No puedo decir que todo estuviera saliendo según lo
esperado, porque ni esperaba nada ni tampoco fluía apenas más que una
conversación discontinua, llena de vacíos y miradas al frente, como si el cielo
plagado de cirros, cúmulos, nimbos o estratos, que eran los cuatro tipos de
nubes que me aprendí de niño, captase nuestra atención o simplemente sirviese
de cortinilla para tapar nuestros huecos. Un cigarrillo habría cumplido una
magnífica función de ayuda, pero había dejado de fumar. Por fortuna el tiempo
siguió a lo suyo, que es correr, y se plantó en las dos, hora de pensar en la
comida. Creo que nos miramos con idéntica idea en la cabeza, y me tomé la
libertad de levantarme a pagar las cervezas. Sin embargo, Sofía echó a correr
inesperadamente y llegó antes a la barra, donde saldó la deuda
reconviniendo mi actitud machista, retrógrada y conservadora. Por lo visto
había herido su sensibilidad de mujer liberada, progresista y moderna a rabiar.
Me repuse del golpe y contraataqué:
-¿No hubiera sido más justo en ese caso que pagáramos
a medias?
-De ninguna manera: llevamos oprimidas tanto tiempo que
tenemos mucho que recuperar.
-Espero que no caigas con un jeta que se tome al pie
de la letra tus reivindicaciones y acabes arruinada.
-Tendré cuidado-, respondió de forma algo abrupta,
como si mi comentario le hubiera traído un mal recuerdo.
Un nubarrón se abrió paso entre las alegres
nubecillas blancas, y mi sensación de hambre se mezcló con otra bien conocida
de peso en el estómago. Era el estigma familiar del disgusto, ese que asomaba
cada vez que algo nos tocaba la fibra o directamente la rascaba. Entre unas
cosas y otras, se me arrugó la cara y ella lo notó.
-Perdona, no quería molestarte. Es sólo que tengo un
cierto miedo a los guapos que te invitan para llevarte a la cama.
Si esa era su forma de pedir disculpas casi prefería
que siguiera pagándome las cañas.