lunes, 2 de noviembre de 2015

LX SEMINCI


LX podría ser una talla para los que se visten por los pies, pero no. Van ya sesenta ediciones de la Semana Internacional de Cine de Valladolid, la sesentava, que diría aquél (o aquel, según la norma de la RAE que algunos de los académicos no secundan, presumiendo de clásicos). Y, como todos los números redondos, hay que celebrarlo (excepto el cero, aunque sea el más redondo).

Por la trigésimo (o trigésima) primera SEMINCI (o "seminchi", pronunciación "alla italiana" de mi padre, como si fuera la Mostra de Venecia), yo estaba recién llegado del servicio militar, con la cabeza como un bombo, el que me adjudicó un brigada cuando le dije que estudiaba música, cosa que no era cierta del todo, porque ni la había estudiado realmente, más bien leído por encima, ni a mis veintiún años tenía idea de proseguirla. Me preguntó si sabía armonía, a lo que respondí que según quién le preguntara. Entonces me otorgó el bombo que, como todo el mundo sabe, es instrumento de enjundia, sapiencia y base de todas las músicas, al que con razón los ingleses llaman "bass drum" (aunque "bass" no sea base, para qué engañarnos). La persona que me examinaba de armonía en el conservatorio opinaba que mi forma de construir voces sobre un bajo se alejaba de los cánones clásicos, lo cual quedó demostrado (al menos por y para ella) con tres suspensos y un mísero aprobado en la cuarta convocatoria. Años después, en segundo de magisterio (lo de ser maestro, que es lo que soy sin ser "magister" en nada) volví a coincidir con aquella mujer, que aun siendo cardo tenía nombre de flor amable,  y acaso su memoria fuese mejor que la mía, porque me castigó con un nueve en lo que había sido algo más cuando cursé segundo de solfeo, el equivalente al nivel musical que se exigía en la carrera. 


Una tarde me llamó un amigo, que hoy es director del conservatorio, qué cosas, para ofrecerme un trabajo. Se trataba de tocar melodías facilonas al piano en una tienda de ropa, como hilo musical. El dueño del negocio y yo nos pusimos de acuerdo en dos minutos, (me confesó después que catalogaba a las personas según los dientes, como a los caballos, y los míos debían de estar limpios aquel día, o se me escapó un relincho cuando calculé mis ganancias mensuales) y pasé más de un año frente a un piano electrónico entre pantalones y jerséis, saltando de Sinatra a Nino Bravo, de Supertramp a Stevie Wonder, o de Billy Joel a Elton John, que era saltar poco. Los clásicos me daban alergia, y más después de que un cliente recriminara mi poco interés por haber interpretado un momento musical de Schubert en un tono que no era el original (por fortuna sólo se centró en la tonalidad, así que no me fue tan mal con su crítica, pese a todo, amable). A mí, que tocaba casi de oído y me daba lo mismo re que sol, o arre que so, y desconocía el significado oculto de componer con dos bemoles o tres sostenidos, me pareció una señal de que mi camino no iba por ahí, considerando que habría pocos puristas que conocieran la tonalidad original de "New York, New York", quizá modificada en directo por la tesitura de Frank Sinatra. 

Un día, de esos entre ropa y piano light, alguien llamó por teléfono para interesarse por el pianista. Quiso la casualidad que yo me encontrase en ese momento tocando, porque éramos dos los que nos repartíamos el horario comercial, y reconozco que el otro, Eddie, un brasileño autodidacta, tocaba mejor que yo, con sus dedos de guitarrista reacondicionados para el piano. La llamada provenía del dueño de unos cines al que se le había ocurrido que sería buena idea poner música de fondo a las películas mudas que programaba la SEMINCI en un ciclo dedicado al septuagésimo quinto aniversario de la Paramount. Su propuesta era interpretar melodías de cine mientras se proyectaba la película, tanto daba a la que pertenecieran, sólo por hacerla más llevadera. Creo recordar que nos entrevistamos al día siguiente y, tras ajustar el precio, accedí.

