sábado, 19 de febrero de 2011

LA CAJA RÁPIDA

Tarde de compras en el súper de El Corte Inglés. Tras un par de parrafadas con dos amigas y varias vueltas de acá para allá, me pongo a la cola con una cesta escasamente poblada. Dejo los chismes en la cinta transportadora y la cajera, con gesto entre adusto y directamente de mala leche incontenida me espeta:
-Lleva usted más de diez artículos.
Un poco sorprendido, miro alrededor, y le pregunto:
-¿Más de diez?
-Claro, esta es una caja rápida. Y sí, muchos más.
-Vaya, pues ni me he dado cuenta, ni siquiera sabía que hubiera cajas rápidas.
-Sólo desde hace veintitrés años, caballero.
Miro arriba, donde señala la vista de la cada vez más desagradable cajera. Veo el cartel: "Máximo 10 artículos".
-Supongo que habrán cambiado el rótulo desde entonces. Si no, estaría amarillo.
Calla. Respira. Piensa. Ataca:
-Le cobro porque no hay gente haciendo cola. No sabe usted las broncas que hay.
No me extraña, pienso, a poco que la provoquen. Menuda fiera.
-De todos modos, si sólo puede cobrar de diez en diez, -noto que me voy creciendo y ella menguando-, no se preocupe. Como mi hija y yo somos dos, podemos llevar diez artículos cada uno. Cuente diez, los pago, y vuelva a contar.
Me mira por encima de las gafas, creo que le debo la vida a sus cristales graduados, que impiden el paso de rayos y centellas. El resto de la transacción no presenta mayores contratiempos, aunque me abstengo de hacer más comentarios para evitar innecesarias tragedias.
Pago mis más de diez cosas, recojo mis bolsas, que ella ha llenado amablemente y antes de marchar, me despido.
-Buenas tardes, muchas gracias.
En la escalera mecánica mi hija, que es larga por dentro y por fuera, me dice:
-Vaya cajera borde.
-No, hija. Cumple con su obligación al pie de la letra. Y además lleva 23 años currando en la caja rápida. Hay que entenderla.