sábado, 11 de septiembre de 2010

TARDE DE FERIAS

El sábado es un día esperado, mítico para algunos que estrenan camisa, y para mí jornada de asueto y pereza. Me despierta cualquier ruido que no sea de reloj, desayuno con calma más que chicha (bueno, desayuno menos que chicha, pero con calma), me aseo como si pretendiese salir a ligar, y como con menos prisa que un ministro (español, claro) por devolver su cartera.
Hoy, sábado de ferias, tocaba comida suegril, coincidente con llegada de cuñado en el exilio marital (esto es un chiste privado que no pienso explicar).
Antes de comer, hay que comprar comida para peces (no es que mi suegra nos alimente con pienso para truchas, es que tenemos una carpa dorada que es roja, cosas de la transgénesis daltónica). La joven nos advierte de que tener mascotas crea adicción, y ella tiene varios perros, peces, hijos y un marido (transcribo literalmente). De regreso al aparcamiento, mientras observo lleno de desconfianza el bote de comida en escamas, nos nubla vista y oído un automóvil naranja (cuando digo naranja es todo naranja menos el conductor, que es oligofrénico, aunque sé que eso no es un color). Sus derrapes y banda sonora (flamenquito guapo) se confunden con el sonido de las casetas de feria y el olor del aceite largamente quemado como bañera de gambas, croquetas (e incluso "cocretas") y torreznos. Mareado por el summum de organolepsia, (qué asco me doy cuando me pongo pedante, a este paso me ganaré un Planeta o Nadal no tardando mucho), me hundo en el sillón de mi coche, que es apenas esqueleto (coche y sillón, de puro viejos), y de paso me clavo la cartera en el espacio internalgar (creo que tengo la visa en parada cardio-respiratoria).
Fernando Alonso consigue la "poulposision" mientras mi suegra y yo cortamos un traje acá y allá, y los comensales van llegando del bar que un día fue y ya no es (propiedad de mis suegros, que hay que contároslo todo). Una cuñada está como mermada, no interviene, no tulle, menos mulle, no digamos ya julle o frulle (por decir...). Su esposo (o ex-poso al paso que vamos), disfruta de la comida y tras un café y unos whiskies nos despedimos casi todos, con profusión de besos en mayor o menos medida.
Paro en el supermercado, donde una dependienta me cede el paso amablemente. Tras un forcejeo verbal reconoce que, si no paso yo primero, la puerta automática no se abre. Interesada, le digo. Práctica, responde.
Pago mi compra, no poseo (confieso avergonzado) tarjeta Día, ni Carrefor, ni Hipercour (o al revés), ni Gadis ni lechis. Pues me pierdo el descuento.
A la salida me detengo, deseoso de adelgazar, ante un cartel en escaparate adyacente: "Club deportivo y cultural Niara, (www.niara.es, pincha y verás), actividades deportivas y culturales (sobresaliente el diseñador del cartel), ayuda al estudio. Me sonrío: sé que empiezas entrenando y acabas de ejercicios espirituales en Torreciudad.
Cojo el bus, tomo asiento al lado de una voluntaria de Cruz Roja que huele a colonia. Suben dos jovencitas con sandalias de tacón, uñas de colores y ropa de... llorar.
- Supongo que estaréis hartas de atender esguinces de tobillo, -le digo a mi compañera de al lado.
-Ni te imaginas.
-Espero que más que comas etílicos.
-Afortunadamente sí. Prefiero poner tenso-plast que limpiar vómitos.
Risitas cómplices.
Casi al llegar a casa, oigo percusiones. Me acerco con la esperanza de que sea una comparsa de tamborileros. Una bandera española con texto "Taurinos asesinos" frente a varios miembros de la policía nacional me da la pista. Entre los manifestantes ruidosos reconozco a un amigo de hace muchos años, con el que compartí mesa y mantel varias veces. Y aparece Elia, que está pero no está, y charlamos un rato entre risas. Nos despedimos, con su promesa de no cenar solomillo (al menos esa noche) y otra mujer con pancarta de toro sangrante, que confiesa que ella es antitaurina pero menos: al esposo sí se le puede maltatar. Le comento que la foto que porta es antigua, y contesta que a los antitaurinos les vigilan mucho en las plazas de toros y así no hay forma de sacar fotos. Le sugiero que se vista de mantilla, o como poco de Tous y haga la foto como si tal cosa. Me da las gracias. De nada. Cada uno en su lugar.
Casi llego al portal, pero veo a Marta y una amiga, funcionarias de limpieza, tomando un café. Entro, las saludo, conversamos un rato largo, pago su café (que en realidad son dos cañas, pero no lo digo por si es motivo de sanción) y subo a casa. Mi portero y su perro suben conmigo, otra charleta y por fin at home.
Y me pongo cómodo, que es mi forma de decir que me visto para estar en casa, enchufo el ordenador, y me da por contar todo esto en mi blog, que además es verdad.

Pd.- Dedicado ( en estricto orden de aparición/in strict order of appearance) a la vendedora del pet-shop de Vallsur, al colega del monovolumen naranja con sub-woofer de 1000 watios, a mi suegra y su lechazo asado, a mi cuñada Bajita, al club Niara, a la dependienta (quizá aquí debería decir dependiente) del Lupa, a la miembra de Cruz Roja, a las dos jóvenes con tacones, a los antitaurinos, (Elia, Santi y una mujer sin identificar), a Fernando (my man in Mondoñedo, que sabrá en qué lugar del relato ubicarse), a Marta y Henar, probas trabajadoras del servicio municipal de limpieza, a mi portero y su perro.
Sólo habría faltado una pelirroja con medias de colores bailando en mi salón, y la tarde habría sido perfecta.

martes, 7 de septiembre de 2010

EL HOSPITAL DE CAMPAÑA PARA GRANJAS DE CAPONES

Como quedó aparcado y prometido a finales de agosto (o sea, cuando dejaba de estar a gusto), prosigo mis relatos seriados sobre la Caponería Fina, que si no dan que hablar, espero que al menos den para leer un poco y culturizarse.
Uno de los males que aún acechan a los seres vivos y al que no se ha encontrado remedio, es el de la pérdida de la propia vida, que interrumpe el devenir diario del bicho viviente y lo convierte en un ser antipático que ni produce (excepto abono y gases), ni da conversación ni nada. Vamos, que se muere. Esta hasta ahora invencible cualidad del ser vivo, la de dejar de serlo, no es ajena a los capones, unos polluelos alocados que cacarean y picotean mientras les dura la existencia. Pues bien, es decir, pues mal: un par de nuestros mimados y sanamente alimentados gallitos han pasado al limbo de las aves, por causas naturales. Lamentamos la pérdida, aprovecharemos lo que se pueda y proseguiremos con la cría del resto, que roza la treintena, no de años sino de ejemplares.
Es este motivo el que nos ha hecho embarcarnos en la construcción de un hospital de campaña para casos urgentes, en el que no pueden faltar unas camillas de pajas en las que reposar, (qué gran amiga de la humanidad, cuánto bien ha hecho la paja y el mismo pajar, loemos a ambos), un equipo de música de 300 watios, una nevera con ginebras de importación, un televisor de plasma de 100 pulgadas y unas viandas. Y para los pollitos, un desfibrilador.