sábado, 11 de diciembre de 2010

OBLIGADO ME VEO, Y AÚN ME CUESTA CREERLO.

La muerte, y pido perdón por la entrada abrupta, no deja de ser el alter ego de la vida. Nos acompaña agazapada en la sombra, pero con sus resortes permanentemente listos por si fuera menester saltar sobre algo o alguien. Y un día se nos viene callada y nos deja mudos. En ese momento el vocabulario nos parece parco, de parca, y damos vueltas al particular glosario que se nos revela insuficiente. Hay muertes dulces, taimadas, a la vuelta de la esquina, inesperadas, justicieras, necesarias, inevitables... Pero si una muerte se apropia de los peores epítetos del diccionario, es cuando nos aprisiona con su garra sucia, nos sacude las entrañas y nos deja el recado inmisericorde y resonante de lo que no admite explicación.
Para nuestra suerte o desgracia, los docentes tenemos más hijos que el resto de las personas. Y por eso disfrutamos de sus triunfos y sufrimos con sus sinsabores, que no dejan de ser derrotas mínimas y salvables, como partidos perdidos pero recuperables, aunque sea en el último minuto. Y sufrimos y disfrutamos más que los demás, va lo uno con lo otro.
Hoy he llegado al trabajo y faltaban dos de mis ahijados (un pedagogo profiláctico reconvino mi opinión, pero lo mandé al cuerno por teórico). Esta mañana Jairo y María, dos hermanos a los que les salió cruz en algún sorteo que se celebra delante de un notario implacable que nos hace dudar de lo divino y lo humano, (sobre todo de lo humano, a Dios gracias), no ocupaban sus asientos. Me gustaría dedicarles una canción, una poesía, un simple pareado en asonante. Pero de las tripas sólo me sale pena. Y lo que es peor, mi pena no acaba de salir. Y se va a juntar con otra que me aprieta las tuercas desde hace años.
No sé qué decir. Sólo, por no parecer tan idiota como detesto ser, aunque lo siga siendo, que no os merecíais esto. Vuestros compañeros y vuestros maestros hemos pasado un día francamente malo y los que nos quedan. Rezos, tarjetas, llantos, una misa o dos. Haremos lo que podamos, pero seguirá siendo poco: no hay solución. Nos acordaremos de vosotros con cariño y trataremos de imaginaros alumbrando desde arriba esta Navidad que viene, y que va a ser muy distinta, porque Dios ha querido que la pasarais con Él.

lunes, 6 de diciembre de 2010

MONAGUILLO SOLITARIO


Podría decirse que mi primer trabajo remunerado, tanto en especie como en efectivo (y negro como una sotana), fue el de monaguillo. Mi madre trató de llevarme al seminario para hacerme sacerdote, no sé si queriéndome convencer de una vocación que nunca tuve, pero lo más que consiguió fue que me graduara sin título como ayudante de cura. No era un mal empleo a mis diez años, aunque el sueldo era variable, y oscilaba entre nada y algunas pagas de beneficios cuando había comuniones, bodas o bautizos. Acabadas las celebraciones, el cuerpo de monaguillos en pleno nos dispersábamos en formación de guerrillas para tirar de la chaqueta a los padrinos, que en días señalados solían y suelen mostrarse generosos. Luego poníamos en común las ganancias y repartíamos con una pierna ya fuera de la iglesia para llegar antes al kiosko o a la churrería, donde por una peseta o un duro nos daban una bolsa de migas de patata, con más sal que patata, que nos dejaba los morros en carne viva.
Un día de la Inmaculada, que se decía Purísima por entonces, fui a misa de seis y media con mis padres, sin ánimo de trabajar, aunque en mi profesión las fiestas se santificaban yendo al tajo. Como no teníamos cuadrante, y nos organizábamos según cayera, me encontré con que el párroco no tenía ayudante, así que me sentí obligado a cumplir con mi deber y presentarme ante mi superior, al que se le abrieron los ojillos cuando me vio. No pensaba yo que al bueno de D. Alfredo le haría tanta ilusión, pero para él debía de ser una grave afrenta no tener monaguillos el día de la fiesta grande en honor de la Virgen. Estuvo más amable que de costumbre, y después de esperar pacientemente a que recorriera la iglesia con el cepillo en la mano , en un mal remedo de Gary Cooper, con mis bombachos y botas de montañero al uso de la época resonando en la tarima, me dio un duro y las gracias después del "ite missa est", y creo recordar que un cachete cariñoso.
Unos días después, en la fiesta de Reyes, el mismo párroco se ganó la enemistad de mi hermana pequeña al hacer mención a las niñas que llevaban sus juguetes a misa. Ella, que era casi tan suya como ahora, se lo tomó a mal y profirió palabras injuriosas hacia D. Alfredo. Mi padre tuvo que llamarla "a su despacho" para calmar su sed de venganza y ahí quedó la cosa, y eso que el cura no era santo de la devoción de mi padre, quien criticaba su prosa para infantes, como la exaltación de la vista de Dios, de quien decía que lo veía todo, incluso "una hormiga negra en un zapato negro en una piedra negra en una noche negra", y cito tan textualmente como me permite mi memoria.
Así como la vida del monaguillo era en general placentera, entre tragos de vino de misa, recortes de formas sin consagrar y tañido de campanas, y del armonio, cuando D. Mateo me daba permiso, tuve que asistir en un par de ocasiones al sacramento de la extremaunción, que me dejó bastante impresionado. No recuerdo cuándo decidí colgar los hábitos como acólito de hecho, pero no sufrí trauma alguno. Me quedó el poso del trato amable de los sacerdotes, alguna bronca por no llevar las vinajeras a tiempo o charlar durante la misa, y el buen rollo entre colegas monaguillos. Pero claro, era un trabajo con pocas posibilidades de promoción, mal que le pesara a mi madre.

PD.- Acabo de recordar la cita exacta: "una hormiga negra en un zapato negro sobre una piedra negra en una noche negra". Mi padre podría corroborarlo. Ya me gustaría que fuera así.