domingo, 6 de septiembre de 2015

... OTRA VEZ A LO QUE IBA (CAPÍTULO II)

Cuando la tarde se hacía más larga, ya fuera por llegar al pueblo antes o porque anocheciera después, me daba tiempo a perderme por las eras, el majuelo o las calles. La de mis abuelos comenzaba en la carretera y se perdía en el monte, tras cruzar el río Bajoz, poco más de un arroyo con ínfulas que delimitaba una margen del pueblo. A poco de sortearlo por el puente de un ojo, no se necesitaban más prodigios de ingeniería, el camino trazado por la rodadura de los carros y tractores se empinaba como impulsado por las aguas remolonas. Desde lo alto, el paisaje justificaba el esfuerzo. La primera vez, tras  contemplar el páramo, centré mi atención en una mantis religiosa, ese bicho con mala fama sólo porque dicen que se come al macho después de aparearse (como si eso fuera algo excepcional). Estuve observándola embobado mientras tomaba el sol acomodada en un pámpano, ajena al forastero.
A la semana siguiente, al culminar mi segunda escalada, no estaba solo. Asistí a un juego en el que una niña aparecía y desaparecía entre las vides. Su cabeza se ocultaba y asomaba  más tarde por algún lado. Tardé en darme cuenta de que eran dos las que jugaban al escondite: una morena de pelo corto y la otra  pelirroja con rizos. Por seguir espiando sin ser visto, me agazapé lo justo como para no perderme la fiesta. Pude al fin disfrutar, apenas por un breve espacio, del pelo cobrizo y brillante, largo y ondulado, de la más alta, que por ello encontraba mayor dificultad para ocultarse. Me pareció la niña más guapa del mundo, del poco mundo que yo conocía, y el eco de sus risas me llegaba envuelto en el aire que soplaba entre sus cabellos. ("Quisiera ser el viento que acaricia tu pelo..." fue la frase que escribí ya en casa, por la noche, y que jamás pude convertir en poesía porque mi vocabulario poético infantil se terminaba allí). Cuando ya no podía aguantar la postura me incorporé y volví a cenar donde mis abuelos, con una alegría al descender que compensaba el dolor de mis piernas entumidas. 
Esperé ansioso la llegada del siguiente fin de semana, ensoñando las cabezas alternativamente emergentes, sobre todo la de cabellera salvaje, y nada más bajar del coche entré a besar a mi abuela. A continuación, en lugar de acercarme al teleclub como solía, corrí ladera arriba. Escruté el majuelo al acecho, como el cazador que ansía la aparición de la presa, pero no hubo tal. Desencantado, regresé sin prisa arrastrando los pies, y fui en busca de mi abuelo hasta el teleclub. Se levantó para besarme,  recibí el pirulí y salí a la calle chupándolo (primero se mordisqueaba el barquillo hasta pelarlo, porque si no quedaba blando y poco apetecible). En la plaza había una niña con una cámara de fotos, una Werlisa club color con un punto rojo en el disparador (mi padre había tenido una casi idéntica, pero con el botón metálico) que vino a saludarme.
-Hola, -saludó con voz cantarina y dulce.
-Hola.
Ni siquiera me dijo su nombre, pero a nuestra edad no nos preocupaba tener amigos saltándonos el protocolo. Tardé un poco en darme cuenta de que era la misma que jugaba entre las vides la semana anterior. 
-¿Quieres ir al majuelo? -me invitó.
-¡Claro!
El paso se hizo más alegre, cercano al trote. Arriba soplaba el viento casi de otoño, y una tristeza cierta e inexcusable me invadía, porque el curso escolar comenzaría en un par de días y mis visitas al pueblo se espaciarían en cuanto llegaran las lluvias (mi padre odiaba conducir con mal tiempo, y se ponía nervioso e irascible). Entre risas, ese recurso que sirve como pegamento para tapar los huecos de la charla, mi amiga iba contándome su vida. De vez en cuando se hacía el silencio, pero sin risa, sino algo semejante a lo que yo veía cuando iba de caza con mi padre y el perro se paraba si olisqueaba perdices, codornices o conejos. Mi amiga, la de pelo corto y oscuro, fijaba la vista en algún punto que yo no atinaba a ver, y quitaba la tapa del objetivo. Yo permanecía quieto, esperando el click de su cámara, y entonces resurgía la conversación. Unas cuantas fotos después, mi reloj Justina, el de la primera comunión, me hizo saber que era tarde.
-Tengo que irme. 
-Te acompaño, -respondió.
Bajamos sin hablar hasta que vi a mi madre esperándome a la puerta de casa. Antes de echar a correr, lo cual no evitaría la reprimenda, acerté a preguntar:
-¿La otra chica no está?
-No. Se fue ayer. 
Noté su desencanto, aunque lo intentase disimular. Lo achaqué a que sin su amiga estaría más triste o aburrida.

