-¿Quién actúa?
–preguntamos a coro, que para eso habíamos cantado juntos en el de la UVA y en otro de cámara al que
llamábamos “Coral pro-novias” porque casi sólo armonizábamos (que es como se dice en fino) bodas, y se tenía
que notar la sincronización, digo yo.
-Un español
que está empezando –contestó Eduardo sin soltar prenda.
Nos citamos en
su escuela, pensando que sería en el mismo auditorio, pero de allí nos llevó a
otro más grande que no estaba lejos: el Metropolitan. El ambiente era de
postín, con señoras y señores engalanados, lo cual nos llamó la atención.
-¿Y estos van
al mismo concierto?
-Sí, claro. Es
la premier y suele haber gente importante.
Recuerdo que
entramos al lado del embajador escocés, ataviado con el típico kilt, y el hall
parecía el del anuncio de Ferrero Rocher. Con la emoción habíamos olvidado
mirar el cartel (también cambiarme de zapatos, que lucían una capa de polvo
como para avergonzarse) pero salimos de dudas al verlo dentro:
“Lucia de
Lammermoor: Edgardo: Alfredo Kraus…”. No pude leer más, porque se me saltaron
las lágrimas y me abracé a Eduardo para darle las gracias, poniéndome de
puntillas, porque el amigo Del Campo mide como un metro noventa.
-Ya sabía que
te haría ilusión.
Desde luego
que lo sabía: habíamos pasado muchas tardes en mi casa escuchando zarzuelas y
óperas interpretadas por Kraus, que era mi favorito por influencia paterna y
después improvisábamos arias y romanzas con mi piano y la vozarrona de Eduardo,
que hacía a todo, y se atrevía con obras para bajo, barítono y tenor, aunque
fuera forzando. Luego se quedó en el medio, donde sacaba todo su potencial. Mi
padre asistía encantado a los conciertos caseros.
La entrada no
daba derecho a asiento, sino a una barandilla de terciopelo rojo en el cielo, o
sea, el gallinero, desde donde el escenario parecía más lejano que el estadio
de los Yankees. Después de la obertura entró en escena Edgardo y el público se
puso en pie aplaudiendo antes de que diera una sola nota. Eduardo me miraba de
reojo y yo no quitaba los míos de Kraus. Sin embargo algo me mantenía tenso.
Durante el descanso salimos al ambigú, que se dirá como se diga en inglés
americano, lo mismo ambigoo.
-¿Estás desencantado?
-No sé, es que
lo he notado frío. Será por la distancia.
-Ya. Suele
salir así. El tío no calienta la voz antes. Lo hace durante el primer acto.
-¿Eso es lo
normal?
-Para Kraus
sí. Ten paciencia.
Sonaron los
timbrazos y regresamos a nuestro sitio, que no asiento. Cuando apareció Edgardo
de nuevo se hizo el milagro: esta vez su voz sonaba como yo la recordaba:
limpia, metálica, brillante. Entonces se me erizó el vello, que es mi forma de
decidir si me gusta o no, como un resorte automático que suple mi falta de conocimiento
de muchas cosas.
Fue en abril
del 93, exactamente el día 2: Alfredo Kraus en directo.
Al día
siguiente volvimos al MET para ver una traviatta dirigida por Plácido Domingo. Tras
el espectáculo bajamos a saludar a la soprano, una chilena encantadora llamada
Verónica Villarroel, a la que Eduardo conocía. Hicimos cola mientras se desvestía
(no había forma de entrar antes) y nos recibió sentada en su camerino, con una
bata brillante, mientras su peluquera deshacía el tocado. Eduardo bebió un par
de vasos de agua de uno de esos depósitos que antes sólo veíamos en las películas.
-De aquí han
bebido Kraus, Domingo y Pavarotti. A ver si se me pega algo –dijo riendo y casi
atragantándose.
-¿Y yo, qué le
digo? –pregunté a mis amigos por lo bajini.
-Algo bonito,
hombre –terció Juan Ignacio.
Nuestro amigo
cantante hizo las presentaciones y Verónica nos ofreció su mano.
-Ha estado
usted magnífica –fue la cursilada que se me ocurrió, todo ruborizado, y sirvió
para que Juan y Eduardo hicieran chanza más tarde de mi acento afectado.
Al día
siguiente comimos con ella, su novio, que era el director de escena y algunos
cantantes más. Un lujo asiático, porque fue en un restaurante filipino…
Ahora que lo pienso, aprovecharé el puente para buscar las entradas, que estarán por algún lado.
De remate, acompañamos a Eduardo a una audición en otro teatro y le dieron el papel. Juan Ignacio se apuntó a una carrera por Central Park y quedó cuarto entre cientos de runners. La speaker del evento no daba crédito cuando, al entregarle su trofeo, leyó de dónde venía.
-¿Valal-dolid? -preguntó la muchacha con una pronunciación tan extraña que sonó casi árabe.
-Valladolid, España -respondió mi amigo, leonés de tierra de campos afincado en Pucela.
-No imaginábamos que tendríamos participantes del otro lado del océano -comentó la joven.
Regresamos al hotel para hacer las maletas, porque se acababan las vacaciones y había que volver.
Yo no gané nada: ni un papel ni una carrera. Sólo grabé un vídeo e hice muchas fotos con la Nikon de Fernando, mi hermano. Lástima de zoom...
4 comentarios:
Me acabáis de dar una envidia..... New York, Metropolitan, Kraus, Central Park.... Ole ahí!
ni caso.
Es tooodo un montaje
Y así... de algo asombroso que te haya pasado en los últimos tres meses ¿tienes alguna historia más?
Soy un fans.
Quizá un karaoke en un barrio, rodeado de mujeronas del este. No es lo mismo, pero tampoco estuvo nada mal. Recuerdo algún otro detalle, pero soy un caballero y no lo comentaré aquí, Jorge.
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