sábado, 20 de febrero de 2010

FUEGO EN EL ALMA


Una vez, hace años, me inventé como pintor. Quiero decir que no había pensado jamás en dedicarme a ello, pero paulatinamente se fue instalando en mí la idea y luego la necesidad de ponerla en práctica. La experiencia fue placentera, por cuanto me sorprendí con una determinación y entusiasmo desconocidos y disfruté no solo de la tarea creativa, que en sí es atractiva, sino también de la sensación ególatra de creerme artista durante unos años. Aunque llevo mucho tiempo dedicado a la música, casi siempre lo había hecho en grupos, con lo cual sólo eres una pequeña parte, que depende de lo muy o poco solista que seas. Pero cuando pintas, tus cuadros son tuyos y tu éxito (si lo hay) no lo compartes con nadie. Aquel reto íntimo supuso mucho más que la venta de algunas obras a mis amigos, sino saber un poco del mundo del arte y el mercadeo. Conocer a unas pocas personas en un momento determinado puede significar el éxito o el fracaso, que se te abran las puertas del paraíso o la trampilla del infierno ceda bajo tus pies. Yo, ni lo uno ni lo otro. Hubo quien me prestó su sala o me presentó a quien podía prestarme otra, y conocí el juego de amigos y conocidos y favores prestados con mayor o menos interés. En definitiva, pude codearme con pintores muy buenos y con algunos peores que yo, que también los hay. Lo que más ilusión me hacía era preparar las inauguraciones, porque acudían mis amigos y nos tomábamos unos vinos con patatas fritas de bolsa, y me decían que les explicase mis cuadros, o que les reservase uno, o que menudo morro tengo. Pero me encantaba reunirme con todos ellos y con mi familia, porque a ciertas edades sólo coincides en funerales con la gente que quieres.

Pasada mi fiebre pictórica, ando peleado conmigo porque no acabo de sacar a flote la vertiente de escritor, salvo en este cuaderno o en muchos textos que hibernan en el disco duro de mi ordenador.

Mientras tanto, sigo reinventándome como persona. Quizá eso suceda antes de publicar un libro.