lunes, 31 de agosto de 2015

RECUERDOS RURALES DEL MEDIEVO Y MUCHO DESPUÉS... (CAPÍTULO I, POR SI ACASO)

Mis abuelos maternos vivían en un pequeño pueblo de la meseta castellana  cuyo mayor aliciente turístico era y sigue siendo (pese y gracias a las sucesivas rehabilitaciones, unas más afortunadas que otras) una iglesia Mozárabe, y los restos de un convento del que formaba parte, donde María de Molina pasó enclaustrada un tiempo, por si no fuera poco enclaustramiento para una reina, consorte de su sobrino, Sancho IV (incestas nuptias, excessus enormitas et publica infamia, toma latinajos) vivir en una población de apenas doscientos habitantes, por muy madre de Isabel de Castilla que fuese, aunque quizá en los siglos XIII o XIV la habitaran más lugareños. En la capital, las monjas del colegio en el que yo había sufrido mis primeras enseñanzas compartían honores con el pueblo de mi madre, por cuanto en su iglesia descansaban a mayor gloria de la orden (quizá desconocedora de la excomunión papal) los restos de esa misma reina.
Crecí ajeno a todo aquello, de lo que fui consciente muchos años después, cuando descifré el dicho casi jeroglífico de mi abuelo Serafín ("San Cebrián de Mazote, corral de vacas, donde encierran los frailes a las muchachas"), que lo mismo ni tenía relación con María de Molina. 
Muchos fines de semana nos acercábamos a visitar a mis abuelos. Durante el recorrido desde la casa que me habría gustado tener ahora, (con vistas infinitas que a un "vecino", a quien Dios no tardó en llamar a su sagrada y exclusiva vecindad, se le ocurrió después mutilar plantando una nave para maquinaria agrícola), hasta el teleclub, una especie de bar en el que se jugaba la partida y las fantas se pagaban a cinco pesetas y la cerveza águila imperial a tres, gracias a la subvención privada de los socios (ya digo sin decirlo que el erario público aún no era lo que es, ni había gin-tonics premium para el alcalde y sus ediles, con descuento por servicios prestados o por prestar), saludábamos a quien se cruzara en el camino, algunos familiares a los que tampoco conocíamos, pero que en seguida encontraban parentesco, nada difícil en mi pueblo.
(Hay quien dice, no sin razón, que me ando por los Cerros de Úbeda, cuando no por los Montes Torozos, y que mis idas y venidas con tanta subordinada y tanta yuxtapuesta, guiones y paréntesis, le despistan. No le culpo: me cuesta no incurrir, y no puedo asegurar que no lo haga, en errores gramaticales, pero el estilo es el estilo, y la pedrada es la pedrada).
Al llegar nosotros al teleclub, mi abuelo se levantaba de la partida para convidarnos a un refresco o un pirulí (caramelo cubierto de barquillo, pinchado en un palo, que ponía a prueba la resistencia de mis muelas, las que ahora reconstruye Dentix, y las de mis hermanos). Luego volvía a la mesa a terminar sus partidas de  subastado, tute o dominó, sin dejar de presentarnos, sábado tras sábado, a sus compañeros (nunca se le conoció un enemigo) y presumir de nietos, "los de Cipri, la mujer del de la Caja de Ahorros". Según se alargase la partida, volvíamos a casa, solos o de la mano de mi abuelo, haciendo un alto donde la tía Anastasia, la de la tienda, a la que luego mi abuela Felisa, su hermana, pasaba a pagar, ajustando su rural y fraterna contabilidad. 
Mi abuela nos esperaba, con los sempiternos mandil y zapatillas negras, para merendar. En el "sobrao" siempre había un cántaro de vino clarete, fruto del majuelo y los tradicionales métodos de vinificación casera que hoy espantarían a Robert Parker, y un jamón, y las gallinas saludaban nuestra llegada con el regalo de unos huevos (fresco y calentito eran lo mismo) que se convertían en fritos o tortilla, adornando los blancos platos de porcelana con  borde azul. Un rato después, con charla al amor de la lumbre de por medio, regresábamos a casa en el coche, cuando siete no eran multitud ni la ausencia de cinturón de seguridad era delito...

(ahora sigo)