Tengo un receptor de 25 pulgadas, de los antiguos con culo gordo y tubo de imagen. A su lado está el sintonizador de TDT, un aparatejo sin ninguna enjundia, que me permitirá alargar la vida de mi viejo SONY (en términos electrónicos, eso significa más de diez años) hasta que diga "hasta aquí hemos emitido" y le dé por equivocarse de colores y hacerme creer que de repente me he vuelto daltónico. Y reflejado en su pantalla oscura andaba yo cavilando sobre las jubilaciones, la propia cada vez más lejana, y la de los aditamentos que la tradición ha ido convirtiendo en amigos inseparables del aparato de la tele en según qué hogares: el toro de plástico, la gitana, la torre Eiffel dorada, la burbuja en la que nieva y el culmen de la elegancia: el pañito de ganchillo, ese pariente pobre del encaje de bolillos, para dedos perezosos o artríticos. Así pienso que habría que incluir en la "guía del buen ciudadano", manual de civismo que reparten los ayuntamientos que recalifican zonas verdes para construir un IKEA, un punto limpio donde deshacerse del sintonizador al tiempo que la bailaora con su torito de embestida perpetua. Y la razón es simple: sobre la mínima superficie del nuevo televisor de plasma, cuarzo líquido o bismuto sólido, que tiende a cero por mor del avance científico-digital-tecnológico-informático, será imposible alojar a nuestros inquilinos, desahuciados de su estancia para siempre jamás. La torre Eiffel sólo se sujetará en equilibrio imposible sobre dos patas, y acabará emulando a los muchos suicidas que usaron la de escala 1:1 de París. Del mismo modo, el morlaco, en sus variantes de astifino, cornigacho, abrochado de cuerna, corniveleto, urraco, huevicolgante o rabisucio, tendrá que mantener la pose frente a la gitana estática y temerosa del abismo. En fin, que nada será lo mismo. Sin embargo, me niego a que el siglo XXI barra de nuestros salones o humildes cuartitos de estar la impagable compañía de aquellos ornamentos. Un amigo me comentó que su padre había reciclado la caja contenedora del nuevo Plasma 50 pulgadas en estantería para objetos kitsch, y que sobre el filo de 25 mm de grosor se erigía una torre de cartón a modo de hornacina, desde donde miuras, victorinos o albaserradas se asoman a la pantalla de cinemascope, con sus gitanazas morenas (algunas con castañuelas) bailando incansables sobre un paño de ganchillo, la nieve cayendo sobre el portal de Belén y la torre Eiffel al fondo. Toda una estampa de la convivencia de los tiempos.
Por mi parte, correré en auxilio de quienes, menos hábiles, no encuentren acomodo a sus adornos antiguos y llenos de recuerdos. He encontrado una tienda "de los chinos" (antes "todo a un euro", y antes de antes "todo a cien... de las antiguas pesetas") con infinidad de bailarinas de ballet clásico, que podrán sin mayor esfuerzo ni riesgo equilibrarse en el borde de mi nueva tele (cuando la compre, que espero tardar); también hay una bella colección de gimnastas olímpicas disponible en kioskos, con reproducciones de las Comanecci, Kim, Khorkina, y alguna Chuchunova, por decir un nombre. Quizá me decida a desmontar una lámpara de Lladró que languidece en el trastero.
Y como culmen arquitectónico, una joya de ingeniería y diseño que le vendrá de perlas: una reproducción en auténtica piedra de mentira del acueducto de Segovia.