A veces creo que mi cabeza funciona como las cookies de internet, que pasan factura a 30, 60 y 90. Por algún motivo ajeno a la informática, o no tanto, saltan recuerdos relacionados que se me ofrecen como para comprarlos en un almacén de segunda mano.
El domingo 12 de febrero, entre toma y toma, recibo. Quid pro quo. Pese a la intensidad del trabajo, que requiere de toda la atención que un hiperactivo puede concentrar, se me va la cabeza, afortunadamente no muy lejos. A los pocos metros que separan la iglesia de San Ciprano (que la web se obstina en ubicar "en el centro del pueblo") de la casa de mis abuelos maternos (de punta a punta, no es tanto en San Cebrián) suceden cosas de nuevo, un deja-vu de mentira, porque sucede lo que ya ha sucedido, no esa trampa del cerebro que cree haber visto lo que no: la entrada en la calle polvorienta y sembrada de cagalitas de oveja que creí aceitunas gracias a mi hermano hasta que las probé, nada que ver; el portazo -¡coño, cerrad con cuidado!- en el SEAT de turno cuando un SEAT era un coche (un FIAT clonado antes de que FIAT y SEAT clonasen la misma vulgaridad); el descenso de cinco críos en pos de los abuelos; el posterior de mis padres; los besos de Felisa, mi abuela, permanentemente enlutadita en su metro y medio escaso por los hijos que no llegaron a medrar; los de mi madre y los menos efusivos pero tan sinceros de mi padre, nada besucón; "no os esperaba" -Felisa-, "si quiere nos vamos" -Fernando, llaves del 600, 1500, 1430 o 132 en mano, siempre de usted-, "no, hijo", -Felisa asustada, sin captar la retranca de mi padre, hereditaria y eterna-; el "id al teleclub a que os convide vuestro abuelo, Serafín"; la carrera hasta el bar social, las fantanaranjas a tres pesetas y la cerveza "aguiladoradaoimperial" (se extinguió el águila, o casi) a cinco, o al revés; las partidas de tute o dominó; las pastas en la casa-tienda de la tía Anastasia ("ya vendrá mi abuela a pagar"); los caramelos rellenos de Tardá en el bar de la señora Ramona... todo lo que un forastero (pero "hijo del pueblo", que servía a mi padre para cazar codornices y perdices en los cotos junto a los Manolos, Alonso y Cuadrado -tío-abuelo de mi osteópata-, que lo trataban con camaradería) podía esperar.
En ocasiones llevábamos a algún primo, de Serafina o Chonita, saltando las leyes de la policía, como sorpresa. Otras ya estaban allí, en su "erreseis" azul o su "sport 1600" (las menos). Más ruido de primos que aún se quieren, más jamón del sobrao, más huevos en plato de porcelana con borde azul. Más futbolistas en la era. En verano venía la francesa, Maricarmen, con Josemari, vascofrancés guapérrimo, igual que sus hijos, en un Citroen; sus hermanas Celia, Felisa (serio su marido, pero cariñoso), o los de Santander en su Renault 20 posterior al Austin rojo en cuyo maletero nos amontonábamos. El de Rioseco, con Santi y Pili. Primos y más primos, tíos y más tíos, besos y más besos.
