A estas horas del domingo, cuando escribo, suelo haber terminado de hacerlo, pero a veces hay excepciones. Hoy me dio por escribir con fines lucrativos, es decir, por si me gano algo en forma de premio inverso a la frase bíblica: la mies es mucha... Aquí, en lo de ser premiado, hay más labradores que mies; menos premios que opositores. Me conformo —qué remedio— con ejercitar la pluma para prevenir el Alzheimer.
Cerrado el portátil, fui a leer un rato. Un escribidor con mando en plaza, de los consagrados, a falta de ideas y de dinero, aunque nunca sea suficiente, se permitió regalarnos una clase particular o general sobre el apasionante tema: "la ensaladilla, motor de mi cuenta corriente". Por lo leído, pertenece a una asociación de "prohombres defensores de la pureza de la ensaladilla", que es menos rusa que la montaña y Demis Roussos juntos. Que si huevas no, atún sí, guisantes nunca, melva depende... Todo un apasionante ejercicio de nadería en pos de la excelencia pecuniaria.
A principios de este mes comí en un restaurante de San Sebastián, regentado por una joven mujer rusa. Su ensaladilla, supongo que rusa de verdad, con la dosis de invención que se acostumbra en estos tiempos, tenía huevas de esturión y codorniz escabechada. Como nunca he cruzado la frontera, no tengo idea de cómo es la verdadera ensaladilla rusa. Lo que tengo claro es que me encantó su receta, no sé si innovadora, pero suculenta.
También me queda claro que algunos le echan mucho morro a lo de ganarse las vidas —la primera la tiene ganada hace años— contando gilipolleces. Puede que yo también lo haga, pero gratis.