sábado, 3 de diciembre de 2016

REAL DE STOP O MANNEQUIN CHALLENGE (P´A HABERLO SABIDO)


Cuando era pequeño solíamos jugar al “real de algo”, ya fuera “de alto”, “de stop”, “de pillar” o variantes similares. Supongo que real era sinónimo de juego. No había entonces, o no se manifestaban, los alternativos así que no se planteó modificar el nombre por “republicano de stop”, ni siquiera en los colegios “del estado” cuando dejaron de ser gobernados por la mano férrea, temblorosa en sus últimos tiempos, del caudillo. Así éramos de conformistas, o poco reivindicativos, los niños de entonces, pobres de nosotros, sin nintendos ni playstations, abocados a ver a Gaby, Fofó, Miliki y sus secuaces (esos hijos enchufados) en la única y bifurcada cadena de televisión que además era pública y doctrinal, con sus mensajes políticamente incorrectos, en los que una niña no podía jugar porque tenía que barrer y rezar, una gallina era exprimida, un ratón se alimentaba de dulces sin consultar a su dietista o unos chalados conducían un coche que no había pasado la ITV, “pero no me importa, porque llevo torta”, vaya con los letristas y sus justificaciones. La cosa consistía en jugar, que pensar era para los mayores (los menores de hoy en día no dejan de ser calcomanías o “calcamonías” de sus padres y la tele que ven o la prensa que leen estos). Hoy mismo he asistido sin asombro a la transustanciación de “el país” al convertirse en “el mundo”, refiriéndose a un padre que pide ayuda para su hija, que padece una enfermedad rara, algo sospechoso para los primeros y diáfano para quienes suelen sospechar de todo y “se documentan”, huelga decir que los segundos. También existía “la cadena”, o “policías y ladrones” (“polis y cacos” de hoy) que, siendo un colegio masculino, no contemplaba, afortunadamente, la variante guay de “polis y cacas” (aún no he leído nada sobre cacofonías anti-feministas).
Viene esto al caso, si viene, porque recientemente alguien ha inventado lo que llaman “mannequin challenge”, que consiste en grabar un vídeo con personas inmóviles y colgarlo en la ubicua red para cosechar “megustas” y ganar no sé qué premio. Habría que recordar a los preclaros inventores del asunto que eso ya estaba inventado, solo que sin grabación, porque pocos tenían una cámara de super-ocho (la de mi padre era de ocho sin el súper y tenía la manía de filmarnos, sin subvención, cuando íbamos a bañarnos a Viana de Cega, a pescar o merendar) y tampoco había dónde publicarlo.
Definitivamente: me estoy haciendo viejo.

jueves, 1 de diciembre de 2016

NUEVA YORK, CAPÍTULO DOS.


