Lo malo de escribir
como "free lance", sin editor, por pura afición, es que hay que
imponerse cierta gratuita disciplina y muchos días no apetece, no tienes el cuerpo para
jotas o simplemente estás cansado. Lo peor, muchísimo peor, es que suceda algo
que te meta en la rutina a la fuerza, sin querer. No es este, pese al prefacio, un
escrito rutinario, ni funcionarial -no me pagan ni a mes vencido- porque no soy
funcionario de nada ni nadie espera que escriba, tampoco yo mismo. Por eso no me compensa la excusa. Me lo piden
el cuerpo y las tripas, aunque llevo días demorándolo -se resiste el alma- como
si de esta forma se pudiera esconder el hecho que lo provoca.
Begoña, mi prima, la mayor de los Alonso Gómez, llevaba, llevabas unos cinco
años disimulando, por humildad familiar y generosidad personal. Desde tu
atalaya del metro sesenta de mujer bien hecha, cuestión de perspectiva, que la
altura no se rige por el sistema métrico decimal, optaste por la natural
discreción, -no sorprenderá a quienes te conocen-. La última vez que nos vimos, en la
comida de primos, no tuviste un momento visible de debilidad, aun sabiendo que casi habían sonado los tres timbrazos que preceden a la película, en tu
caso los que anunciaban que se apagarían las luces. Algunos ya teníamos noticia
de tu enfermedad, aunque no del estado avanzado y sin remedio. Ahora creo
entender las prisas de Fernando, uno de tus hermanos, factótum de la
reunión, junto a Rebeca, otra rama del árbol genealógico, por juntar a los herederos de los Gómez San José: una elegante
forma de despedirnos sin flores -perennes- de por medio.
Suelo decir que las flores hay que regalarlas en vida, cuando el homenajeado
pueda disfrutarlas. Nuestra querida Begoña era, aquella tarde de agosto, muy
probablemente a sabiendas, la estrella de la reunión y así se mostró sin
demostrarlo: simpática, cariñosa y discreta. No dejo de envidiar a sus
hermanos, muy gitanos, como reconocían Alberto -el raro de los Alonso, como yo
de los González, que tenemos algo de Gómez, y aún más de San José
(retranca fina), los apellidos que nos unen- y Carlos por su forma de dar
ejemplo como familia contagiosa. Todos los consortes, a medida que firmaban
contratos matrimoniales, y descendientes se fueron sumando al
irreprochable estilo "marca de la casa", que es mucha marca sin
copyright, ni falta que les hace. Una familia, la suya, con clase -ni mucha ni
poca, la clase es clase, un todo sin cuantificadores-: no la que ostenta marcas y
estereotipos con logo pijo en la camisa, el que falsamente iguala a los
distintos-. Solo -¿solo?- son unos tíos y tías de una pieza: currantes,
amables, bien educados, formados (no ahormados), hijos de un pueblo de por ahí,
perdido en los Torozos, aunque tenga catedral -de facto- mozárabe. Qué jodíos. Y
sin daros un pijo de importancia.
Ya sé, Begoña querida, que más lo sientes tú, o lo dejaste de
sentir. Todos nos vamos o acabamos por irnos. Pero unos pocos elegidos por Este
o por aquel, va con creencias, seguís aquí. Y los de aún por acá lo seguimos
sintiendo en el alma, las tripas, el estómago. Menudos hermanos, madre, padre y
descendientes tienes, hija -pucelanos somos-. Volverás loco a Caronte, yendo y viniendo de margen a margen del río. Estás en ambas.