Me llegó nítido el olor a tortilla antes de que aquel
hombre enjuto y de tez cerúlea la dejara en la mesa con la solemnidad de un
sacerdote. En tres viajes de ida y vuelta había traído otros tantos platos: uno
de jamón, otro de queso y una ensalada. Todo estaba realmente rico, con el
sabor de los alimentos tradicionales sin artificio… excepto el queso, que no
probé, sencillamente porque no me gusta. Observé con detenimiento la cara de
Sofía, protegido por la iluminación escasa que difuminaba sus facciones, de por
sí suaves. Masticaba tranquilamente con la boca cerrada, y hablaba sólo después
de tragar, lo cual agradecí, escrupuloso como soy. Nuestra conversación acabó
por sincronizarse al ritmo alternativo de escuchar y comer, o hablar y mirar. Me
encantó ver su manejo del tenedor, sin esa afectación de cortar la tortilla con
cuchillo, y con la naturalidad que implica coger un trozo de jamón con la mano.
-No has probado el queso.
-Ya sé que me dirás eso de que es un manjar y no sé
lo que me pierdo, pero no me gusta. A veces he inventado excusas como que soy
alérgico al cuajo o a la leche de cabra, porque me daba vergüenza, pero lo
cierto es que no puedo casi soportar su olor.
-Entonces… ¿no serías capaz de dar un beso a alguien
que acabara de comerlo? – me interrogó, clavando sus ojazos negros en los míos.
Su pregunta trampa me pilló desprevenido en mi turno
de escuchar y comer, y me atraganté con el jamón. Pasé los dos sustos con un
buen trago de vino y traté de responder airosamente… pero no se me ocurría
nada. Entonces ella, con una lentitud de documental, acercó su mano al plato,
tomó el último trozo, y sin dejar de mirarme, lo metió en su boca, masticó muy
despacio con un gesto exagerado de placer, y finalmente se incorporó lo justo
para, con los ojos cerrados, ofrecerme sus labios y ponerme a prueba. Me
incliné hacia delante, y animado, o más bien espoleado por la visión incompleta de sus pechos,
recorrí el camino que separaba nuestros labios. Cuando el acoplamiento era
inminente, la tos del espectro o ectoplasma que nos servía la comida
interrumpió abruptamente el encantamiento, y la magia escapó huyendo por alguna
rendija. Dejó dos cafés, un plato con pastas de pueblo y una botella de licor.
Salió de nuevo de allí y me pareció oír una risita maléfica según se alejaba.
-Vaya, has estado a punto de arriesgar tu vida por
mí, -dijo, abriendo mucho los ojos.
-Bueno, si este hombre sigue entrando y saliendo de
este modo, quizá me mate antes del susto.
Reímos ambos, y el postre cambió el registro de la
conversación, que pasó a ser estrictamente gestual. Fuimos aprovechando cada
accidente como excusa: rozamos los dedos en el plato de pastas, otra vez más al
brindar con el licor de hierbas, y alguna patadita en mis gemelos con masaje
posterior se produjo en el campo de batalla enmarcado y oculto por el vuelo del
mantel. Sofía dio por terminada la comida cuando se levantó, de nuevo sus senos
balanceándose ante mí, se estiró el vestido y me ofreció su mano izquierda
antes de llevarme a tientas hasta la barra, pagar la cuenta y guiarme a la
superficie por la escalinata en la que apenas cabíamos en paralelo. Cuando notó
mi gesto de buscar la cartera, acercó sus labios a mi oído, y con un susurro
cortó mi intención:
-Luego pagas la cena. Y las copas, por turnos.
La luz de la tarde nos recibió a la salida. Nos
ajustamos las gafas de sol y en lugar de regresar al coche, tiró de mí en
dirección contraria, hacia el monte que albergaba la bodega.
-¿Te apetece dar un paseo? – preguntó con una voz
melosa que nadie osaría contradecir.
-Claro. Nos sentará bien. Y bajaremos el vino y los
chupitos.