domingo, 21 de enero de 2018

TOMÁS HOYAS, IN MEMORIAM

Era muy tarde, al filo del cierre, cuando entramos en Harlem, el bar del que luego Leo tomó su apellido artístico. Supongo que alguien le diría "Coño, Leo: te podrías ganar la vida haciendo lo mismo pero con un sueldo mejor que el de camarero" porque el puceleonés ya era monologuista profesional mientras servía copas y cuando jugaba al fútbol con el equipo de la facultad de derecho. Y acertó quien se lo sugiriese. 
Veníamos de dar un concierto con el Trío Germán Díaz, que éramos el mismo Germán más Eugenio, el abuelo chino, y un servidor. La costumbre, que figuraba en contrato verbal, era cenar después de cada bolo, siempre copiosamente y con abundancia de bebidas espirituosas, a cargo del titular de la formación. 
-El trío desapareció porque no me gusta cantar y me salíais muy caros con las cenas, -me comentaba Germán esta misma semana.
El niño tenía y tiene un hocico de perro con pedigree para los vinos y cuando uno no le gustaba lo bautizaba como "Viña Ardores", pasando directamente a la fe de erratas de la guía Parker. 
Toño, que también merecería el mismo apellido que Leo, andaba tras la barra con cara de cansado, pero nos atendió con buen talante, imagino que porque Díaz abre todas las puertas. Del fondo del local atronó una voz de bajo más profundo que las fosas marianas:
-Antonio: otro gin-tonic.
-Joder, Tomás, vete a casa, que me caigo de sueño.
El tal Tomás era un tío con pelo rizado al que yo conocía por un programa de la televisión local, en el que entrevistaba, creo recordar, a personajes del ámbito cultural. No sé por qué, quizá por envidia, pero Hoyas no era santo de mi devoción. Y tuvo la mala fortuna de pillarme con demasiado alcohol en vena, arteria y capilares. Eugenio y él habían cantado en un coro hacía años y se saludaron. La verdad es que le gasté las mismas bromas que a cualquiera, pero como no me conocía no le hicieron gracia, cosa que entiendo, porque me pilló pesado, muy pesado. Cuando nos despedimos en la plaza de San Miguel, me dijo:
-¿Yo qué te he hecho?
-Pues nada, hombre ("buesdadahobbre, hics").
Volví a verlo en el Café España el día en que Germán presentó su disco de canciones de la guerra con Antonio Bravo, la "brigada Bravo y Díaz", pero rehuyó mi mirada conmiserativa. No le culpo, faltaría más, porque el culpable era yo. Lo busqué en facebook para pedirle perdón por mi noche patosa pero el bueno de Tomás no debía de tener perfil público en las redes por aquel entonces. Siempre me quedó la mala conciencia, y aún permanece, por haberme portado como un gilipollas con Hoyas. 
Esta semana leí la noticia de su fallecimiento y lo sentí mucho. El estómago me recordó que estaba en deuda con él. No sé si con estas líneas conseguiré que me perdone, aunque trato egoístamente de limpiar mi conciencia. 
Descansa en paz, Tomás. Y no me guardes rencor. Te confieso que leía tus artículos de prensa y me gustaban -aunque nunca dejé de acordarme de la mala noche que te hice pasar- y eran un recordatorio semanal de que las cosas hay que hacerlas en vida, como pedir perdón, dar gracias y decirle a las personas que las queremos o mandarles flores cuando aún pueden olerlas. Créeme que lo siento en el alma: lo de haberte tratado groseramente sin motivo y que te hayas ido sin avisar -tiécojó-, sin darme tiempo -más tiempo- para pillarte en el Harlem e invitarte a un gin-tonic, aunque el bueno de Toño ya no estuviera para ponerlo. Quizá sea lo único positivo: que os volveréis a encontrar y como allá no hay prisa por acostarse podréis darle a la lengua por gorda que esté a deshoras, como la mía torpe de aquella noche.