Mi esposa acaba de llegar de Barcelona. Le tocaba -por primera vez, que yo sepa, un finde a su aire. Duerme después de comer. Aprovecho su descanso para servirme otro whisky sin su mirada inquisidora. El ordenador me espera -aunque creo que la paciencia no es virtud informática- con el word abierto. La culpa es de Verónica, mi documentalista de cabecera, la novia de Alfonso, un amigo de hace años con el que compartí coros antes de que él y Mónica se hicieran profesionales y los demás nos quedásemos habitando el limbo de los mediocres. Poco aprendimos. Anoche Verónica me retó a escribir un relato para un concurso de RNE, un folio, un A4 en formato sin especificar ni interlineado explícito y un premio que cuesta veinte euros. En ello estoy, no por el premio, un libro asumible para mi economía de maestro, sino por la gloria de escuchar el veredicto, pobreza suma.
De aquel coro salieron Eduardo, con fama efímera y más que justa (una grabación con Plácido Domingo, del que Mónica tiene su opinión más que fundada, lo atestigua: treinta segundos exactos en la Herodiada de Massenet); la misma Mónica -mi sobrina-prima- y Alfonso, tenor reconvertido en bajo profundo por mor de la fisiología. Haber sido pianista acompañante de los tres en ensayos, bolos y bodas me llena de vanidosa alegría. Juan Ignacio, el del 727, se quedó atrapado en el triatlón por no atreverse a ser Michael Bolton, que lo era y bien lo sabe. Los demás éramos dignos chicos de relleno, que tampoco es mala cosa. Cantar y cobrar. Fernando ¨Niceface" sucumbió a la llamada de su voz con tardanza, pero ahora la disfruta.
Mi sufrida y sufridora esposa ha convertido parte del regalo de cumple -billetes usados y sin marcar- en regalos para su marido y nuestra hija. Es así.
No sé de qué iba a hablar pero es domingo y me tocaba escribir algo.