Uno agradece cualquier excusa para bloguear los domingos...
Aún conservo docenas de cartas en varios cajones de mi casa, de la de mis padres, de cuando era escribidor, lo que no he dejado de ser. Antes de la llegada de internet y el eficaz email, las personas nos comunicábamos de un modo menos frío y mucho más emotivo. Escribir una carta suponía un esfuerzo placentero: elegir y comprar papel, sobre y sello; escribir pausada, enamorada o alocadamente, -o todo al tiempo- según el día y el destinatario; acercarse a la oficina de correos o al buzón y, de vuelta a casa, contar las horas hasta recibir respuesta, bajando al portal a revisar el casillero como hoy se consulta el wasap, solo que atendiendo al horario habitual de los carteros. A veces volvías corriendo del colegio, preguntabas si había carta para ti y en lugar de enseñarte una epístola amistosa tu madre te daba con las notas de la evaluación en todo el morro.
Uno se esmeraba con buena letra para evitar confusiones, sabiendo que no todos los que recibían mis cartas eran farmacéuticos, de hecho ninguno lo era, aunque había una amiga a la que escribí cuando estudiaba esa carrera, pero nuestra relación epistolar fue muy breve porque no contaba con el beneplácito de su novio. Otra amiga, o más que eso, Aidana, se adelantó a la moda de los emoticonos, adornando sus misivas con dibujitos breves y muy concisos, algunos de los cuales no superarían la censura del mensajero este instantáneo que nos ocupa media vida.
-Mi padre, que mañana cumpliría ochenta y cinco años, tenía una letra elegante, particularísima, de la que he copiado algunos trazos-.
En alguna ocasión me carteé con americanos del norte, cuya letra parecía un tipo más del word, como si todos ellos recibieran clases de caligrafía estadounidense.
En España, un tal Rubio se encargaba de adiestrarnos en el arte de escribir bonito, y de paso nos enseñaba aritmética. Creo que lo sigue haciendo con sus cuadernillos verdes.
Solía ejercer de perito calígrafo, tratando de adivinar mensajes ocultos según fuera la letra de quien me escribiera, o incluso aventurarme a descifrar su personalidad. Una carta no era sólo un relato de los últimos días, sino una especie de ficha policial.
Ayer me dio por apuntarme a un curso de caligrafía. Lo hice por varios motivos que minimizaban el impacto de perderme la siesta del sábado: era cerca de casa, no demasiado pronto como para verme obligado a engullir el segundo plato y lo impartía una ex-alumna, Esther Gordo, de la que ignoraba que, aparte de ser ingeniero (o ingeniera, ella dirá), dedicaba sus horas libres a imaginar, diseñar, pensar, escribir letras.
Esther pertenecía a la primera clase de la que fui tutor en 1990, un sexto de EGB con cincuenta alumnos y amplia mayoría femenina, gracias a Dios. En la misma aula estaba María José, que hoy es una de mis muchas jefas en el colegio. Nunca sabes con quién ni dónde te vas a encontrar en el futuro, así que procuro llevarme bien con todo el mundo, por si las moscas o los mosqueos.
Al entrar en la tienda-taller, "ideas en polvo", Esther ya estaba esperando frente a la enorme mesa de trabajo junto a Deiana, la simpática y guapa propietaria de origen búlgaro. Delante de cada silla había una caja de cartón con un rótulo primorosamente caligrafiado en el que se leía el nombre de cada participante. Por ser el único hombre me habían colocado en un lado corto de la mesa, el más alejado de la puerta. Aunque dijeron que era para presidir, intuí que sería para evitar mi huida, no sólo por minoría numérica sino habilidosa. Mis compañeras de curso, todas encantadoras, aguantaron mis bromas, esas que suelo usar cuando estoy nervioso. Y como venganza, demostraron que eran mucho mejores que yo manejando la plumilla.
Mientras Esther explicaba los ejercicios yo la veía sentada en una de aquellas cincuenta mesas de 6ºA, con sus once o doce años, el babi azul a rayas y la sonrisa casi perenne, salvo algunos accesos de genio, que sacaba de vez en cuando. Ayer sólo conservaba la sonrisa, porque es una mujer guapa, alta y sobre todo inteligente y sensible. De algún modo me sentí partícipe de su formación, de una mínima parte, y me invadió una vanidosa satisfacción por verla esplendorosa y feliz. Que además compartiese conmigo su gusto por el arte me complació aún más. Me dije: "mi trabajo tiene estas recompensas".
Reconozco que la engañé un poco al pedirle que escribiese "Cuarteto Muzikanten" y que hace meses, cuando supe gracias a internet que era calígrafa, estuve a punto de solicitar presupuesto para el mismo rótulo. Luego le expliqué el porqué de mi capricho y hoy mismo acabo de pedirle permiso para publicarlo. Lo menos que puedo hacer es ser agradecido y darle un poco de publicidad, que la merece de sobra:
http://esthergordocaligrafia.com/
Pasé cuatro dichosas horas escuchando, mirando, sacando fotos y, por encima de todo, disfrutando. Ahora tendré que buscar otra excusa para no usar los varios juegos de plumines y tintas que se almacenan en mi escritorio.
Pd.- La letra que aparece en la primera fotografía es mía. Asumo mi culpa por no haber esperado a que Esther escribiera más y se pudiera observar la "sutil" diferencia... En la otra foto, Esther demostró que se puede escribir hasta con una herramienta previamente maltratada por el alumno díscolo y torpón. Y cuando le dije que no era "muzikante" se las apañó para colgar la n.
Al despedirnos esbocé un abrazo agradecido que quizá sorprendió a Esther por mi efusión, pero era mi forma de manifestar la euforia.
... gracias, Esther.