sábado, 29 de agosto de 2015

Y POR FIN...

Trataré de aterrizar, ya que dejé hace tres días la pista preparada y a última hora aborté la maniobra de acercamiento por culpa de mi verborrea, que dudo mucho que D. José hubiera podido atemperar, más preocupado por su ego que por ninguna otra cosa en el mundo (hasta el punto de trampear con su propio currículo para presumir de títulos que jamás tuvo, cosas del complejo, supongo).
El salón de mi casa, que era la de mis padres, tenía un equipo de música con vatios suficientes para sonorizar el edificio entero sin forzar la ruleta. Sólo el limitador de potencia que es mi madre evitaba denuncias por exceso de decibelios. Mi padre sostenía que la música hay que ponerla alta. Mi madre, justo lo contrario. Años después me di cuenta de que la música hay que escucharla, no sufrirla (como traté de explicarle al técnico de sonido de La Musicalité una noche en que estaba a punto de romper los altavoces, o altoparlantes, -según dicen en español (¿castellano?) de América los compatriotas de  mi querida amiga la Altamirano-, ante la incrédula  mirada de Clemen, quien había alquilado el equipo para el concierto del que eran teloneros mis colegas de Chloe).
Una de mis muchas tardes de ocio, ya fuera fin de semana o vacaciones, entré en mi dormitorio, donde cientos de cassettes tapizaban media pared. La mayoría de los títulos me eran desconocidos, así que el azar quiso que cogiera uno, que no cualquiera. Se llamaba "A night at the opera", como una de mis películas favoritas de los Hermanos Marx, supongo que no por casualidad, pues luego descubrí que el siguiente llevaba el título de "Un día en las carreras". Probablemente fuera eso lo que llamó mi atención y me decidió a escogerlo. Las canciones se sucedían, captando progresivamente mi atención, hasta el punto de hacerme abandonar la lectura del Mortadelo semanal, que mi hermano compraba con la paga del domingo (ni siendo monaguillo de la parroquia me explicaba cómo se las arreglaba Fernando para revivir el milagro de la multiplicación de los panes y los peces, en versión pesetas, con la exigua propina, que a mí solo me daba para hartarme a migas de patatas fritas en la churrería de al lado de la parroquia http://pucelaacapella.blogspot.com.es/2010/12/podria-decirse-que-mi-primer-trabajo.html). De repente se me cayó el tebeo de las manos, y cogí la caja del cassette, para saber el título de lo que sonaba. Comoquiera que este no coincidía con ninguna frase que yo acertara a entender, me levanté para ver cuánta cinta quedaba en el carrete derecho. La paciencia no es virtud que me adorne, y empecé a adelantar con el botón que permitía escuchar un chirrido hasta el tema siguiente. Sonó "God save the Queen", que por ser el himno real británico me resultaba más familiar y reconocible, por lo que deduje que "Bohemian rhapsody", la anterior, sería el título de la canción que me había apartado de la lectura. Pulsé el botón que indicaba "a la izquierda" hasta encontrar el comienzo de aquella obra de arte. Del fondo del salón, o eso parecía por el eco, se oyó "Is this the real life...", cinco palabras en idéntico tono con voces que luego supe que armonizaban en sol menor con séptima menor, un acorde raro para mi oído. Casi seis minutos más tarde volví a levantarme. Busqué el comienzo de nuevo, maldiciéndome por tener que interrumpir mi éxtasis, y no exagero (maldición que debió de ser escuchada por quien inventó el CD, a Dios gracias). No sé cuántas veces me levanté, mi memoria no da para tanto, pero sí que Galileo empezó a parecerme un tipo simpático. (Para mí, igual que para muchos que se enteraron cuando falleció Mercury, Queen era hasta entonces algo inexistente). Como poseído por un espíritu benigno, salté del sofá para dirigir los coros como un poseso cuando mi madre entró en la habitación, pillándome en pleno clímax.
-Baja la música, -gritó.
No hice caso, aun a riesgo de ganarme una bronca. Sorprendida por mi desobediencia, mi madre debió de pensar que aquello merecía la pena y cerró la puerta, dejándome gozar sin mayor insistencia. La última frase de la parte coral, "for me, for meeeeeeeeee" daba paso al intermedio rockero, que llamaba menos mi atención como director coral, aunque eso no fuera óbice para exprimir mis escasos conocimientos como bajista y guitarrista, tocando en el aire la "Red special" de May o el Fender de Deacon. 
Segundos más tarde, yacía de nuevo en el sofá, agotado y dichoso.
Y ese, querido David, fue mi descubrimiento, la revelación de una tarde ociosa, mucho más agradable y permanente que el primer beso (podría describirlo, pero será en otro capítulo).

