Esta mañana asistí con mi esposa a misa de doce en la iglesia de Santiago Apóstol. Me sorprendió que no sonara el órgano, como es habitual en la misa mayor, y me pasó una idea por la cabeza. «Lo mismo D. Luis está malo».
Mi sospecha se hizo cierta cuando el celebrante lo anunció al pedir por los enfermos: «D. Luis no ha podido venir a acompañarnos como cada domingo porque está ingresado». Esperé al final de la misa, aguantando las lágrimas y las ganas de subir al coro para tocar el órgano —cuando lo escucho me suena mucho a mí, o yo sueno mucho a Luis, por ser justos— y entré en la sacristía.
—Buenos días, pater. Soy un exalumno del P. Cantalapiedra y quería saber qué le ocurre.
El hombre, ajeno, gracias a Dios, a la ley de protección de datos, me contó que Luis estaba en la unidad de enfermos coronarios.
—Un infarto. Le han practicado un cateterismo y aún le quedan más pruebas.
—¿Está muy mal?
—Aún no le han pasado a planta —torció el gesto, y se me doblaron las piernas—. Gracias por interesarte.
De regreso a casa, le fui contando a mi mujer anécdotas de cuando era chico —aunque se las sabe todas— y cantaba o tocaba el bajo bajo —a ver quién arregla la cacofonía redundante— el mando de la batuta de Luis. A él y un poco a dos maestras, señoritas de EGB, les debo el descubrimiento de mi vocación primera —al uno que se apellida y es maestro como yo, pero en otros le parece poca cosa ser maestro y apellidarse González, le debo la de escribiente—. A mi tía Benita, la modista, también, porque entre sus clientas había una que conocía a una profesora de música, que fue la que aguantó mis bobadas de crío y adolescente, y mis devaneos con Sinatra cuando tocaba o había que tocar a Beethoven.
Escribo esto porque estoy triste —la tristeza es un motor de creatividad más eficaz que la lluvia— y más triste me parece que un descubridor vocacional de vocaciones musicales como Luis Cantalapiedra esté enfermo, y más aún en la soledad de una cama de hospital. Quizá a los setenta y ocho años le haya llegado la hora de descansar en su domicilio, satisfecho por la cantidad de personas que debemos no algo sino mucho o casi todo a su oído crítico. No es poco que a los once años alguien te diga convencido: búscate un profesor particular, porque la música es lo tuyo. Y aunque tardé en caer en la cuenta, tenía razón. Estoy seguro de que mis amigos David, Toñín, Nachos (varios), Mario, Alfonso, Raúl, Franciscos (otro par), Eduardo, y muchos de generaciones posteriores a los que no conocí, comparten mi tristeza. Por suerte, solo es un infarto. Nada me complacería más que posponer el D.E.P. para dentro de no menos de 20 años. Así sea. Dios se encarga. Los ángeles celestiales aún tienen repertorio de sobra. No tengáis prisa. Luis Cantalapiedra , D. Luis, sigue siendo de los nuestros, de aquellos a los que recuerda con nombre y apellidos, como cuando yo cumplía los 25 y él los 50 desde nuestro último curso de bachillerato, y me llamó por ni nombre compuesto y apellidos vulgares mientras me daba un abrazo, parecido al que nos hemos dado esta tarde en el hospital.
De regreso a casa, le fui contando a mi mujer anécdotas de cuando era chico —aunque se las sabe todas— y cantaba o tocaba el bajo bajo —a ver quién arregla la cacofonía redundante— el mando de la batuta de Luis. A él y un poco a dos maestras, señoritas de EGB, les debo el descubrimiento de mi vocación primera —al uno que se apellida y es maestro como yo, pero en otros le parece poca cosa ser maestro y apellidarse González, le debo la de escribiente—. A mi tía Benita, la modista, también, porque entre sus clientas había una que conocía a una profesora de música, que fue la que aguantó mis bobadas de crío y adolescente, y mis devaneos con Sinatra cuando tocaba o había que tocar a Beethoven.
Escribo esto porque estoy triste —la tristeza es un motor de creatividad más eficaz que la lluvia— y más triste me parece que un descubridor vocacional de vocaciones musicales como Luis Cantalapiedra esté enfermo, y más aún en la soledad de una cama de hospital. Quizá a los setenta y ocho años le haya llegado la hora de descansar en su domicilio, satisfecho por la cantidad de personas que debemos no algo sino mucho o casi todo a su oído crítico. No es poco que a los once años alguien te diga convencido: búscate un profesor particular, porque la música es lo tuyo. Y aunque tardé en caer en la cuenta, tenía razón. Estoy seguro de que mis amigos David, Toñín, Nachos (varios), Mario, Alfonso, Raúl, Franciscos (otro par), Eduardo, y muchos de generaciones posteriores a los que no conocí, comparten mi tristeza. Por suerte, solo es un infarto. Nada me complacería más que posponer el D.E.P. para dentro de no menos de 20 años. Así sea. Dios se encarga. Los ángeles celestiales aún tienen repertorio de sobra. No tengáis prisa. Luis Cantalapiedra , D. Luis, sigue siendo de los nuestros, de aquellos a los que recuerda con nombre y apellidos, como cuando yo cumplía los 25 y él los 50 desde nuestro último curso de bachillerato, y me llamó por ni nombre compuesto y apellidos vulgares mientras me daba un abrazo, parecido al que nos hemos dado esta tarde en el hospital.