Desperté un día de la semana pasada (todos me parecen iguales en verano) con la noticia del muchacho corneado y muerto en los Sanfermines. Sin quererlo, el deceso se convirtió en terreno abonado para una más de las polémicas sobre la fiesta nacional en torno al toro, y los festejos en los que éste es protagonista a la fuerza. En ese solar sin dueño, donde caben todas las opiniones, se juntan y desunen los anti y pro-taurinos; los carnívoros y vegetarianos; los sangrientos y los horchateros; los alcohólicos y abstemios y hasta diría que los machistas y las feministas. Cualquier excusa vale para torear de salón con la muleta de la ley, de la tradición, del todo vale, del no vale nada, del él sabía a lo que se exponía, o de "la culpa es del gobierno".
La ley de prevención de riesgos laborales no cabe, porque correr un encierro no es trabajo. La prueba de la alcoholemia tampoco, porque no se conduce vehículo a motor.
Ocurren, por suerte, menos desgracias de las probables, porque el toro no apunta, sólo se defiende, ya sea en la calle de la Estafeta o en la plaza, pero parece que sólo cuando un morlaco acierta nos echamos las manos a la cabeza. Poner tapones en las astas, al estilo portugués, le quitaría pimienta al asunto, y sin riesgo ni sangre no sería lo mismo. Pero cuando el riesgo hace sangre...
Descanse en paz el joven, ése y el que se mató en la carretera, el que cayó de un andamio o se ahogó en el mar.