lunes, 25 de junio de 2012

ARGIMIRO, CRISTINA Y LA SASTRA.







Aún ando entre condicionales, pasivas y verbos frasales, ese bendito invento británico más pérfido que la misma Albión, pero cuando pretendo concentrarme en la "dramática" inglesa me vienen otras ideas disuasorias. La de ahora tiene que ver con lo que acabo de leer en el blog "Malditos cabrones", cuyo escribidor recuerda las visitas de su médico de familia allá cuando lo llamábamos "de cabecera" y venía a casa a recetarnos inyecciones. Comparto sus vivencias, aunque a diferencia de su galeno, el nuestro era un tipo avinagrado "es muy bueno pero muy serio", y siempre me pareció en edad de haberse jubilado, cosa que no sucedió hasta la abolición de las intramusculares.
Mis recuerdos, que no añoranzas, se mezclan con los del peluquero, la practicanta y la sastra, y conste que entonces ya las llamábamos así sin necesidad de la ley de igualdad y la intromisión de los políticos en las normas de la RAE.
Argimiro era un hombre bajito, de voz grave tirando a ronca y tijera fácil pero errática, que le cortaba el flequillo a raya a mi hermano, y nada más secársele el pelo se le convertía en la gráfica del paro. Usaba una maquinilla de rasurar que nos hacía cosquillas en el pescuezo, supongo que en base a alguna reacción química del metal con la roña morena que yo acumulaba aprovechando los pocos despistes de mi madre en materia de higiene filial.
Cristina era la practicanta, y a muchos años vista la recreo gordita, baja y con la mala leche de un novillero cuarentón. Entraba a matar en corto y por derecho, y nos dejaba la pierna para el arrastre. Mi madre sufría aquellos puyazos como si fueran en carne propia y solía premiarnos con chuletillas de lechazo y patatas fritas cuando estábamos malos, por aquello de favorecernos el apetito. Creo que mi récord de 42,5 grados nunca fue superado por nadie de mi familia, y tampoco la frase, de todo menos alentadora, de mi hermano, que la observaba ponerme paños de colonia en la frente. "Mamá, si con esa fiebre no ha palmado, es que es muy fuerte". Sólo acertó en la primera parte de su dictamen.
La sastra, tercera aparición de esta tarde, también era bajita. Supongo que la media nacional en los años setenta y la dieta de leche en polvo y carne congelada que nos enviaban los argentinos en la post-guerra tendrían parte de culpa, aunque por suerte yo llegué a tiempo de los potitos Bledine. Aquella mujer nos hacía ropa a medida, y aunque mi madre sigue insistiendo en que era una buena profesional, en mi opinión no había sido tocada por los hados del diseño pret-a-porter, por lo que ni recuerdo su nombre.
Y así se nos hacía un domingo post-anginas: disfrazados por la sastra y cojeando por las eras de San Cebrián, tratando de evitar a mi abuelo Serafín, barbero del pueblo, que insistía en retocarnos la nuca y el flequillo.