El tiempo pasa y, en su carrera, algunos son obligados a abandonar, siempre nos parece que demasiado pronto. Hoy me he enterado, tarde para acompañar a su familia, de que D. Jesús Martín, profesor de lengua y literatura del Colegio San José, ha tenido que ausentarse, cambiando la jubilación laboral por esa a la que antes o después nos incorporamos todos. No tengo dudas de que pasará a una vida mejor, no porque la terrena fuera mala sino porque se hizo acreedor de un premio eterno por su educación, elegancia y cariño en el trato a sus alumnos y la forma en que transmitía su vasta cultura humanística y humana.
Todos le conocíamos como "el morros", no éramos nada originales cuando poníamos motes, y esa parte de su anatomía destacaba y lo ponía fácil. Ya se sabe que los profes y maestros sufrimos ese pequeño estigma como venganza secreta de nuestros alumnos, aunque no siempre contenga veneno, tal era el caso. Él, que lo sabía, hacía chanza con fina ironía. En una ocasión, uno de mis compañeros se quedó apostado en la puerta para avisarnos cuando viniera y, como era poco discreto, entró gritando:
-¡Que viene "el morros", que viene "el morros"!
D. Jesús se paró bajo el marco, esperó a que nos sentáramos y desde allí nos echó la bronca como solía hacerlo: levantando la voz lo justo para hacerse oír entre el revuelo de carreras y ruido de sillas arrastrándose al comenzar las clases, o para acallar las pequeñas revoluciones que él mismo provocaba a veces con sus chascarrillos.
-Venga, Carlos, que ya sois mayorcitos. No hace falta que te quedes como vigía y digas "que viene Don Jesús... o como me quieras llamar".
Nos dio la risa y a él con nosotros, y el resto de la clase transcurrió en buen ambiente, como solía. El muy ladino conocía su alias.
Quizá (él fue quien nos enseñó que era la forma culta, y no "quizás") algunas de las anécdotas que recuerdo, por ser las de muchos profesores durante muchos años, se hayan difuminado o desvirtuado con el tiempo. En las clases solía esparcir algunas semillas de su anecdotario, que las hacía más divertidas. Contaba, entre sintagma y sintagma, su paso por el lejano Oriente y lo aderezaba con palabras en chino. Creo que también estuvo en Texas, de donde su hijo Nacho, que era y sigue siendo amigo, sacó su acento yankee, que gracias a su buen oído podía cambiar a británico e incluso al de los llanitos, mezclando inglés y andaluz.
Otro día nos convenció de la importancia del latín, relatando la vez en que lo usó para comunicarse con un señor que pasaba las vacaciones en el mismo camping que él y su familia, incapaces ambos de encontrar una lengua viva común.
Como sus hijos varones, Nacho y Javi, cantaban y tocaban conmigo en el coro y orquesta del colegio yo disfrutaba de un régimen algo más cercano y menos académico, lo cual me salvó de algún castigo bien merecido a cambio de una charla conciliadora y cariñosa. Entre él, D. Matías y D. Luis Cantalapiedra, otros dos profesores de los que ya he hablado en este blog, se encargaban de devolverme al redil de los mansos sin recurrir a medidas coercitivas severas. Eran mis tres mentores, y por eso les debo agradecimiento sincero. Usaban la palabra justa, que es un arma de construcción masiva.
Durante la corrección de un dictado, me sacó a la pizarra para escribir la palabra exuberante, que yo había puesto con hache intercalada entre la equis y la u.
-Supongo que con hache te parecería una palabra aún más... exuberante.
-Algo así, -respondí mientras me guiñaba un ojo.
Una bonita forma de corregir sin hacer daño, como debe de ser.
Descanse en paz, D. Jesús. Gracias por todo lo que nos regaló. A mí, mucho.