lunes, 23 de noviembre de 2015

¿DÓNDE ESTÁN EL FOTÓMETRO, EL ALTÍMETRO Y EL CONDENSADOR DE FLUZO?

Abro las ventanas del dormitorio. Hay niebla hasta en el patio. 
-Me arreglo y salgo a hacer fotos -pienso, porque el bostezo me impide decirlo en voz alta.
Cuando llego a la calle, la niebla anda desperezándose, por lo visto tenía más sueño. 
Como en el juego de la oca, voy de puente a puente, los que enmarcan mi casa. El primer disparo lo hago a toda prisa, no vaya a escapárseme un pájaro muy fotogénico, al menos a veinte metros o más, ni idea de la especie, que la miopía manda. Luego los árboles, más puentes, unos piragüistas perseguidos por patos, otro pájaro volador, una escultura que disimula la ventilación de un edificio de la junta, el óxido previsto por el arquitecto, más edificios modernos, todos cuadrados o rectangulares, como un muestrario de materiales, lo que manda la tendencia actual, vienen a facilitarme la tarea. 
El puente de hierro, el colgante que cuelga poco, mucho para el año en que se construyó, me tiene entretenido. El metal es muy agradecido, sobre todo en mate, que así los reflejos no interfieren. Un fotógrafo, o un señor con una réflex y teleobjetivo pepino, hace el camino contrario por la otra acera, parándose a cada poco. No sé qué mira, tampoco me importa. Nos escrutamos con poco disimulo, a ver cómo pone este la mano izquierda, que es lo importante y seguimos a lo nuestro. Quizá se ría de mi cámara, que es pequeña y suave, pero no peluda, como Platero, y encima parece antigua, aunque tenga tarjeta de memoria. Precisamente la compré por eso. Luego comprobé que además hacía fotos.
Hay un parque al cruzar el puente. Hojas y más hojas, del haz y del envés, todas pidiendo a gritos un retrato. Me siento en un banco de piedra, coño, qué frío; mejor de pie, no vaya a acatarrarme, que los catarros entran por donde uno menos espera, siempre lo dice mi madre, "ponte la faja, hijo"; en cuclillas quizá, si no me falla la rodilla esta que me da guerra los martes, cuando juego al pádel con los amigotes. Vuelve el de la Nikon siete mil y pico, mira de nuevo a mi cámara, sorprendido, asustado de que se pueda ir por ahí con semejante antigualla.
-Buenos días, -saludo, sacándole del asombro que causa mi cacharrito a los profesionales. -Hace una mañana preciosa, -continúo, riéndome por lo bajines de mi frase más bien bobalicona.
-Sí. 
Silencio.
-Y no se te congelan las manos, -añado, por prologar la charla en los márgenes de la cortesía.
Más silencio.
-Hay unas telarañas en el puente. 
Y me cuenta más cosas que no entiendo.
-Que disfrutes, -digo a modo de despedida.
Vuelvo a casa. 
Al día siguiente hay más niebla. Por algún motivo hago el camino al revés. Más pájaros, piragüistas, árboles, óxido...
El mismo fotógrafo se cruza.
-Buenos días, -saluda.
-Hola, buenas.
-Has hecho lo de ayer pero en sentido contrario, -dice, como si me hubiera estado persiguiendo.
-Pues sí, -respondo afirmando lo obvio.
-Sé por qué. La niebla, la luz, la hora... -y me explica, o me resume, el manual del fotógrafo profesional.
Asiento. Nos despedimos. Hasta otra.
Tiene razón en lo de la hora. Ha sido una buena idea hacer el camino del revés. Las últimas fotos habrán salido movidas, o sea, de autor. Tal como suponía, casi me cierran el kiosco y la panadería. Por los pelos. Ya pensaré otro día en la luz y la niebla, en el manual de instrucciones y en los consejos de Pilar, mi maestra fotográfica en la sombra, más hábil con las tijeras que el sastre de Cocó Chanel.