Allí me puse piripi a sangría (mi primer piripismo, Cipri mediante y Fernando terciante, con algún sorbo despistado) por primera vez en la peña de mi prima (como los gitanos, en los pueblos pequeños casi todos somos primos) Esperancina, que nunca será Esperanza, porque esa es su madre, la que ahora es nonagenaria y siempre cultureta (en el mejor sentido de la palabra), que cantaba en misa y dirigía el coro, con D. Isidro, el cura chiquitín añorante de la transustanciación bajo la sotana con mil misas nada mozárabes, entreteniendo la espera mística hasta que la vinagera vertía el poco vino que habría necesitado para hacer sus homilías más amenas y audibles, que parecían en latín vulgar y corriente. En la ermita de Santa Marta le ayudé, gracias a mi titulación de monaguillo capitalino, él de espaldas y yo de frente (cada uno con su concilio), muerto de vergüenza sin saber dónde mirar, y él bajo el sonido de la esquililla, "échalo todo" (el vino, de un botellín en miniatura de brandy 103, 501 o soberano, que era y es cosa de hombres muy hombres, o curas muy curas). Luego la comida: mi padre colocando las chuletillas de lechazo (después supe que no había que confundir churras con merinas, y así sigo dudando) como un arquitecto casando sillares a ojo sobre la parrilla, más reluciente que la RAE; mi abuelo poniendo pegas hasta que las probó, ya se sabe, discusión padre-hijo (aunque fueran políticos legaban a abrazarse un poco) antes de la política moderna; mi mancha en la camiseta azul tras subirme en la morera centenaria (la mancha de la mora...); la vuelta a casa impregnados de besos...
Parcial: sólo fue un vídeo de cuatro minutos grabado en seis horas.
Total: fueron muchas más cosas, minutos, horas, días, años...
Fotografía: Ángela Vizcaíno, con permiso expreso. "Cuarteto muzikanten en actitud oranten".
En ocasiones llevábamos a algún primo, de Serafina o Chonita, saltando las leyes de la policía, como sorpresa. Otras ya estaban allí, en su "erreseis" azul o su "sport 1600" (las menos). Más ruido de primos que aún se quieren, más jamón del sobrao, más huevos en plato de porcelana con borde azul. Más futbolistas en la era. En verano venía la francesa, Maricarmen, con Josemari, vascofrancés guapérrimo, igual que sus hijos, en un Citroen; sus hermanas Celia, Felisa (serio su marido, pero cariñoso), o los de Santander en su Renault 20 posterior al Austin rojo en cuyo maletero nos amontonábamos. El de Rioseco, con Santi y Pili. Primos y más primos, tíos y más tíos, besos y más besos.
Allí me puse piripi a sangría (mi primer piripismo, Cipri mediante y Fernando terciante, con algún sorbo despistado) por primera vez en la peña de mi prima (como los gitanos, en los pueblos pequeños casi todos somos primos) Esperancina, que nunca será Esperanza, porque esa es su madre, la que ahora es nonagenaria y siempre cultureta (en el mejor sentido de la palabra), que cantaba en misa y dirigía el coro, con D. Isidro, el cura chiquitín añorante de la transustanciación bajo la sotana con mil misas nada mozárabes, entreteniendo la espera mística hasta que la vinagera vertía el poco vino que habría necesitado para hacer sus homilías más amenas y audibles, que parecían en latín vulgar y corriente. En la ermita de Santa Marta le ayudé, gracias a mi titulación de monaguillo capitalino, él de espaldas y yo de frente (cada uno con su concilio), muerto de vergüenza sin saber dónde mirar, y él bajo el sonido de la esquililla, "échalo todo" (el vino, de un botellín en miniatura de brandy 103, 501 o soberano, que era y es cosa de hombres muy hombres, o curas muy curas). Luego la comida: mi padre colocando las chuletillas de lechazo (después supe que no había que confundir churras con merinas, y así sigo dudando) como un arquitecto casando sillares a ojo sobre la parrilla, más reluciente que la RAE; mi abuelo poniendo pegas hasta que las probó, ya se sabe, discusión padre-hijo (aunque fueran políticos legaban a abrazarse un poco) antes de la política moderna; mi mancha en la camiseta azul tras subirme en la morera centenaria (la mancha de la mora...); la vuelta a casa impregnados de besos...
Parcial: sólo fue un vídeo de cuatro minutos grabado en seis horas.
Total: fueron muchas más cosas, minutos, horas, días, años...
Fotografía: Ángela Vizcaíno, con permiso expreso. "Cuarteto muzikanten en actitud oranten".