Así empezaba un día de pesca, cuando mi padre entraba a las siete de la mañana en mi cuarto, con la mejor de sus sonrisas para convencerme de que acompañarle al río sería lo mejor que podía hacer. Nunca me gustó pescar, quizá porque implicaba madrugar, que es lo que menos soporto de esta vida. A quien madruga... se le quitan horas de sueño, que para un soñador como yo es un crimen. El caso es que de nada servía darme la vuelta, mi padre atacaba por este flanco y volvía a la carga con argumentos de mayor calado: tu madre ha hecho una tortilla muy jugosa. Así que al final me levantaba con malas pulgas y dormitaba en el coche hasta llegar al río, que siempre estaba lejos, porque las truchas, que eran lo que más gustaba pescar a mi padre, siempre escogían aguas frías a más de dos horas de mi cama, que estaba calentita. O los lucios, que tenían más dientes que el ratoncito Pérez, y habitaban más allá de Benavente. Y la cosa no era sentarse a la orilla, qué va, había que caminar toda la mañana, cargado con la cesta, la sacadora y alguna caña de repuesto. Me pasaba como ahora, que me encanta la playa o la montaña o el campo en general, pero para pensar en mis cosas sin horario. A media mañana hacíamos el parón de la tortilla, que siempre se conservaba jugosa entre dos platos atados con servilletas, (aprende, inventor del burdo tapergüer). Y yo miraba la hora de volver, que nunca parecía llegar. Algún extraño campo de atracción sujetaba las manecillas de mi reloj, pese a que en la esfera ponía "antimagnético". Al final el sol dictaba sentencia. Mi padre me comentaba los lances, el del truchón que se le escapó por poco, el del enganchón que le impidió pescar en la mejor hora o el de la lucha sin cuartel con la captura más grande del día. Yo hablaba poco, escuchaba y miraba la carretera, a veces mi padre me dejaba conducir desde mi asiento, con la mano izquierda, para enseñarme a ser mayor. Pese a que lo intentó, y de qué manera, nunca consiguió que me aficionase a la pesca. Pero conservo algunos de sus muchos carretes en mi vitrina de objetos importantes, y en mi memoria sus ojos azules brillando de emoción cuando decía: "ha picado una".
sábado, 5 de septiembre de 2009
martes, 1 de septiembre de 2009
MÁS AÑOS MARAVILLOSOS
Una vez destapado el velo que cubría mi infancia viajera, afloran más recuerdos.
Uno de los tópicos que solía oír era "aquí se debe de comer bien, porque está lleno de camioneros". Imagino que los años del hambre habían dejado ese sedimento en mi padre, que confundía comer bien con abundantemente, como corresponde a un profesional del volante con más de cuatro ejes a su cargo. Y a fe mía que allí se comía: unas paellas "recién hechas" que si no se salían del plato era porque quedaban firmemente pegadas, que más parecía eso que ahora se llama risotto; filetes con patatas, tan grande el uno como las otras; y flanes caseros, por supuesto, de tamaño familiar. Mi madre, adelantándose a la moda reciente del "take away", o "llévese lo que ha pagado", sin ningún complejo ni mención a que el perro que no teníamos se comería las sobras, pedía que nos hicieran bocadillos para el resto del viaje, o los hacía ella misma con la media hectárea de carne que no habíamos terminado. Mi padre revisaba meticulosamente la cuenta, y tanto daba ajustar los errores a favor o en contra, porque aunque le daba vergüenza llamar al camarero para decirle que nos había metido en la factura una merluza que no había servido, sin contar las muchas pescadillas convertidas en merluzas, (ya se encargaba mi madre de eso), si el error era a su favor, jamás se marchó de un restaurante con la conciencia intranquila. Luego nos daba una charla sobre integridad y ética que bien les vendría a muchos de nuestros prohombres de hoy.
El viaje proseguía con mi madre atenta a la fauna doméstica ("mira, una vaca, un burro, unos caballos") y mi padre a la salvaje ("un ratón, un zorro, una liebre o un conejo"), que él distinguía sin dudar y a velocidad de crucero.
En el asiento trasero teníamos sitio fijo: mi hermano a la izquierda, yo a su lado, la pequeña en medio, mi hermana mayor a la derecha y mi otra hermana a su lado. De ese modo, los flancos quedaban a salvo y los medianos protegidos. Y sin querer ser machistas, los hombres copábamos el flanco peligroso y las mujeres el otro, el de la cuneta, que se suponía más segura (cualquier paralelismo con la vida política era pura casualidad). Por allí circulaban cuentos, muñecas y juegos de viaje, teniendo en cuenta que sobrepasar la línea del respaldo y el cristal trasero suponía limitar la visibilidad y acarreaba bronca.
Mis hermanos y yo componíamos canciones con letra y música propias, a salvo de injerencias de la SGAE, e incluíamos coreografías que por la estrechez del espacio no pasaban de leves movimientos de manos o brazos. Estaba prohibido golpear los respaldos de los asientos delanteros, sobre todo el de mi padre, que se concentraba mucho en la conducción y no admitía distracciones. Lo bueno es que cada cosa que hacíamos mal iba siempre acompañada de una explicación razonable.
