sábado, 2 de febrero de 2013

Harpo Marx

La cosa ha empezado esta tarde, celebrando el cumple de una amiga  y el restablecimiento de su novio tras una operación peliaguda. El novio debe de tener algo especial, porque dos de sus  exnovias con sus novios actuales estaban tomando café junto a la homenajeada y el restablecido. Esas asociaciones sólo suceden  cuando todos son unos depravados sexuales o cuando son gente extraordinaria. Como desconozco lo que haya sucedido al marcharme, apuesto por lo excelso de mis amigos. 
Entre muchos otros asuntos, hemos tratado de la cuaresma y su previo martes de carnaval, con la propuesta en firme de disfrazarnos de los hermanos Marx. Al llegar a casa me he estado documentando para diseñar el traje, porque el reto es complicado: quieren que haga de Harpo, el mudo. Ya es mala leche mantenerme callado durante una noche de fiesta. Pero he aceptado el órdago, y entre wikipedias y otras páginas más fiables, acabo de descubrir que el bueno de Adolph Marx, al que luego apodaron Arthur, se codeaba con las mentes preclaras de la sociedad estadounidense. Más aún, que se hizo una película, "La señora Parker y el círculo vicioso", sobre la escritora Dorothy Parker, (de la que acabo de comprar un libro de relatos más que recomendable), en cuyo reparto aparece Harpo ( Jean-Michel Henry). 
Por lo visto, entre 1919 y 1929, se reunían en el hotel Algonquin de Manhattan algunas celebridades, y al director Alan Rudolph se le ocurrió la idea de hacer una película sobre aquellos congresos de artistas. 
Lo que quería decir es que tirando de la manta se descubren cosas. Culturilla, pero interesante.

jueves, 31 de enero de 2013

10.000

Los números nos atenazan, amordazan, hipnotizan, captan, enganchan, obsesionan. Las cifras nos atrapan, llaman, sugieren, embaucan, engañan.
Cuando leas esto, verás que más de 10.000 personas han entrado en mi blog. 
Pues es mentira: cada vez que yo lo hago, queda registrado un visitante, cosa que no puedo evitar desde que instalé el nuevo antivirus, que no me permite desactivar mi IP, o lo que es lo mismo, que mi blog reconozca mi IP cuando entro y no lo contabilice. Una vez lo logré, pero luego todo se fue al cuerno por no sé qué botones.
Así que con un canto en los dientes me doy si mis 24 seguidores declarados y algún otro que pasaba por aquí han aterrizado alrededor de 200 veces per capita. Ciento sesenta y seis textos (casi un euro) he publicado desde 2009. No es mucho, desde luego, pero me sabe bien.

PD.- A partir de hoy mismo, el relato de Pablo y Sofía pasará a un nuevo blog. Si alguna persona está interesada en seguir leyéndolo, le sugiero que me deje un comentario en esta misma entrada, y me pondré en contacto con ella para facilitarle la nueva ubicación de todo lo que queda por contar. Esto obedece a un criterio bien sencillo: el relato pasará a tener dos rombos, y como este es un blog para todos los públicos, creo adecuado concederle al cuento un marco más protegido. Además, si todo sigue su cauce, una mujer colaborará conmigo  con sus fotografías, o pondrá el contrapunto femenino si se quiere, y si ella quiere.

lunes, 28 de enero de 2013

...? y IX.


Me llegó nítido el olor a tortilla antes de que aquel hombre enjuto y de tez cerúlea la dejara en la mesa con la solemnidad de un sacerdote. En tres viajes de ida y vuelta había traído otros tantos platos: uno de jamón, otro de queso y una ensalada. Todo estaba realmente rico, con el sabor de los alimentos tradicionales sin artificio… excepto el queso, que no probé, sencillamente porque no me gusta. Observé con detenimiento la cara de Sofía, protegido por la iluminación escasa que difuminaba sus facciones, de por sí suaves. Masticaba tranquilamente con la boca cerrada, y hablaba sólo después de tragar, lo cual agradecí, escrupuloso como soy. Nuestra conversación acabó por sincronizarse al ritmo alternativo de escuchar y comer, o hablar y mirar. Me encantó ver su manejo del tenedor, sin esa afectación de cortar la tortilla con cuchillo, y con la naturalidad que implica coger un trozo de jamón con la mano.
-No has probado el queso.
-Ya sé que me dirás eso de que es un manjar y no sé lo que me pierdo, pero no me gusta. A veces he inventado excusas como que soy alérgico al cuajo o a la leche de cabra, porque me daba vergüenza, pero lo cierto es que no puedo casi soportar su olor.
-Entonces… ¿no serías capaz de dar un beso a alguien que acabara de comerlo? – me interrogó, clavando sus ojazos negros en los míos.
Su pregunta trampa me pilló desprevenido en mi turno de escuchar y comer, y me atraganté con el jamón. Pasé los dos sustos con un buen trago de vino y traté de responder airosamente… pero no se me ocurría nada. Entonces ella, con una lentitud de documental, acercó su mano al plato, tomó el último trozo, y sin dejar de mirarme, lo metió en su boca, masticó muy despacio con un gesto exagerado de placer, y finalmente se incorporó lo justo para, con los ojos cerrados, ofrecerme sus labios y ponerme a prueba. Me incliné hacia delante, y animado, o más bien espoleado  por la visión incompleta de sus pechos, recorrí el camino que separaba nuestros labios. Cuando el acoplamiento era inminente, la tos del espectro o ectoplasma que nos servía la comida interrumpió abruptamente el encantamiento, y la magia escapó huyendo por alguna rendija. Dejó dos cafés, un plato con pastas de pueblo y una botella de licor. Salió de nuevo de allí y me pareció oír una risita maléfica según se alejaba.
-Vaya, has estado a punto de arriesgar tu vida por mí, -dijo, abriendo mucho los ojos.
-Bueno, si este hombre sigue entrando y saliendo de este modo, quizá me mate antes del susto.
Reímos ambos, y el postre cambió el registro de la conversación, que pasó a ser estrictamente gestual. Fuimos aprovechando cada accidente como excusa: rozamos los dedos en el plato de pastas, otra vez más al brindar con el licor de hierbas, y alguna patadita en mis gemelos con masaje posterior se produjo en el campo de batalla enmarcado y oculto por el vuelo del mantel. Sofía dio por terminada la comida cuando se levantó, de nuevo sus senos balanceándose ante mí, se estiró el vestido y me ofreció su mano izquierda antes de llevarme a tientas hasta la barra, pagar la cuenta y guiarme a la superficie por la escalinata en la que apenas cabíamos en paralelo. Cuando notó mi gesto de buscar la cartera, acercó sus labios a mi oído, y con un susurro cortó mi intención:
-Luego pagas la cena. Y las copas, por turnos.
La luz de la tarde nos recibió a la salida. Nos ajustamos las gafas de sol y en lugar de regresar al coche, tiró de mí en dirección contraria, hacia el monte que albergaba la bodega.
-¿Te apetece dar un paseo? – preguntó con una voz melosa que nadie osaría contradecir.
-Claro. Nos sentará bien. Y bajaremos el vino y los chupitos.