domingo, 30 de octubre de 2016

DIECINUEVE HORAS DESESPERADAS CON GERMÁN DÍAZ: CONCIERTO PARA MOTOR DIÉSEL, QUESO, TOMATE Y MUCHOS CAFÉS Y CIGARRILLOS.



Eran finales de julio de 2005. Mientras tomaba una caña en una terraza con alguno de mis hermanos sonó mi móvil. No había aún guasaps y las tarifas eran caras, lo cual aseguraba cierta tranquilidad diaria y la certeza de que una llamada era algo relativamente necesario.
-Hola -dijo antes de que yo pudiera saludarlo. 
-Hola, Germán. 
-¿Quieres que te cuente algo gracioso?
-Claro, hombre. Dime.
Las historias de Germán siempre son sabrosas, o las  convierte en tales con su estilo, así que esta no sería menos.
-Resulta que estoy en la estación porque mañana toco en Burdeos, pero me saqué el billete por internet y lo reservé para ayer. 
-Joder, qué putada. ¿Te lo han cambiado?
-Pues no, porque el tren ya está completo.
Me dejó unos segundos de silencio y añadió:
-Por cierto, ¿qué tienes que hacer mañana?
-¿Llevarte a Burdeos? -pregunté afirmando.
-Coño, qué buen plan. ¿A las siete en mi casa?
-De acuerdo. Mañana nos vemos.

Me presenté puntual y ya me esperaba en la calle con su zanfona de entonces, un maletín y el ordenador portátil. Me saludó como acostumbra, con un abrazo y un par de besos, y tras cargar sus trastos nos sentamos en el coche. Esta vez no hizo referencia a mis gafas, mis zapatos o cualquier otra cosa de mi vestimenta, como también tiene por norma protocolaria para tocarme un poco las narices y afear mi, según él, gusto pijo. Enfilamos la salida en dirección norte nordeste y al poco paramos en una gasolinera para llenar el depósito y tomar un café. No me dejó pagar.
-Hoy todo corre de mi cuenta.

Cuando tocaba con él y Eugenio en su "Trío Germán Díaz" se encargaba de todos los gastos. Aquella formación, una de las primeras cuando él tenía unos veinte años y yo más de treinta, me sacó del olvido musical, o al menos del olvido público, y volvió a introducirme en el mercado durante una temporada. Germán andaba buscando un pianista que cantara (o que tuviera un poco de pianista y un poco de cantante) y Toño, el peluquero, le habló de mí y nos presentó en un bar. Fue un encuentro facilón y enseguida hicimos buenas migas. O eso, o es que somos muy buenos actores después de casi veinte años de amistad...

Al salir de la gasolinera fue contándome el plan. Comeríamos en un restaurante francés con estrellas michelín, por lo cual se había descargado en el móvil la guía esa del Bibendum. Iríamos a buscar a Pascal Lefebvre, un zanfonista galo, que vivía un poco antes de llegar a Burdeos, tocarían en una campa, después de lo cual cenaríamos de vuelta a casa en algún otro restaurante español de postín. Por lo visto lo tenía todo bien pensado y organizado.

El viaje se nos hizo corto, pues Germán es un conversador infatigable y yo no suelo ser mudo. Pasada la frontera, encendió el portátil y se puso a buscar restaurante. Me propuso varios y calculando a ojo decidimos a cuál iríamos. Poco antes de llegar, le llamaron al móvil. Yo le oía hablar en francés. Colgó con cara de mosqueo.
-La mujer de Pascal dice que comamos en su casa, pero le he dicho que no, que ya tenemos reserva.
Al cabo volvió a sonar el teléfono, y hubo una tercera vez.
-Nada, no hay manera. Dice que a estas horas ya han cerrado las cocinas, que esto es Francia y se come antes. 
-No importa, hombre. Antes de las dos estaremos en Burdeos.
Llegamos a casa de Pascal que, al oir el ruido del motor, salió a nuestro encuentro con su esposa pisándole los talones. Después de las presentaciones entramos a comer... aunque ellos ya lo habían hecho.
Sobre la mesa había una ensalada a la que la mujer, de cuyo nombre no puedo acordarme, añadió unos trozos de tomate "de la huerta" a los pocos que quedaban, porque la lechuga estaba mustia, señal de que llevaba un rato aceitada. Como el tomate y yo somos enemigos casi irreconciliables desde tiempos remotos, piqué algo de lechuga, con la esperanza de que el segundo plato saciaría mi hambre. Germán me miraba extrañado.
-¿No te gusta?
-No como tomate -confesé en voz baja.
-Está muy bueno. Pruébalo. 
Tanta hambre acumulaba desde el café en la provincia de Palencia, seis horas antes, que me comí dos trozos de tomate, musitando:
-Si me viera mi madre...
El segundo tardaba en llegar, así que hice de tripas corazón, o mi corazón ya era una tripa más, y tragué el último trozo por si la mujer de Pascal estaba esperando a ver vacíos los platos (el de Germán hacía rato que lo estaba) para traer más comida. Se acercó y dijo en español:
-Si os habéis quedado con hambre, puedo traer un poco de... -dudó, como si fuera a ofrecernos lo más rico entre un variado menú- queso.
Creí que era una broma, porque tampoco como queso, pero regresó con una tabla llena de fromage, señalando cada clase:
-Este es de aquí, ese de allá y el otro de acullá. 
Germán se afanó a la tarea de llenar el buche mientras yo aguantaba las lágrimas, de risa y pena al tiempo. Vi una botella de vino y me pareció un buen compañero para paliar el disgusto. Ella siguió mi mirada y preguntó si bebía.
-Bueno, un poco sí.
-Es que lo he abierto ayer y no sé si estará bueno.
Descorchó la botella, se sirvió, lo cató y dijo:
-Ya está un poco estropeado.
Me temo que su explicación le sirvió de poco al ver mi copa cerca, en posición no oferente sino receptiva, por lo que no le quedó más remedio que echar un chorrito breve, como quien aliña la ensalada. No quiero parecer envidioso pero la copa de Germán tuvo más suerte, quizá como premio por haber comido. 
-¿No te gusta mi comida? -preguntó con cara de sorpresa.
-Es que tengo alergia a la lactosa y a un "no-se-qué" del tomate, -dije para salir del paso y no ofenderla.
-Vaya, qué pena -respondió. Y se fue, pero no a buscar más alimentos.
Pascal y Germán charlaron un poco mientras yo dosificaba mi ración de vino a sorbos mínimos. La abnegada sra. de Lefebvre trajo café y nos sirvió. Me abstuve de pedir leche para no estropear mi argumento.
-¿No estás cansado del viaje?
-Un poco. Tengo la espalda cargada.
-Ve a aquella habitación -ordenó más que sugirió- y túmbate en el suelo. Ahora voy.
Obedecí y vino tras de mí.
-Échate. Levanta las piernas, respira así -dijo con una inspiración profunda para que la imitase. 
Tras unos ejercicios que fue dictándome se marchó. Desde la puerta, como una madre que se despide de su hijo por la noche, sentenció:
-Duerme un rato.
Y apagó la luz.