Pd.- Acabo de revisar la discografía de Queen, y he comprobado que me faltaba "The miracle". En unos días, si San Amazon no me falla, lo tendré en casa. 
  

jueves, 27 de agosto de 2015

LO QUE SE IMPRIME CON TINTA INDELEBLE...

Un comentario de mi admirado amigo David, músico con mando en plaza, me ha animado a escribir saltándome la vagancia que provoca mis largos silencios en este blog, tan discontinuo y anárquico como un servidor o la wifi gratis de un hotel. Al hilo del texto sobre Les Luthiers, dice que a él también le marcó su hallazgo. 
La vida viene subrayada por hechos, muchas veces casuales, que aparecen y sorprenden a uno, variando su devenir. Mi caso no es excepcional, y enmarca decisiones voluntarias (mías o de mi entorno familiar), como el cambio de colegio para estudiar EGB, que me transformó de tonto en listo, (o lo que por entonces se entendía como tonto y listo en las aulas, alejadas aún de la logopedia, la psicología y la pedagogía modernas).
Otras, las más, fueron descubrimientos de alguien que pasaba por allí, como mi tutor de quinto. Este me había sugerido que fomentara mi creatividad (o canalizara mi permanente estado de despiste, que lo mismo era un TDAH sin nadie saberlo) por medio de la escritura, después de ganar un par de certámenes escolares de relato y poesía. Del último galardón aún conservo el librito que lo atestigua, con un lacónico "Primer premio de poesía ´76" autografiado en mayúsculas por don José (no admitía otro tratamiento, por lo que años más tarde se ganó el mote de "el condón"). Él colaboraba en el Diario Regional, uno de los periódicos locales que se fue al garete (como la Hoja del Lunes, que era el día de descanso de El Norte de Castilla), después de una huelga legal que acabó con su medio siglo de existencia tras varios despidos y algunas renuncias voluntarias por el giro a la derecha que experimentaba el periódico (cosa de la que me entero ahora mismo, documentándome en la red para mayor gloria y enjundia de mis escritos). Mi tutor me pidió una poesía para publicarla, pero mi desidia fue superior a su insistencia y acabó por dejarme como un caso perdido (y así sigo). Unos veinte o treinta años después, coincidimos en el Teatro Calderón como acompañantes de nuestros respectivos colegios a un concierto didáctico de la orquesta de la ciudad. Fui a saludarlo, presentándome como ex-alumno, pero lo común de mis apellidos (¿González qué?), no le ayudó a ubicarme. Sólo recordaba a March, "gran médico" (que lo es y volverá a aparecer en el párrafo siguiente) y a otros con titulación superior y apellidos nobles. Lamentablemente, un maestro que se apellidara González no era gran cosa ni digno de su memoria (tuve que morderme la lengua para no hacer hincapié en que ambos compartíamos apellido y profesión, unos "pringaos", vamos). Hoy somos casi vecinos, pero he desistido de saludarlo e interrumpir sus conversaciones con otros prohombres, no vaya a avergonzarse.
Sin embargo, un 1 de marzo del 76, como un regalo inesperado de cumpleaños, acertó a pasar por clase mi adorado Luis Cantalapiedra, para darnos unas nociones de solfeo y de paso hacer un "casting" para su coro. Como si se tratara de una premonición, don José salió del aula y se quedó Luis que, pese a ser sacerdote, prefería el tuteo. Tras explicarnos cómo se colocaban las notas, dibujó unos pentagramas llenos de redondas, dando paso a un concurso, en el que José Ramón (March) y yo empatamos por la medalla (aún no se había instaurado la moda chusca de denominarla "presea") de oro. Nos preguntó si estudiábamos solfeo (lo que hoy se llama "lenguaje musical") y el bueno de mi amigo March, un tío de sobresalientes, asintió. Como yo no había ido a clases particulares, quizá le pareció más meritoria mi habilidad y me sugirió que buscase un profesor de música, porque se me daba bien. No sé en qué momento alguien le dijo que era mi cumpleaños, lo que aprovechó para felicitarme con la consabida melodía, que todos mis compañeros cantaron en mi honor.
-Este es tu regalo, -añadió antes de irse.
Quizá Luis no supiera el alcance real de su última frase, pero hasta que mi esposa me preparó una fiesta sorpresa por mis cincuenta inviernos no he tenido otro semejante, aunque el de mis once años  aún perdura por premonitorio.
Ahora que releo y corrijo (se nota que estoy de vacaciones y tengo tiempo), me doy cuenta de que no he escrito exactamente lo que quería, que era hablar sobre otro hallazgo musical que me dejó la huella a la que aludo de algún modo en el título. Lo aparco para otro momento. Creo que D. Luis Cantalapiedra, un verdadero motivador milagroso (llegué a pensar que más que apellido era mote) merece el don y una entrada en este blog para él solito, aunque sin querer haya compartido algún párrafo con mi tutor, el de profesión y apellido tan vulgares como los míos. Ay, pocholín...