Y entre cánticos, chistes, risas y juegos, pasábamos las horas de carretera en familia. Y entre charlas educativas, claro.
lunes, 31 de agosto de 2009
AQUELLOS MARAVILLOSOS AÑOS
Helados nos quedamos mi padre y yo aquella mañana, cuando viniendo por la carretera de Salamanca, escuchamos por Radio Nacional que a partir de no sé qué día, los cinturones de seguridad serían obligatorios. No recuerdo si antes o después también se establecieron los límites de velocidad.
Y me viene eso a la cabeza porque acabo de regresar de un pueblo de Asturias, (que antaño era la provincia de Oviedo), por la Autovía del Cantábrico (mediovía) y la recién estrenada "Cantabria (la provincia de Santander) - Meseta", que por aquellos entonces no era ni un lejano proyecto del MOPU, que pasó a ser el MOPT, o quizá alguna otra sigla indescifrable y hoy es el Ministerio de Fomento. Por lo visto, fomentar en dialecto político viene a ser como "hacer carreteras a medias". Yo propondría el nombre de MFyC, o sea, de fomento y consolidación, para que no queden dudas de que lo que se empieza hay que acabarlo.
La cosa es que, como soy un clásico y además pobre, mi coche no tiene aire acondicionado, excepto el que entra por las ventanillas, cuyas condiciones son las puramente meteorológicas. Y subir o bajar el volumen del cassette o la radio depende del calor, porque a más calor, más volumen, para compensar el ruido que entra a ventanilla bajada.
Creo que si nos hicimos hombres (y mujeres) fue en parte por aquellos viajes en el SEAT 1500, con mis padres delante y mis cuatro hermanos y yo detrás, sin cinturones de seguridad, aguantando curvas sin vomitar, jugando al tres en raya sin magnetizar, y merendando en ruta con cuidado de no ensuciar la tapicería. No existía la ergonomía, pero las apreturas nos impedían ir de lado a lado. Soportábamos el calor y el frío con estoicismo, el único radar que conocíamos era el de la base de Robledo de Chavela, cerca del safari El Quexigal, y mi madre hacía tortillas de las de verdad, con huevos de gallina, que comíamos a veces en un pinar, sobre la manta roja de cuadros que parecía tan obligatoria como hoy lo son los triángulos y los chalecos reflectantes.
Cantábamos "ahora que vamos despacio", porque íbamos despacio sin necesidad de advertencias de la DGT y porque los coches de los 70 raramente pasaban de 150 km/h, que además era el límite para adelantar en autopistas. A alguno le sorprenderá que actualmente no se puedan sobrepasar los 120, con tanto airbag, ABS, frenos cerámicos y la biblia en verso, amén de las carreteras, que siempre tenían curvas aunque fueses de Valladolid a Palencia, pero es que antes no se preocupaban por nuestra salud más que a base de inyecciones cuando cogías la gripe, que con Franco y la UCD daba más fiebre y te dejaba baldado cuatro días en la cama, no como la de ahora, que te tiene atontadillo pero te deja trabajar, aunque sea al ralentí. Curiosamente, los médicos de familia se llamaban de cabecera, cuando la familia era algo fácilmente identificable y hasta perdurable, y ahora que es un batiburrillo de gente entrando y saliendo, los llaman "de familia"... en fin, un lío esto de la "nomenclatura moderna que se ajusta a realidades".
Creo que si nos hicimos hombres (y mujeres) fue en parte por aquellos viajes en el SEAT 1500, con mis padres delante y mis cuatro hermanos y yo detrás, sin cinturones de seguridad, aguantando curvas sin vomitar, jugando al tres en raya sin magnetizar, y merendando en ruta con cuidado de no ensuciar la tapicería. No existía la ergonomía, pero las apreturas nos impedían ir de lado a lado. Soportábamos el calor y el frío con estoicismo, el único radar que conocíamos era el de la base de Robledo de Chavela, cerca del safari El Quexigal, y mi madre hacía tortillas de las de verdad, con huevos de gallina, que comíamos a veces en un pinar, sobre la manta roja de cuadros que parecía tan obligatoria como hoy lo son los triángulos y los chalecos reflectantes.
Cantábamos "ahora que vamos despacio", porque íbamos despacio sin necesidad de advertencias de la DGT y porque los coches de los 70 raramente pasaban de 150 km/h, que además era el límite para adelantar en autopistas. A alguno le sorprenderá que actualmente no se puedan sobrepasar los 120, con tanto airbag, ABS, frenos cerámicos y la biblia en verso, amén de las carreteras, que siempre tenían curvas aunque fueses de Valladolid a Palencia, pero es que antes no se preocupaban por nuestra salud más que a base de inyecciones cuando cogías la gripe, que con Franco y la UCD daba más fiebre y te dejaba baldado cuatro días en la cama, no como la de ahora, que te tiene atontadillo pero te deja trabajar, aunque sea al ralentí. Curiosamente, los médicos de familia se llamaban de cabecera, cuando la familia era algo fácilmente identificable y hasta perdurable, y ahora que es un batiburrillo de gente entrando y saliendo, los llaman "de familia"... en fin, un lío esto de la "nomenclatura moderna que se ajusta a realidades".
Y para terminar, una frase atemporal, que no entiende de modernidades: ¡Cómo se come en el norte! Y qué fría está el agua, coño.
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