Regresó a buscarme.
-¿Has dormido?
-Un rato -mentí.

Nos dijo au revoir a los tres en el jardín y cerró la puerta de la casa.  Junto a mi coche había un topillo muerto.
-Corre, no vaya a verlo la mujer de Pascal y nos invite a cenar -dije a Germán.
Se rió con ganas.
-No sabía que tuvieras tantas alergias alimentarias.
-No las tengo, pero no me gusta el queso ni el tomate. Se me ha ocurrido de repente.

Llegamos a la campa donde se celebraban los conciertos y allí una mujer que conocía a Germán vino a saludarle y nos invitó a café. Por suerte el camarero puso uno de más y me lo tomé después del mío. Cualquier cosa me valdría para llenar el buche. Al ver que la señora sacaba la cartera al tiempo de preguntar si queríamos algo más, no me atreví a pedir nada sólido, mirando con envidia y de reojo el bocadillo que mi amigo se estaba zampando. Y encima no aceptaban tarjetas de crédito.

Terminó el show y montamos en el coche a eso de las ocho de la tarde. Germán me miró sin aguantar la risa.
-Vaya día, ¿eh? Cuando entremos en España te invito a cenar. 
-Ok.

Salimos a toda mecha como si, aparte de los restaurantes, las autovías también cerrasen en Francia antes de las doce. Germán consultaba su portátil para encontrar un buen restaurante, pero el de Arzak pillaba bastante a trasmano, y no había nada reseñable en la puñetera guía del gourmet. 
-¿Te molesta que fume? -pregunté.
-¿No decías que no se fuma en tu coche?
-Es que así me calma el ansia.
Y fumamos los dos, él con su pipa y yo de mi paquete de cigarrillos.

A cada poco se acordaba de mi actuación durante la comida, o del pobre topo muerto y mis prisas por salir de allí antes de la cena, y se carcajeaba con ganas. Eran casi las doce y no habíamos encontrado dónde matar el hambre.
-Tengo que parar. Casi no queda gasoil.
-Pues cenamos algo ahí.
Después de repostar nos acercamos a la barra.
-¿Tienen algo de comer?
El camarero echó un ojo a la vitrina, que ya estaba bastante despoblada, y respondió:
-Sólo me quedan bocadillos... de... queso con tomate.
La risotada de Germán explotó como un petardo con reverberación y eco, así es su voz portentosa.
-Pues póngame uno, y una caña.
-A mí... un café con leche. ¿Tiene algo de bollería?
-Lo siento, no queda.
Con el andar triste de un convicto, cogí la taza y fui a sentarme. Germán me miraba sin poder contener no ya las risas sino las lágrimas.
-Perdona, pero no puedo aguantarme. Te debo dos comidas.

En lo que quedaba de trayecto seguí fumando y, después de dejar al niño, muerto de risa, en su casa, encendí el último pitillo. Eran más de las dos y llevaba seis cafés (como el grupo de "Cuadri"), la mitad con leche, unas hojas de lechuga, tres trozos de tomate, media copa de vino de Burdeos y un paquete de Marlboro en el cuerpo. Aparqué en la calle y subí a casa. Me puse el pijama y cené un tazón de colacao con cereales, un donut y dos sobaos. A punto de acostarme me vino una idea a la cabeza, de esas neuróticas que no te dejan dormir, como ¿habré cerrado la espita del gas?, ¿tendremos gobierno? o... ¿habré apagado las colillas? De repente me dio por pensar que una brasa del último cigarrillo que había entrado en el coche se estaba convirtiendo en incendio y que a la mañana siguiente tendría un fiat carbonizado. Volví a vestirme, bajé a la calle, revisé la tapicería como el operario encargado de buscar hasta el último pespunte bien dado en un Rolls, y regresé a casa. Dormí, eso sí, pese a tanta cafeína y nicotina, como un tronco, aunque no fuera de roble francés.

Más que una noche, como era el título de las jornadas musicales al sur de Burdeos, fue un día atípico. O una jornada de ayuno y abstinencia.

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