jueves, 4 de septiembre de 2014

... en el país de las maravillas

(El hombre es, sobre todo, un ser vivo. Por eso, cuando no encuentro respuestas, busco en la naturaleza, la gran obra de Dios. Por desgracia, lo hago a menudo, tan grande es la fragilidad humana). 

Ayer recibí la noticia, no por esperada menos dolorosa, del tránsito de una amiga a esa que llamamos "mejor vida". Para ser sincero y no caer en el tópico del día de las alabanzas, nuestra amistad era casual, no de íntimos, pero muy valiosa por su ejemplo. No es necesario el trato diario para apreciar a alguien, somos demasiados álguienes en este mundo como para subrayar en nuestra agenda a todos los que merecen la pena. Alicia estaba en ese grupo de personas con ángel, con encanto personal, tocadas por la varita mágica de la discreción y los principios basados en la fe cristiana de cuyas fuentes bebimos en desigual medida. 

Como algunas raras especies de plantas,  tuvo una breve vida en la que aprovechó para florecer, regalar su aroma y dejarnos con un marchitar digno, sereno (y cruel). No hay rosa, paradigma clásico de belleza, que huela largamente, ese es su destino, porque la suma beldad es efímera, aunque el recuerdo de esos pocos seres escogidos permanece en nosotros asociado a momentos excepcionales, cuando la obra de Dios se manifiesta con todo su esplendor y su crudeza injusta a los ojos mortales. 

Le tocó cruzar el espejo, como a la Alicia de Carroll, y no tengo duda de que en este instante se encuentra velando nuestra desasosegada existencia desde el país de las maravillas, obsequiándonos con su inquebrantable sonrisa desde el jubileo ganado con sus botas llenas de barro, satisfecha del camino que brevemente compartimos, aunque nos preguntemos por qué Dios quiso entregarle su premio antes de tiempo: quizá porque al salir de sus manos ya la echaba de menos, como nosotros ahora y decidió recuperarla cuanto antes.