Los entresijos de un festival de cine, o al menos del de Valladolid, son caprichosos, pero eso no importa al espectador si al final la cosa sale bien. Me dieron el guión de cada película, y los intertítulos para que me sirvieran de pista. Como no había piano disponible, llevé mi sintetizador DX7, y con un sonido más de pianola que otra cosa, sentado en un taburete con el aparato apoyado en una caja de madera, decidí sobre la marcha que quizá tocar "Lo que el viento se llevó" no pegaría mucho con "Wings", en la que Gary Cooper tenía un papel tan breve que al pobre lo dejaron sólo ante el peligro nada más aparecer, y se estrelló un par de minutos más tarde, pues por lo visto se le daba (o daría) mejor manejar un Colt que un avión. Al menos se ligó a Clara Bow.
Otra de las que toqué fue Moana, más bien un documental. María, la traductora, con quien años más tarde coincidí en el Coro Universitario, pensó que "robber crab" era "cangrejo Roberto" y desde aquél día, aunque le hice ver que pegaba más con el hecho de que el crustáceo era un ladrón, me llamaba cangrejo cada vez que nos veíamos sin disimular la risa que ocultaba su metedura de pata (de cangrejo, claro). Carlos, que era hijo de mi practicante, o sea, del que me ponía las inyecciones en el culo cuando estaba enfermo, tenía un verbo fluido y traducía directamente con una facilidad asombrosa. Como las salas estaban atestadas de público, compartíamos su cabina, lo cual facilitaba la parte técnica, la de los enchufes y conexiones para que se oyeran la traducción y la música, y además nos daba pie a hacer chascarrillos en los descansos. Antes de la proyección charlábamos sobre la película, y sus comentarios me ayudaban de algún modo a situarme, aunque a veces trataba de despistarme contándome mentiras para ponerme a prueba, o retándome a cambiar los papeles, él de pianista y yo de traductor, a lo cual nunca accedí. 
En años sucesivos llegaron otros ciclos, y el de Murnau con Fausto, que me deparaba una sorpresa. Después de tocarla en una sala de los Manhattan, se decidió un pase especial en el Calderón, que era sede y sancta sanctorum del festival. Allí me volví tonto del todo, con presentación personal a cargo de Juan Carlos Frugone, entonces subdirector, que luego ascendió a director cuando lo dejó Fernando Lara, y el foco apuntándome o más bien cegándome, lo que acentuaba mis andares de pato mareado. Creo que aquella vez tuve un orgasmo no genital, aunque jugaba con el público a favor, porque el teatro estaba lleno de amigos a los que regalé la entrada, tales eran mis prebendas, y algunos actores a los que amenizaba las copas en el hotel Olid Meliá vinieron a escucharme en mi faceta creativa tras soportar la de entertainer, la de hilo musical. 

Descubrí a Dreyer, hice lo que pude con Juana de Arco, y algún autor español me ubicó en el cine patrio ("Moros y Cristianos", una de 1926), con la inestimable ayuda de la familia Gandía Martínez, cuya madre, Carmen (que ha cumplido noventa esplendorosos años esta misma semana) y sus hijas me cantaron "Paquito el chocolatero" hasta que fui capaz de tomar apuntes más o menos válidos para acompañar la proyección.

En algún momento dejaron de programar cine mudo y, por ende, de contar conmigo. 

En la tienda me sustituyó un equipo de música. En la SEMINCI no lo sé. En el hotel, Eddie, que se lo merecía, y hasta me dejaba sustituirlo mientras se tomaba un café.

Cuando la efímera fama nos abandona, persiste su recuerdo. José Luis Castrillón, amigo de la infancia y aficionado al cine, amén de ex colaborador de la SEMINCI, lo mencionó esta semana en el periódico, cosa que provocó este texto.