Ya se sabe que el comercio rige las fiestas antaño santificables y se aprovecha de ellas. Sobran ejemplos. Anoche, a las doce pasadas, me dieron el regalo: un pijama, que me venía bien porque a ciertas edades hay que ser prácticos. Acertaron con la talla, son muchos años manteniendo el peso, no así el contorno, que se reparte caprichosamente vete a saber por qué razones.
Me lo puse, no hay mayor señal de agradecimiento que no usar el vale-regalo, rayano en la grosería, sólo superado por los que dejan la etiqueta con el precio, "porque hay confianza", y aunque picaba un poco por el apresto, o la cantidad de manos que lo habrían tocado antes, me acurruqué bajo el edredón.
He despertado sudando, no porque fuera un pijama de lana pirineo sino por las pesadillas, supongo que casuales: con mi nueva prenda me adentraba en las selvas africanas, huía de las fieras a esa velocidad de los sueños comparable al McLaren de Fernando Alonso hasta que una boa constrictor me apresaba. Lo he contado durante el desayuno y mi hija, muerta de risa, ha venido con la anaconda colgando entre dos dedos:
-Para otra vez, corta antes la etiqueta.