Hace cien años nació Frank Sinatra, un estadounidense de origen italiano, en Hoboken, Nueva Jersey. Para un hombre al que perforaron un tímpano durante el parto, dedicarse durante casi sesenta años a cantar con semejante clase y gusto no es poco. Parece que se restableció, afortunadamente. Como no me consta que en aquellos tiempos se utilizaran afinadores electrónicos de estudio, lo suyo tenía mucho mérito.
Indefectiblemente, cada vez que pongo un disco de Sinatra (y en muchas más ocasiones) me acuerdo de mi padre. Ni en casa ni en el coche faltaba nunca un cassette o un CD de Frank, así que puedo afirmar que crecí en su compañía.
Muchas tardes mi padre se acostaba en el tresillo del salón, mientras yo practicaba en el piano los estudios de Czerny, "El clave bien temperado" de Bach o las sonatinas o sonatas de Clementi, Mozart o Beethoven. Él se aburría tanto como yo y a poco de empezar me soltaba desde el otro lado del salón:
-Oye, chico, ¿sabes esa que va y que dice...? Y empezaba a tararear "Strangers in the night", "My way" o "New York, New York".
Yo cambiaba de estilo, poniendo cara de fingido fastidio, aunque felizmente liberado por imperativo paterno y le complacía tocando de oído lo que me iba sugiriendo Mi madre no tardaba en entrar en la habitación para reprenderle.
-Fernando, que el niño está estudiando.
-Bueno, sólo una -respondía él, aguantando las risas.
Al final eran varias, que en no pocas ocasiones terminábamos cantando, cada uno con su inglés, hasta que mi padre se dormía y yo cerraba la tapa del piano para dejarle reposar la comida, probablemente soñando que era Frank Sinatra con una caña de pescar, cantándole a las truchas del Pisuerga palentino o el Hudson newyorkino (si bien las americanas arcoiris eran bobaliconas comparadas con la trucha común y para mi padre suponían un contratiempo cada vez que pescaba una de las no autóctonas, que identificaba sin disimular su desencanto en cuanto mordían el señuelo en forma de mosca, seca o ahogada).
Dos o tres veces por semana me tocaba repetir en las clases particulares de María Jesús, mi profesora, lo poco que había estudiado en casa. Aprovechaba los cambios de obra para incluir los grandes éxitos de Sinatra, lo cual acarreaba bronca.
-Eso no entra en el programa, -protestaba María Jesús, más por obligación que convencimiento, porque sé que le encantaba escuchar mis interpretaciones, aun siendo contrarias a lo estipulado.
-Es que a mi padre le gusta.
-Pues hablaré con tu padre -sentenciaba en tono amenazante, al tiempo que insistía en que repitiera unos cuantos compases de la obra obligada, esa que todos los aspirantes a pianista teníamos que tocar en el examen.
(Hace un par de años me la encontré con su marido, y este aún recordaba mi poca aplicación, muerto de risa, y mi querencia por los no clásicos).
Años más tarde, Frank seguía llenando mis vacíos, que eran muchos y no siempre sonoros. En el último coche de mi padre, un Horizon diesel, ruidoso como un tractor, descubrí "It was a very good year", rebobinándola constantemente. Podría haberme matado al descuidar el volante, que algún susto me llevé, si bien un forense habría descubierto el origen de mi despiste analizando la cinta, tostada en los minutos que duraba la canción, para alegría de la compañía de seguros.
Mucho después llegó el súmmum. Me encontraba en Santiago de Compostela, en casa de mi íntimo amigo Germán, mi querido zanfonero loco, disfrutando de su compañía benefactora y comprensiva. Después de comer, varios chupitos de orujo casero, blanco y verdadero mediante, estábamos ambos frente al ordenador, rodeados de gatos, Nefertiti y su prole, los que me curaron mi alergia al pelo de bicho, poniendo vídeos alternativamente. Los gustos de Germán no suelen coincidir con los míos, excepto cuando Sting canta a Dowland (ese mismo día él criticaba que el músico inglés saliera en la televisión tocando un laúd afinado como una guitarra, cosa que le recordé otra noche en mi casa, cuando cambió de opinión y no le quedó otra que reconocer su volubilidad en aquella cuestión), y solíamos (solemos) enfrascarnos en cuestiones profundas de afinación, interpretación, fidelidad y zarandajas varias que nos mantenían y mantienen, pese a la disparidad de criterios, unidos en lo bueno y en lo malo.
Al segundo trago, o como mucho vigésimo-cuarto, apareció Sinatra cantando "That´s life". Nos quedamos embobados escuchándolo. Me sorprendió su paciencia con el ratón, conocida su hiperactividad, dejando que la canción terminara. Puede que influyera mi reacción: en algún momento me invadieron unas ganas irrefrenables de llorar, y vaya si lo hice: a chubascos, a riadas, a mares. Me miraba a sabiendas de que aquel caudal de lágrimas salido de vete a saber dónde obedecía a algo más que la emoción puramente musical. Con su sonrisa casi permanente, que no es un santo y tiene sus momentos, me preguntó:
-¿Qué te pasa?
No acertaba a responder. Solo lloraba.
-¿Demasiado alcohol?
Puede, pensé, pero tampoco contesté en voz alta.
