A punto de hacer las maletas, no he querido olvidarme de un episodio casi perfecto que sucedió hace apenas veinte años, que no es nada, qué feliz la mirada...
Una de las actividades programada en aquel intensivo de inglés en Dublín era el workshop de danzas irlandesas. Creo recordar que era una academia de baile donde nos citaron. Algunos de los chavales esperaban sin ningún interés mientras sus walkmen escupían música de diferente estilo, pero muy alejado de lo gaélico o similar. La entrada de los bailarines apenas despertó cierta curiosidad hasta que pude oír algunos comentarios entre los chicos, es decir, varones, sobre una de las danzantes. Levanté la vista y ahí estaba ella: no exagero al decir que era muy probablemente la mujer más bella que he visto en mi vida, al menos tan cerca. Por eso no dejé de seguir todos sus movimientos, hasta el punto en que nos invitaron a formar parte de la coreografía que para entonces yo me sabía de memoria. Esperé a que pasara a mi lado y tuve que espantar a un par de estudiantes de mi grupo, que pretendían saltarse la norma jerárquica no escrita de que la guapa es para el jefe. Ella me ofreció sus manos, me explicó brevemente lo que había que hacer y comenzamos a danzar en círculos, un pie delante, ahora el otro, media vuelta, manos atrás... Su sonrisa perenne adornaba sus palabras, que salían envueltas en seda, y yo imaginaba interminables conversaciones frente a la chimenea, en un perfecto inglés con el acento cantarín de Irlanda, bebiendo paddy, guinness, o agua del grifo, y sin dejar de mirar sus ojazos, sus dientes perlados y aquí detengo la descripción - ensoñación, porque el blog para adultos no es este.
Pero como no hay hechizo eterno, y todos los encantamientos tienen su antídoto, quiso el baile que ella no pudiera ocultar por más tiempo el elixir que borraba la memoria futura: al levantar el brazo derecho (tanto daba que fuera el otro) para hacer una figura y guiar el mío tras su cintura, un más que penetrante olor alcanzó mi fina nariz de sabueso y a punto estuve de perder el equilibrio. Supongo que mandar al tinte el traje de época era demasiado lujo, y aquellas telas gruesas concentraban los sudores de muchas danzas más los recientes y el del mismo día. Así que la chimenea, las bebidas espirituosas a la luz de la luna o del sol veraniego que no se acaba de ocultar en la verde Irlanda desaparecieron, borrados por la incontenible fuerza destructora de aquella linda axila que se había convertido en devastador sobaco.
Siempre que lo recuerdo sonrío, como ahora mismo. Y mi ensoñación idílica no empieza en la alfombra al calor de los troncos, sino un poco antes... con ambos en la ducha.