jueves, 12 de julio de 2012

22 DE JULIO, SANTA MARÍA MAGDALENA

Matapozuelos, 1983. Mis primeras fiestas de pueblo llegaron gracias a la invitación de Pedro, un compañero del colegio. Tuve que disfrazarme de delegado sindical para negociar duramente con mis padres las condiciones y contraprestaciones de aquel inesperado fin de semana a casi cuarenta kilómetros de casa. Cuando alguno de mis hermanos y yo pedíamos una mejora de nuestro convenio, se establecía la lucha de clases, poderes y derechos adquiridos que le es propia a cualquier causa discutible. Mis padres hacían, sin pacto previo, el papel de poli bueno, poli malo, y al final...
Aquel fin de semana conseguí viajar en tren, cenar y dormir fuera de casa, estar de fiesta con mis amigos y compañeros de clase y pasarlo bomba. Una mesa enorme con los padres de Pedro, sus hermanas, su abuela, y mis amigos José (léase Jose, que es como hay que pronunciar a los Josés de toda la vida), Nacho, Jesús, Juan Luis, César y probablemente alguno más, aparte del mismo Pedro, nos reunió en torno al lechazo asado castellano (y no leonés, pese a lo que digan las autonomías). Una sangría - limonada con mucha agua y más canela que el arroz con leche, en los años en los que el alcohol no suponía reclusión mayor para un dieciochoañero, nos ayudaron a dar cuenta de la cena. Recuerdo perfectamente que Nacho se enfrascó en una batalla de "machotismo" con el padre de nuestro anfitrión para ver quién los tenía mejor puestos. La cosa-apuesta consistía en comerse las partes del lechazo más cercanas a la casquería. La lengua, el hígado, el riñón... hasta llegar el ojo. En ese momento, Nacho tiró la toalla y reconoció que era vasco, pero de las afueras.
Corrimos los toros a distancia, recenamos las sobras con baileys y dormimos menos que poco. Hasta pusimos en la cama de Jose, que era Sanmi, un cordero obsequioso de cagalitas y balidos para que le acompañase en su despertar.
Mi padre se acercó, como quien no quiere la cosa, a eso de la media mañana del domingo. Saludó y se fue. Unas horas más tarde regresamos a casa, más hombres, más amigos y mucho más cansados, tras una ceremonia iniciática e inexcusable que se iría sumando a otras en nuestro camino a la madurez.