Tragué tanta saliva como lágrimas había desalojado, y en el breve espacio que mi ánimo me concedió generosamente, recité mi sermón de las siete palabras con intervalos nubosos.
-Sinatra era el favorito de mi padre.
Y seguí llorando, no hasta deshidratarme, porque lo estaba bastante.
Germán me hizo una carantoña, quizá me diera un beso, o un apretón en el hombro, y volvió a sonreír como sólo lo hacen los tipos como él, a los que siempre tenemos en mente aunque pasen meses sin escuchar su voz, los que se ganan la amistad dando y pidiendo de forma natural, pero nunca exigiendo. Como mi padre. O como Sinatra.
PD.- Después de colgar este texto homenaje a muchos, mi siempre amigo Juan Ignacio me recordó que tenía un cassette de Frank Sinatra que mi padre le regaló, y que lo había trillado de escucharlo en el coche, de Madrid para acá. Como Domínguez Ruano (de 727), pese a ser leonés, canta como si fuera inglés, creo que merece figurar, aunque sea en la posdata, en esta entrada, por compartir conmigo no sólo los gustos musicales y granjearse la amistad de mi padre, que lo apreciaba como a un hijo, sino muchas otras cosas, entre ellas un par de relojes que a mi padre le pareció que lucirían perfectamente en su muñeca.
-Si se los vendo a un amigo, puedo verlos de vez en cuando y me parecerá que no han dejado, de algún modo, de ser míos.
Cosas de mi padre.
Años más tarde, Frank seguía llenando mis vacíos, que eran muchos y no siempre sonoros. En el último coche de mi padre, un Horizon diesel, ruidoso como un tractor, descubrí "It was a very good year", rebobinándola constantemente. Podría haberme matado al descuidar el volante, que algún susto me llevé, si bien un forense habría descubierto el origen de mi despiste analizando la cinta, tostada en los minutos que duraba la canción, para alegría de la compañía de seguros.
Mucho después llegó el súmmum. Me encontraba en Santiago de Compostela, en casa de mi íntimo amigo Germán, mi querido zanfonero loco, disfrutando de su compañía benefactora y comprensiva. Después de comer, varios chupitos de orujo casero, blanco y verdadero mediante, estábamos ambos frente al ordenador, rodeados de gatos, Nefertiti y su prole, los que me curaron mi alergia al pelo de bicho, poniendo vídeos alternativamente. Los gustos de Germán no suelen coincidir con los míos, excepto cuando Sting canta a Dowland (ese mismo día él criticaba que el músico inglés saliera en la televisión tocando un laúd afinado como una guitarra, cosa que le recordé otra noche en mi casa, cuando cambió de opinión y no le quedó otra que reconocer su volubilidad en aquella cuestión), y solíamos (solemos) enfrascarnos en cuestiones profundas de afinación, interpretación, fidelidad y zarandajas varias que nos mantenían y mantienen, pese a la disparidad de criterios, unidos en lo bueno y en lo malo.
Al segundo trago, o como mucho vigésimo-cuarto, apareció Sinatra cantando "That´s life". Nos quedamos embobados escuchándolo. Me sorprendió su paciencia con el ratón, conocida su hiperactividad, dejando que la canción terminara. Puede que influyera mi reacción: en algún momento me invadieron unas ganas irrefrenables de llorar, y vaya si lo hice: a chubascos, a riadas, a mares. Me miraba a sabiendas de que aquel caudal de lágrimas salido de vete a saber dónde obedecía a algo más que la emoción puramente musical. Con su sonrisa casi permanente, que no es un santo y tiene sus momentos, me preguntó:
-¿Qué te pasa?
No acertaba a responder. Solo lloraba.
-¿Demasiado alcohol?
Puede, pensé, pero tampoco contesté en voz alta.
Tragué tanta saliva como lágrimas había desalojado, y en el breve espacio que mi ánimo me concedió generosamente, recité mi sermón de las siete palabras con intervalos nubosos.
-Sinatra era el favorito de mi padre.
Y seguí llorando, no hasta deshidratarme, porque lo estaba bastante.
Germán me hizo una carantoña, quizá me diera un beso, o un apretón en el hombro, y volvió a sonreír como sólo lo hacen los tipos como él, a los que siempre tenemos en mente aunque pasen meses sin escuchar su voz, los que se ganan la amistad dando y pidiendo de forma natural, pero nunca exigiendo. Como mi padre. O como Sinatra.
PD.- Después de colgar este texto homenaje a muchos, mi siempre amigo Juan Ignacio me recordó que tenía un cassette de Frank Sinatra que mi padre le regaló, y que lo había trillado de escucharlo en el coche, de Madrid para acá. Como Domínguez Ruano (de 727), pese a ser leonés, canta como si fuera inglés, creo que merece figurar, aunque sea en la posdata, en esta entrada, por compartir conmigo no sólo los gustos musicales y granjearse la amistad de mi padre, que lo apreciaba como a un hijo, sino muchas otras cosas, entre ellas un par de relojes que a mi padre le pareció que lucirían perfectamente en su muñeca.
-Si se los vendo a un amigo, puedo verlos de vez en cuando y me parecerá que no han dejado, de algún modo, de ser míos.
Cosas de mi padre.