Anduve ayer por Madrid, de andar y andar y, ¡cómo no! se me disparó la máquina de los recuerdos que funciona como quiere y en el orden que le da la gana.
Madrid era, de pequeño (no el foro, que siempre fue enorme para mí), el lugar donde vivían mi tío José Luis -el único hermano de mi padre-, mi tía Luisita y mis siete primos de cuento, tan enanos como cabritillos. Luego crecieron mucho, pero por fortuna no se hicieron cabras. Nos veíamos poco, porque la autopista crecía conmigo -nació conmigo- a paso lento y era de peaje, como ahora, así que íbamos por el puerto con las paradas acostumbradas para purgar los mareos sin "biodramina". Llegábamos con el SEAT 1500 verde echando el bofe, y el pobre supongo que le contaría el mal rato a su hermano blanco y bifaro, el 1500 de mi tío. Fernando y José Luis eran tan iguales y tan distintos...
Madrid era sólo Ponzano 26. De hecho, hasta hace un par de años, no vi la plaza Mayor, pese a haber estado cerca, en el kilómetro cero, donde nos citamos los pardillos con los del foro para no perdernos, como me dijo Mercedes, una madrileña que conocí de vacaciones en Fuengirola. La otra vez que nos vimos, quedamos en la plaza de Alfredo Mahou, que es nombre bien chulapo y cervecero. Espero que a nadie se le ocurra cambiarle el nombre por uno políticamente correcto, como Plaza de Cero Cero, ahora que San Miguel y Mahou son la misma empresa. (Espacio cedido para publicidad sin encubrir).
A punto estuve de vivir en Madrid en 1990, cuando opositaba a azafato de IBERIA -las agustinas misioneras me evitaron el mal trago, gracias a Dios-. Cada vez que iba a hacer un examen, en coche, autobús o tren, sudaba hasta deshidratarme: las gitanas que te echaban la buenaventura -o malaventura si no les dabas una moneda del tamaño adecuado-; los taxistas, sólo unos pocos, que preguntaban el consabido "¿por dónde le llevo?" para ver si pasabas el test, al que aprendí a responder con un "por donde haya menos tráfico, que me estoy meando"; los trileros y otros buscavidas parecían estar esperando mi llegada.
El día de la entrevista personal previa al cursillo fue el de mi gloria, purgatorio e infierno después del juicio final.
-¿Se ha enterado usted del terremoto de San Francisco?
-La verdad es que no. He llegado anoche desde Valladolid y tengo el sueño profundo. Ni me he enterado.
Por suerte rieron la ocurrencia del paleto.
Luego pateé las calles, ora solo, ora acompañado y así conocí de pasada lugares sólo accesibles sin perderse para población autóctona o con años de peregrinaje. De paso me despedí de tres "asuntos pendientes" -más bien me despidieron-: entre el viernes de llegada y el sábado de partida cené con Gema, desayuné y comí con Natalia y tomé café con María. Eso sí: todas fueron elegantes y generosas en la despedida y me dieron un beso de castidad variable. También me despedí de los aviones antes de despegar. (Por acrecentar los recuerdos, ayer me crucé por Goya con un exfutbolista, hermano de una azafata alta y guapa, ambos originarios de Pucela).
Billy Elliot, el musical, me llevó de nuevo a los madriles. Ya sea en formato fílmico o teatral con banda sonora, no ha perdido su capacidad de hacerme llorar. Bueno, se ha acrecentado: sólo lloro al final de la peli, pero el musical me sacó lagrimitas contenidas en más momentos. Será porque han cambiado el orden. Así me ahorré la llantina mientras se encendían las luces. El cabreo por los dos bares incluidos en la sala, aparte de los del ambigú de cada planta no me lo quitó nadie. Cuando se necesitan palomitas y refresco para disfrutar de un espectáculo es que algo falla, quizá el presupuesto y la urgencia por cuadrar las cuentas.
(En unos días se celebrará la SEMINCI. Al menos durante esa semana los palomiteros podrán poner cara de entendidos en cine. Supongo que por eso se publican en FB pocos selfies delante de "Las meninas" en El Prado).