No recuerdo haber contado esta historia de mi vida, y de repente, echando un vistazo a mi habitación-estudio-despacho (de pan y leche) me ha vuelto a la cabeza.
Mis primeros años escolares los sufrí en un colegio de monjas, cuando eran privados de verdad y había que pagar por ser adoctrinado. (Nada tiene esto que ver con la actualidad, cuando se imparte menos doctrina, casi gratuita y han desaparecido las prebendas de impunidad que imperaban en la escuela, pública y privada, quiera o no quiera reconocerse. Pero eso merece otra entrada más larga y mucho más comprometida).
Recuerdo a la oronda madre abadesa, con su hábito enteramente negro, excepto la toca blanca enmarcando la papada constreñida; a su lugartenienta, otra monja (eran de una orden de clausura, pero por lo visto disfrutaban de pase de pernocta inverso) que ahora me parece la clásica subalterna pelota, colérica y sanguínea, y que reía las gracias a su jefa para serle simpática y acaso sucederla en el trono, al que nunca se encaramó porque la impaciencia o alguna otra razón con pantalones (o quizá faldas, pero eso es leyenda urbana) la llevaron a posteriori por el camino secular. Cuando ambas conspiraban para decidir qué estrategias de aprendizaje (o métodos discutiblemente pedagógicos) nos aplicarían tras el recreo, y nos permitían almorzar en clase, yo daba cuenta de mi trozo de pan con chocolate, mucho antes de la invención del oportunista pero mediocre bollicao, ante la mirada envidiosa de un compañero de mesa, rubiales, pequeñín y con cara de hambre. Comoquiera que daba muestras de nutrición precaria, insistía en pedirme un mordisco, a lo que yo accedía tras dos o tres ruegos. Pero mi generosidad tenía más límites que mi hambre, y me parecía un abuso por su parte que día tras día viniera sin bocadillo a clase y se aprovechara de mis dádivas. Así que un día le recordé cómo funcionaba el mercado libre, y le sugerí un trueque, sin especificar de qué especie. (Lamento no contentar a los malpensados, pues yo tenía claras mis preferencias, toda vez que me encantaba ver trepar a las niñas en árboles y columpios, con fines poco deportivos y bastante lúbricos. Mis amigos retaban a las crías a alcanzar la rama más alta y yo asistía al espectáculo, cuya etimología tenía clara: venía de "especta culo"). El caso es que mi compañero se presentó un día con una colección de coches en miniatura y me ofreció el que más me gustase, a cambio de un muerdo (de mi almuerzo). Supongo que no era cuestión de establecer una tabla de equivalencias entre caballos, consumo a los cien o centímetros cúbicos con centímetros de almuerzo, así que me mostré generoso al compartirlo con él. Aprovechando semejante acuerdo, llegué a hacerme con una flota apreciable, que guardaba bajo mi cama comunitaria (mi padre pagaba colegios privados, convencido de que la escuela pública había sido insuficiente para sus necesidades educativas especiales, pero vivíamos en un piso de sesenta metros y el régimen era de habitación compartida sin lujos, algo que le agradeceré siempre, porque disfruté de miles de horas con mi hermano querido, siempre dispuesto a la juerga o al consejo fraterno, tanto daba). Pero un infausto día, hurgando con la escoba, mi madre descubrió aquel garaje clandestino con mayor indignación que si me hubiera pillado destilando alcohol durante la ley seca. Vino a preguntarme por el origen de semejante parque móvil, y canté de plano sin tercer grado, ya que el primero de mi madre era suficientemente eficaz. Enterada e indignada, me obligó a devolver mis ganancias. Le sugerí que entonces mi compañero tendría que hacer lo propio con su parte del intercambio, pero mi madre, con una sonrisa rayana en la risotada, que aún conserva, espetó:
-Si él te devolviera lo que le diste, no te iba a gustar.
Así pues, madre e hijo fuimos al día siguiente al cole, y me tocó disculparme ante mi compañero y su progenitora, y la mía lo hizo ante ambos, en un exquisito ejercicio de humildad (sin afear a la señora su desidia ni amenazarla con llamar al tutelar de menores para que le quitasen la custodia del crío por falta de atención, alimentación insuficiente, dejación de funciones o cualquier mandanga de las que se estilan hoy, porque mi madre siempre fue una mujer de una pieza, pequeña pero pieza, regida por principios como pilares de basílica, igual que mi padre, la verdad, que en eso eran una pareja modélica).
Y por supuesto, tuve que restituir lo ganado con malas artes o algún agravante del código civil, que para penal no lo veía yo. Le entregué mi garaje móvil a la madre, y creo que ella captó todos los mensajes subliminales, porque no recuerdo haber tenido que compartir mi pan con chocolate con su hijo desde aquel día. Mi carrera como compra-venta se truncó en ese instante.
Todo esto viene a cuento de que años más tarde, no a cambio de pan sino de dinero, me decidí a retomar mi afición por los coches en miniatura, primero con el afán de recuperar (a escala) los que mi padre había poseído. (Aún recuerdo con emoción cómo descubrió su primer vehículo a cuatro ruedas, un Fiat Topolino, abandonado en una gasolinera cerca de Villagarcía de Campos, además pueblo natal de mi amigo y cantante Eugenio, y casi se le saltaron las lágrimas, aún cuando ya tenía un 1500 del que he hecho mención en este blog). Y empezando por el Topolino, que venía en versión diorama con un señor que se parece a mi padre más de lo que la casualidad avalaría, terminé por encontrar su Talbot Horizon, el único que pude disfrutar como conductor. Y luego, ya por puro placer coleccionista, otros ochenta más, incluida su primera Lambretta.