Si algo echo de menos en estos tiempos que corren que vuelan es escribir y recibir cartas, pero de las de folio y sobre de adhesivo y saliva. La última chupada, en forma de línea quebrada, me sabía a orina de diabético, como a pis dulce, y sellaba el secreto que sería desvelado, Correos mediante, unos tres días después. Comencé a los diez años a cartearme con niñas y mi primera relación epistolar fue con una galesa, Cheryl, que salió de eso que entonces llamamos mailing list en inglés y ahora se llama así en todos los idiomas, gracias a D. Darío, un señor muy moderno allá por 1975, que nos procuró a los de la clase de los listos una amiga para mejorar nuestra gramática. La buena de Cheryl tuvo a bien enviarme una foto que aún conservo, con una camisa rosa asomando bajo un jersey rojo, su sonrisa de pose y un flequillo inclinado. A las pocas semanas de carteo ella se esforzó por hacerme saber que era una niña, remarcando el Miss delante de su nombre, como respuesta a mi osadía e impericia por tratarla como chico. Por entonces yo no había reparado en que había una caligrafía femenina, redonda y rítmica, y otra masculina, más atolondrada y picuda, como el hombre mismo. Ella me contaba su vida en Gales, las hazañas diarias de ir al colegio, y otras más como montar a caballo y nadar, que para mí, muchacho más bien corriente y de provincias, eran algo magnífico, acentuado por sus dibujos explicativos. Supongo que nos aburrimos y dejamos de escribirnos. Pero conservo sus cartas.
Miss Andrews me estrenó en lo epistolar, pero fueron muchas las que me convirtieron en escritor compulsivo e hicieron que destinase las pocas pesetas que caían en mis manos a comprar sellos, si bien mi padre contribuía con su arsenal guardado en la cartera a solidificar mis relaciones. Luisa, a la que conocí en un certamen escolar de grupos de música o teatro celebrado en Madrid, y a la que amé más dolorosa que gozosamente desde las profundidades de mi alma, fue sin duda la persona que más cartas obtuvo de mi pluma, si bien la reciprocidad siempre fue ley entre nosotros, hasta que me traicionó echándose un novio y nuestra amistad se resquebrajó. Que ella tuviera once años y yo trece al comienzo de nuestro amor (o al menos mío, de eso doy fe) no significaba nada. Incluso en ocasiones la vi como madre de mis hijos, de cinco niños preciosos que culminarían una historia de película. Pero los hechos insistieron en ir por otros caminos y tuve que asumirlo entre lágrimas de adolescente, que son igual de saladas que las de niño o de adulto. Ahora ella es una mujer guapísima, felizmente casada y madre de una niña tan guapa como ella, cosa que sé porque soy más pesado que un CD de chill out y conseguí su dirección de correo electrónico el año pasado. Eso es lo bueno de estos tiempos.