas o polos; chanclas, cangrejeras, alpargatas, mocasines, náuticos para hacer el ridículo en el barco que incluye paella; camisas de lino o algodón; manga larga o corta, francesa o tirantes?
Puestos a sudar en la playa, en la cola del bufé —en el que un camarero se afanaba por demostrarme que "tronco de espárrago" no es menos que "espárrago a secas"—, en el chiringuito, en el restaurante ese al que es obligatorio acudir, en la discoteca con DJ —¿Aún quedan discotecas? ¿Aún ponen MÚSICA?—, tengo claras mis necesidades inexcusables: mi cámara de fotos, de las que se cuelgan al cuello y no incorporan modo selfie (autorretrato); material de escritura —libreta, lápices, boli—y auriculares (¿en qué coño queda el rumor del mar si los gritos no te dejan escucharlo?). Y ropa de quita y pon, lavar y secar, como para el camino de Santiago desde Sarria. Todo lo demás me sobra, excepto una terraza privada en la que no exhibir mi desnudez nocturna (la diurna, tampoco, que no me gusta castigar a los noctámbulos como yo con visiones nada motivadoras). En esa terraza, si la paga extra de un maestro se lo puede permitir de año en año, es donde anida mi felicidad: en el silencio de la noche oscura —me suena que lo dijo un poeta romántico—. Si no me preguntan «¿qué hacías despierto anoche a las tres, cuando me levanté a hacer pis?», la felicidad se escribe con mayúsculas.
A la vuelta, no tengo reparo en reconocer que no he visitado playas, calas o calitas; chiringos o chiringuitos; restaurantes o comederos; discotecas o discotocas —ya no tengo edad, ni la tuve, para lo segundo—. Poco me importa lo que se vea, porque no lo expongo. Tampoco pregunto, por si me cuentan lo de la pulsera todoincluido y me toca silbar.
Gracias, Ryanair, aunque solo sea por una cosa: nos has hecho pensar un poco en lo imprescindible —sé que ha sido sin querer, gilipollas no soy, pero te lo agradezco, y perdono que no me dejaras usar el bonobús, aunque tu servicio no sea mejor que el de la línea siete—. Eso sí: el próximo verano, aunque te la sude, pienso viajar en mi coche sin pesar la maleta. Me sobrará espacio, pero no porque tú lo mandes. El cielo no es menos azul, la playa tampoco. No habrá próximas vacaciones estivales con condiciones. En mi ocio mando yo. Que te quede claro.