Si algo hay de común en muchas de mis historias es el amor, en sus múltiples apariciones, ora beatíficas, ora pecaminosas (las menos y las más, respectivamente, o lo contrario). No puedo aceptar los ejemplos que vienen como mera atracción físico-hormonal porque yo era un ferviente admirador de las mujeres como futuras madres de mis hijos y esposas amantísimas, Y tanto en Irlanda como en la SEMINCI tuve un par de apariciones que, si no marianas, sí podían haber sido casi divinas de no haberse vaporizado por diferentes motivos que aún me cuesta entender. La primera, que es la que ocupa esta entrada (palabra aceptada gracias a la sugerencia de Carlos L., antiguo compañero del colegio, que me lee los viernes, a quien se la dedico) tuvo que ver con el cine, y se fraguó el día antes de la jornada de clausura, aunque desde el primer día de festival ya establecí eso que se llama contacto visual.
Habría que comentar, a modo de preámbulo, que se tiende a sobrevalorar a las actrices, no sólo en cuanto a su belleza, que por una extraña razón se incrementa ficticiamente por el hecho de salir en pantalla grande o mediana, sino en lo referente a su personalidad. Cuando las ves tomando un café después de la siesta, comienzas a pensar que son humanas. Sin embargo, el caso que me ocupa escapaba del mundanal ruido, aunque se acercaba mucho al de mi piano en las horas de la vermú, que en dialecto de cine no son antes de comer, sino de cenar.
Babette andaba tan aburrida noche tras noche que se refugiaba en el bar del hotel junto a mi piano. Era entonces una joven y prometedora actriz holandesa que presentaba sus credenciales en el festival con una película de la que no recuerdo el título. La acompañaba a ratos un hombre a medio arreglar, pinta impostada de intelectual, nada atractivo, que trataba de poner cara de director de la película, y que desaparecía tras guardar el bolígrafo especial de los autógrafos sin estrenar. La bella Babette, sola en una silla, me miraba, brindaba conmigo, imitaba a Sue Ellen, la de Dallas, y me guiñaba un ojo o regalaba una sonrisa antes de subir a su habitación tras sus vanos intentos de entablar una charla conmigo, que era y soy incapaz de hablar y tocar el piano a la vez, es decir, soy pianisto. Algunos de mis amigos vinieron a hacerme compañía un día antes de la entrega de premios y gala final, y mi preciosa y fiel actriz de cabecera, acabada mi jornada laboral, aceptó la invitación y se vino con nosotros a tomar una copa. Nada más pisar la calle de San Blas parecí recuperar el habla, aunque con dificultades, porque nos teníamos que comunicar en inglés. Acabamos en el Alfonso, un pub que servía copas y bocadillos hasta la hora de cierre. Allí nos desquitamos de las jornadas de silencio y hablamos, hablamos... dejando el final de la conversación para el sábado siguiente, durante el fiestorro y desenfreno final. Ella me preguntó si yo estaría y confesé que no tenía acreditación, pero me las apañé para hacerme con un pase.
Llegó la noche deseada y pisé la moqueta del hotel como si hubiese recibido todas las espigas de oro, plata y bronce, sonriente pero nervioso. En un momento idílico, de película angloparlante, tanto da británica que estadounidense, la vi aparecer junto al director, aquel ser anodino y directamente incómodo. Y entonces, cuando la tenía a menos de cinco metros, me paré a contemplarla con su vestido de noche, su cara de ángel (quizá a punto de transformarse en demonio...) y me morí de repente. Pero no de amor, que ya lo estaba, ni mucho menos de lujuria o de vicio, sino de puro miedo. Las piernas empezaron a flaquearme, no podía andar, como en una pesadilla, y una vergüenza inexplicable tomó el mando de mi cerebro. Incapaz de hablar, de saludarla, de nada que me ayudara a saltar aquel abismo infranqueable, me fui alejando, y creo que ella buscó el pasillo y se marchó de la fiesta, de la noche de clausura y de mi vida. Aún me puede la lástima, la que yo mismo me causé, y en este crítico instante me siento imbécil al recordar y relatar los hechos. No se trataba de sexo. Era amor. O lo habría sido.
La fotografía pertenece al archivo de la web de Babette. La he tomado prestada sin su permiso expreso, aunque flickr no me ha puesto pegas. Excepto que me invitase a tocar con ella, porque además canta, nada me agradaría más en este instante que recibir un email personal de Babette aunque fuese para que retire su foto. Así al menos podría pedirle perdón. Por usar la foto y por haberme portado como un pelele aquella noche. Como un gilipollas.