-¿Quién actúa? –preguntamos a coro, que para eso habíamos cantado juntos en el de la UVA y en otro de cámara al que llamábamos “Coral pro-novias” porque casi sólo armonizábamos (que es como se dice en fino) bodas, y se tenía que notar la sincronización, digo yo.
-Un español que está empezando –contestó Eduardo sin soltar prenda.
Nos citamos en su escuela, pensando que sería en el mismo auditorio, pero de allí nos llevó a otro más grande que no estaba lejos: el Metropolitan. El ambiente era de postín, con señoras y señores engalanados, lo cual nos llamó la atención.
-¿Y estos van al mismo concierto?
-Sí, claro. Es la premier y suele haber gente importante.
Recuerdo que entramos al lado del embajador escocés, ataviado con el típico kilt, y el hall parecía el del anuncio de Ferrero Rocher. Con la emoción habíamos olvidado mirar el cartel (también cambiarme de zapatos, que lucían una capa de polvo como para avergonzarse) pero salimos de dudas al verlo dentro:
“Lucia de Lammermoor: Edgardo: Alfredo Kraus…”. No pude leer más, porque se me saltaron las lágrimas y me abracé a Eduardo para darle las gracias, poniéndome de puntillas, porque el amigo Del Campo mide como un metro noventa.
-Ya sabía que te haría ilusión.
Desde luego que lo sabía: habíamos pasado muchas tardes en mi casa escuchando zarzuelas y óperas interpretadas por Kraus, que era mi favorito por influencia paterna y después improvisábamos arias y romanzas con mi piano y la vozarrona de Eduardo, que hacía a todo, y se atrevía con obras para bajo, barítono y tenor, aunque fuera forzando. Luego se quedó en el medio, donde sacaba todo su potencial. Mi padre asistía encantado a los conciertos caseros.
La entrada no daba derecho a asiento, sino a una barandilla de terciopelo rojo en el cielo, o sea, el gallinero, desde donde el escenario parecía más lejano que el estadio de los Yankees. Después de la obertura entró en escena Edgardo y el público se puso en pie aplaudiendo antes de que diera una sola nota. Eduardo me miraba de reojo y yo no quitaba los míos de Kraus. Sin embargo algo me mantenía tenso. Durante el descanso salimos al ambigú, que se dirá como se diga en inglés americano, lo mismo ambigoo.
-¿Estás desencantado?
-No sé, es que lo he notado frío. Será por la distancia.
-Ya. Suele salir así. El tío no calienta la voz antes. Lo hace durante el primer acto.
-¿Eso es lo normal?
-Para Kraus sí. Ten paciencia.
Sonaron los timbrazos y regresamos a nuestro sitio, que no asiento. Cuando apareció Edgardo de nuevo se hizo el milagro: esta vez su voz sonaba como yo la recordaba: limpia, metálica, brillante. Entonces se me erizó el vello, que es mi forma de decidir si me gusta o no, como un resorte automático que suple mi falta de conocimiento de muchas cosas.

Fue en abril del 93, exactamente el día 2: Alfredo Kraus en directo.

Al día siguiente volvimos al MET para ver una traviatta dirigida por Plácido Domingo. Tras el espectáculo bajamos a saludar a la soprano, una chilena encantadora llamada Verónica Villarroel, a la que Eduardo conocía. Hicimos cola mientras se desvestía (no había forma de entrar antes) y nos recibió sentada en su camerino, con una bata brillante, mientras su peluquera deshacía el tocado. Eduardo bebió un par de vasos de agua de uno de esos depósitos que antes sólo veíamos en las películas.
-De aquí han bebido Kraus, Domingo y Pavarotti. A ver si se me pega algo –dijo riendo y casi atragantándose.
-¿Y yo, qué le digo? –pregunté a mis amigos por lo bajini.
-Algo bonito, hombre –terció Juan Ignacio.
Nuestro amigo cantante hizo las presentaciones y Verónica nos ofreció su mano.
-Ha estado usted magnífica –fue la cursilada que se me ocurrió, todo ruborizado, y sirvió para que Juan y Eduardo hicieran chanza más tarde de mi acento afectado.
Al día siguiente comimos con ella, su novio, que era el director de escena y algunos cantantes más. Un lujo asiático, porque fue en un restaurante filipino…
Ahora que lo pienso, aprovecharé el puente para buscar las entradas, que estarán por algún lado.



De remate, acompañamos a Eduardo a una audición en otro teatro y le dieron el papel. Juan Ignacio se apuntó a una carrera por Central Park y quedó cuarto entre cientos de runners. La speaker del evento no daba  crédito cuando, al entregarle su trofeo, leyó de dónde venía.
-¿Valal-dolid? -preguntó la muchacha con una pronunciación tan extraña que sonó casi árabe.
-Valladolid, España -respondió mi amigo, leonés de tierra de campos afincado en Pucela.
-No imaginábamos que tendríamos participantes del otro lado del océano -comentó la joven.
Regresamos al hotel para hacer las maletas, porque se acababan las vacaciones y había que volver.
Yo no gané nada: ni un papel ni una carrera. Sólo grabé un vídeo e hice muchas fotos con la Nikon de Fernando, mi hermano. Lástima de zoom...