El verano se fue, y no volví a verlas hasta el siguiente. La pelirroja era más esquiva, o sus horarios más estrictos, así que me conformaba con saludarla y seguir con la vista sus pasos antes de perderse por la primera calle paralela al río. Luego asistía al ritual fotográfico de quien demostraba más interés por mi persona, hasta que el sol diluía el paisaje y el Justina, cada vez más lleno de golpes, señalaba la hora de cenar.

Un día, la niña pelirroja dejó de ir. Su abuelo, que había sido médico del pueblo, ya no vivía allí. Me lo contó mi amiga, que al verano siguiente tampoco volvió. 

Mis abuelos, ya ancianos, vinieron a vivir a la capital años más tarde y  San Cebrián dejó de ser parte del programa habitual del fin de semana.


Ni por asomo esperaba reencontrarme con la pelirroja del modo que sucedió: una mañana de sábado, superadas mi infancia y adolescencia, encendí la tele y allí estaba ella presentando un programa infantil. No podía creerlo. No había cambiado tanto desde la última vez, simplemente había crecido, pero sus rasgos eran los mismos. Permanecí frente al televisor ITT, pestañeando lo imprescindible para no perder detalle. Todo en ella era perfecto, impropio en una joven ni siquiera mayor de edad, nada que ver con las pseudo estrellas prematuras de hoy en día, esas que parecen predestinadas y forzadas por sus madres y luego se convierten en "juguetes rotos" cuando la fama las abandona. Desde entonces, cada sábado me acomodaba a la hora exacta, pendiente del reloj, que ya no era el Justina, jubilado por culpa de mi torpeza y gracias a la obsesión de mi padre por controlar su colección de relojes en la muñeca de mi hermano, más fiable, y la mía, alocada como yo mismo. Fui un seguidor fiel y obsesivo del programa hasta que dejó de emitirse, pero por suerte mi musa siguió apareciendo en antena, igual de bella, con algunas ausencias que soportaba disgustado. 
Pasaron más años y un día la di por perdida. Con la llegada de internet, ese instrumento en ocasiones maravilloso, el mundo volvió a llenarse de luz, la misma que alumbraba sus cabellos de por sí luminosos. Incluso me atreví a enviarle un mensaje por Facebook, en el que le relataba nuestros pocos encuentros de la infancia, añadiendo un poco de fantasía a los mismos, por echarle más azúcar y de paso ablandarla. Me contestó amablemente por el mismo conducto, rechazando con elegancia mi solicitud de amistad, lo que entendí perfectamente y hasta aplaudí, pese a que me privara de mayor contacto. "Una mujer segura de sí misma que no necesita de palmeros", pensé.

Aún quedaba otra sorpresa, por mor de esa memoria omnímoda de la web que guarda nuestras entradas y salidas, algo inquietante por otro lado. Ojeaba la prensa cuando entre los anuncios vi una exposición de fotografía de la que ella era cartel junto a otra persona que me resultó familiar. No pillaba lejos de casa, por lo que tomé nota en mi calendario de pared para no olvidar la fecha, aunque algunos carteles pegados cerca de mi casa me la fueron recordando. Una noche, según regresaba del trabajo, aprovechando la soledad de la calle, arranqué uno con cuidado y al día siguiente lo llevé a enmarcar. 

El día señalado me presenté en la sala. Había menos personas de las que esperaba, lo que me pareció algo triste por una parte, pero mucho mejor para disfrutar sin el bullicio y el ruido que suelen acompañar esos eventos, y más cuando hay "vino español". Me había vestido como para una boda, de lo que me arrepentí al ver el atuendo más bien informal, casi el oficial y corporativo de los artistas que necesitan ser reconocidos como tales, con predominio del negro en versión camiseta, americana y zapatillas de dudosa higiene. Di varias vueltas a la sala, recorriendo las paredes con las fotografías, en blanco y negro casi todas, y cuando me encontraba a punto de llegar a la que figuraba como cartel, de tan embobado como estaba me  topé literalmente con una mujer a la que empujé sin querer. Tras las disculpas simultáneas, me preguntó qué me parecía su obra. 
-¿Eres la autora?, dije, aunque era obvio.
-Sí. ¿Te gustan?
-Mucho. 
-Gracias. Sigues tan encantador como te recordaba.
Me quedé mudo. La miré sin pestañear, tratando de identificarla. Mis ojos iban de su rostro a la fotografía en la que figuraba mi actriz de culto junto a la otra mujer. Fue entonces cuando caí en la cuenta. Era ella. Y de repente algunas de sus fotos se ubicaron en mi mente, o mejor dicho, en los recuerdos infantiles de mi mente, aunque no tuvieran nada que ver.
-Te sigue gustando, ¿eh?
-¿Quién? -respondí con un disimulo torpe.
-Verónica.
-Sí.
-Por eso la escogí para el cartel. 
-¿Qué?
-Era la única forma que se me ocurrió para volver a verte.
Me sentí pillado y avergonzado. Y sobre todo, sorprendido. 
-Es guapísima, -añadió.
-Sí, mucho.
-Ya éramos amigas entonces. Podía habértela presentado. 
Me quedé callado, ensombrecido por la cobardía que siempre me ha perseguido. Ella me sonrió. Y se fue.