Con la cantinela (o cantilena, que cuanto más escribo más dudas tengo) que adorna esta entrada, los niños de mis felices años 70 asaltábamos sin pudor a los transeúntes, previa clase teórica en el colegio o la parroquia, y práctica en la casa propia con nuestros padres y hermanos. Los vecinos eran nuestras siguientes víctimas, y de allí nos lanzábamos a otros edificios colindantes, con esa técnica de puerta fría, para acabar llenando los huecos de nuestra hucha en la calle. La hucha es la protagonista de mi texto, pues resulta que esta semana me he agenciado un par de las de negritos, originales, con su pegatina y todo. El adhesivo era, convenientemente pegado entre la tapa y la base, la garantía de que el importe íntegro de la recaudación llegaría a buen fin. Me consta que había compañeros hábiles en el despegado y repegado, prestidigitadores y algún chapucero sin recato, lo que por otro lado confirma que el mundo, tras muchas vueltas, no ha cambiado tanto en lo que se refiere a codiciar y apropiarse de los bienes ajenos.
Los modelos de hucha eran variables: un chino con sombrero de recolector de arroz y un negrito que mostraba sus dientes superiores y los ojos en blanco, como con glaucoma, no sé si porque los moldes no permitían mayor detalle o si era para darle más patetismo al niño. Creo recordar, aunque no estoy nada seguro, que había más razas representadas, quizá un indio con coletas. En aquellos tiempos no había recato en llamar negros a los negros, indios a los indios ni chinos a los chinos, no como ahora, que todos son de colores pero los únicos de color son los negros, afroamericanos si son americanos de color, menudo lío. Lo cierto es que a falta de oenegés que colgasen anuncios nosotros exhibíamos nuestra hucha-busto, sacudiéndola para que sonasen las monedas, sacudiéndola para sacudir las conciencias y corriendo a veces para que no nos sacudieran un portazo quienes se hartaban pronto de dar limosna.
De vuelta a la parroquia o al colegio entregábamos nuestra cabecita de amerindio, de afroamericano o de asiático llena de buenas intenciones, el cura desprecintaba la tapa inferior, contaba el importe y te felicitaba por tu esfuerzo con un "los pobres niños te lo agradecerán" . Después nosotros presumíamos, si era el caso, de ser los más hábiles recaudadores, con argumentos de corredor de bolsa o broker, "es que mi barrio es muy obrero pero solidario" o "hasta que no le saqué un duro no dejé de darle la matraca al tío aquel", hasta el año siguiente, en el que pedíamos otra hucha igual si habíamos llenado la del anterior, o preferíamos cambiar, no fuera a traer mal fario el negrito con los ojos en blanco.
Los modelos de hucha eran variables: un chino con sombrero de recolector de arroz y un negrito que mostraba sus dientes superiores y los ojos en blanco, como con glaucoma, no sé si porque los moldes no permitían mayor detalle o si era para darle más patetismo al niño. Creo recordar, aunque no estoy nada seguro, que había más razas representadas, quizá un indio con coletas. En aquellos tiempos no había recato en llamar negros a los negros, indios a los indios ni chinos a los chinos, no como ahora, que todos son de colores pero los únicos de color son los negros, afroamericanos si son americanos de color, menudo lío. Lo cierto es que a falta de oenegés que colgasen anuncios nosotros exhibíamos nuestra hucha-busto, sacudiéndola para que sonasen las monedas, sacudiéndola para sacudir las conciencias y corriendo a veces para que no nos sacudieran un portazo quienes se hartaban pronto de dar limosna.
De vuelta a la parroquia o al colegio entregábamos nuestra cabecita de amerindio, de afroamericano o de asiático llena de buenas intenciones, el cura desprecintaba la tapa inferior, contaba el importe y te felicitaba por tu esfuerzo con un "los pobres niños te lo agradecerán" . Después nosotros presumíamos, si era el caso, de ser los más hábiles recaudadores, con argumentos de corredor de bolsa o broker, "es que mi barrio es muy obrero pero solidario" o "hasta que no le saqué un duro no dejé de darle la matraca al tío aquel", hasta el año siguiente, en el que pedíamos otra hucha igual si habíamos llenado la del anterior, o preferíamos cambiar, no fuera a traer mal fario el negrito con los ojos en blanco.