La muerte, y pido perdón por la entrada abrupta, no deja de ser el alter ego de la vida. Nos acompaña agazapada en la sombra, pero con sus resortes permanentemente listos por si fuera menester saltar sobre algo o alguien. Y un día se nos viene callada y nos deja mudos. En ese momento el vocabulario nos parece parco, de parca, y damos vueltas al particular glosario que se nos revela insuficiente. Hay muertes dulces, taimadas, a la vuelta de la esquina, inesperadas, justicieras, necesarias, inevitables... Pero si una muerte se apropia de los peores epítetos del diccionario, es cuando nos aprisiona con su garra sucia, nos sacude las entrañas y nos deja el recado inmisericorde y resonante de lo que no admite explicación.
Para nuestra suerte o desgracia, los docentes tenemos más hijos que el resto de las personas. Y por eso disfrutamos de sus triunfos y sufrimos con sus sinsabores, que no dejan de ser derrotas mínimas y salvables, como partidos perdidos pero recuperables, aunque sea en el último minuto. Y sufrimos y disfrutamos más que los demás, va lo uno con lo otro.
Hoy he llegado al trabajo y faltaban dos de mis ahijados (un pedagogo profiláctico reconvino mi opinión, pero lo mandé al cuerno por teórico). Esta mañana Jairo y María, dos hermanos a los que les salió cruz en algún sorteo que se celebra delante de un notario implacable que nos hace dudar de lo divino y lo humano, (sobre todo de lo humano, a Dios gracias), no ocupaban sus asientos. Me gustaría dedicarles una canción, una poesía, un simple pareado en asonante. Pero de las tripas sólo me sale pena. Y lo que es peor, mi pena no acaba de salir. Y se va a juntar con otra que me aprieta las tuercas desde hace años.
No sé qué decir. Sólo, por no parecer tan idiota como detesto ser, aunque lo siga siendo, que no os merecíais esto. Vuestros compañeros y vuestros maestros hemos pasado un día francamente malo y los que nos quedan. Rezos, tarjetas, llantos, una misa o dos. Haremos lo que podamos, pero seguirá siendo poco: no hay solución. Nos acordaremos de vosotros con cariño y trataremos de imaginaros alumbrando desde arriba esta Navidad que viene, y que va a ser muy distinta, porque Dios ha querido que la pasarais con Él.
Para nuestra suerte o desgracia, los docentes tenemos más hijos que el resto de las personas. Y por eso disfrutamos de sus triunfos y sufrimos con sus sinsabores, que no dejan de ser derrotas mínimas y salvables, como partidos perdidos pero recuperables, aunque sea en el último minuto. Y sufrimos y disfrutamos más que los demás, va lo uno con lo otro.
Hoy he llegado al trabajo y faltaban dos de mis ahijados (un pedagogo profiláctico reconvino mi opinión, pero lo mandé al cuerno por teórico). Esta mañana Jairo y María, dos hermanos a los que les salió cruz en algún sorteo que se celebra delante de un notario implacable que nos hace dudar de lo divino y lo humano, (sobre todo de lo humano, a Dios gracias), no ocupaban sus asientos. Me gustaría dedicarles una canción, una poesía, un simple pareado en asonante. Pero de las tripas sólo me sale pena. Y lo que es peor, mi pena no acaba de salir. Y se va a juntar con otra que me aprieta las tuercas desde hace años.
No sé qué decir. Sólo, por no parecer tan idiota como detesto ser, aunque lo siga siendo, que no os merecíais esto. Vuestros compañeros y vuestros maestros hemos pasado un día francamente malo y los que nos quedan. Rezos, tarjetas, llantos, una misa o dos. Haremos lo que podamos, pero seguirá siendo poco: no hay solución. Nos acordaremos de vosotros con cariño y trataremos de imaginaros alumbrando desde arriba esta Navidad que viene, y que va a ser muy distinta, porque Dios ha querido que la pasarais con Él.