sábado, 15 de julio de 2017

MADELEINE PEYROUX

En una pegajosa noche de julio, después de varios años sin asistir, regresé al Universijazz. La última, que era la única anterior, no voy a presumir de jazzero, iba con pase de prensa gracias a una amiga que me lo prestó a cambio de acompañarla. No era mal negocio, porque Arancha es una mujer encantadora que además me echó una mano para poner en marcha el cuarteto con sus generosos consejos. Esa vez tocaba un trompetista con varios síndromes psiquiátricos que no le impedían hacerlo de forma extraordinaria.
El mundo del jazz está lleno de gente con pedrada, no sólo los músicos, que de tanto darle al mismo instrumento acaban un poco desubicados, sino entre el público, que haberlos haylos. Ignoro a qué obedece el afán de algunos por demostrar sus conocimientos, máxime cuando no se lo pides. Que yo sepa, con estar callado y quietecito, y aplaudir después de cada solo y al final de cada canción sería suficiente. Sin embargo, excepto por la ausencia de palomitas, la cosa se parece bastante a un cine, Seminci aparte: unos comentan la jugada a quien quiera escucharlos; otros no paran de llevar el ritmo con los pies, incluso contra los pies del vecino; está el que dice conocer al intérprete y te recita todos los conciertos a los que ha asistido; luego el erudito con oído absoluto, que tras un solo de chorrocientas mil notas es capaz de decir: "ha fallado una". A mi lado se sentaba un espécimen de la raza "homo cultisimus", con indumentaria propia para la ocasión, eso que huele a traje corporativo: luto riguroso con calzado dudoso, gafas de pasta negra y corte hipster. Lo malo ya no era aguantar los trances extáticos del vecino, sino sus piernas invasoras de espacio y silencio y, lo que es peor, con nulo ritmo. Por si quedaban dudas, se arrancó a dar palmas, cómo no, a tiempo, que es la forma vulgar de acompañar en fiestas populares a orquestas de chundachunda. 
No me extraña que la Peyroux, que tampoco es la alegría de la huerta, tenga fobia a los teatros grandes. Se le llenan de gente así y es para que se le quiten las ganas del todo, no esas que le van y le vienen por rachas, como a mí, que tardaré otros cuantos años en volver. Es que el jazz llena mucho, y si no es en casa, con CD y whisky, empacha.
Que me perdone mi amigo Choche, pero tengo que confesarlo: me aburrí bastante, no por la Peyroux, que tiene un don (y pedrada), sino por el de las pataditas, los del móvil -"se ruega que apaguen sus dispositivos" y se ponen a grabarlo todo-, el baterista que acompañaba con un "shta, sh-shta" como de escobillas... del váter, y todos los que, por alguna extraña coincidencia que se me escapa, decidieron sentarse a mi alrededor para chafarme el concierto.

viernes, 14 de julio de 2017

ÉRAMOS TAN JÓVENES...

Desde mi infancia -huelga decir que más tierna, porque no conozco otra y hay que huir de las frases hechas, como recomiendan los estilistas- me gustaba cantar y actuar. Mi primer papel fue el de alcalde de "Marcelino, pan y vino". Las monjas, de las de entonces, con hábito y mala leche, ajenas a la pedagogía moderna, no tuvieron empacho en humillarme cambiando mi papel de protagonista por el de primer edil. Yo aún no había visto la película de Pablito Calvo y tampoco tenía idea de qué se esperaba de mí, pero lo acepté como actor del método que era, pese a que Sor Inés bramaba: "parece que estás pisando huevos". Ya se sabe que Stanislavski era bastante gritón. Como solo había que vocalizar, porque el sonido era en off, no tuve que aprender diálogos y encajarlos era cuestión de mover la boca. Me calzaron una gorra azul, como de Cristobalito Gazmoño, y me pintaron un bigote con corcho quemado. Pese a mi actuación, la obra fue un éxito.
Ya en el cole de curas y frailes, mi segundo rol fue el de capitán de madera interpretando "Capitán de madera", de "La pandilla". Ahí cantaba y poco más, pero a cappella. Todo el público me felicitó, aunque sólo recuerdo al hermano Martínez y la madre de Matia, un compañero de clase, porque no había nadie más. Cien por cien de satisfacción.
Luego fui alternando papeles de cantante y actor, cuando no ambas cosas, hasta que Santa Cecilia acabó por iluminar el camino, llevándome de la mano.
El teatro seguía llamando a mi puerta, pero por suerte para los Max no abrí -el recuerdo de mi paso por la alcaldía me bloqueaba-. Lo siento por Santa Cecilia y Santa Rosa de Lima, que se ganaron la santidad auspiciando a gente como yo incluso después de muertas, que la santidad tiene esa servidumbre.
Hace unos días decidí presentarme al casting, que es como se llama hoy a una audición, para un coro de voces graves. La mía, más que serlo, lo está por cuestiones meramente físicas: me paso el día cantando y hablando en clase -a veces más que eso- y fumo. Lo que no esperaba era que, después de hacer mis gorgoritos, el director del coro me dijera que tengo, entre algunas virtudes canoras, un único pero serio inconveniente: cincuenta y dos años, aunque en las bases ponía que el límite sugerido eran los cincuenta y cinco.
Aún desconozco el veredicto. Si no paso el corte, sabré al menos que es por la edad. Prefiero pensar que sólo por eso.