martes, 25 de agosto de 2015

LES LUTHIERS

Cuando mi padre llamaba por teléfono, con apenas media hora de margen, para buscar un acompañante en sus viajes por la provincia, el agraciado entre los cinco hermanos buscaba entretenimiento. Las horas de espera en el coche se hacían más cortas con música y lectura, por lo que cogíamos libros, revistas, tebeos y cintas de cassette. Mi hermano grababa compulsivamente los discos de vinilo que le prestaba un amigo, así que teníamos unos cientos ordenados numéricamente, a razón de dos por cada TDK de noventa minutos. La elección se hacía a la carrera para no hacer esperar a mi padre, con quien quedábamos a la puerta del garaje. Solíamos llevar algunas de su gusto para el viaje y otras del nuestro para la espera, de modo que las orquestas de Mantovani, James Last, Waldo de los Ríos, y Frank Sinatra, Nino Bravo o algún otro crooner sonaban con el motor de fondo, y Bob Marley, Stevie Wonder o Supertramp eran escuchados en la paz de alguna calle de pueblo, con el ruido de pájaros o chavalería ociosa si coincidía con sábado o vacaciones. A veces invitábamos a leer con música, una suerte de evento cultural itinerante quizá impropio de adolescentes, a algunos críos que ya conocíamos de nuestras visitas anteriores. Yo me ufanaba de tener una novia en cada puerto, aunque haciendo memoria no pasaban de tres: Lucía, la simpática de ojos saltones que me prestaba su bicicleta, en Villabrágima; Isabel, la morena y seriecita de San Miguel del Arroyo,  a la que de vez en cuando encuentro por las calles de mi ciudad, y María Félix, que a veces me esperaba en Villalón. 
Una mañana, después de oír "Protagonistas" en Radio Nacional, el programa de Luis del Olmo, que compartía sintonía con "Crónicas de un pueblo", busqué entre las cintas. A veces ocurría que por las prisas uno cogía cualquier cosa sin saber qué iba a escuchar, y fue así como aparecieron Les Luthiers y conocí a Johann Sebastian Mastropiero. No sólo me captaron las letras humorísticas, sino sus voces y el sonido de aquellos instrumentos inventados, como el bass-pipe a vara,  el tubófono silicónico cromático (también había uno parafínico), la viola de lata, el dactilófono y el yerbomatófono d´amore, paridos por el ingenio inacabable de unos tipos extraordinarios y algo chiflados.
Tan excitado debió de verme mi padre, sin sospecha de haber compartido la sesión musical con ninguna de mis amigas, que me preguntó por el motivo de mi risa. A la vuelta, Sinatra y Bravo se quedaron en la guantera, porque vinimos escuchando entre carcajadas "El teorema de Thales", "La bella y graciosa moza", "El alegre cazador que vuelve a su casa con un fuerte dolor acá", "La candonga de los colectiveros" y el resto de temas que mi hermano había mezclado de varios discos. Después de comer me puse a buscar más discografía Lutheriana para tenerla a punto. Para mi fortuna, hallé "Mastropiero que nunca" y "Les Luthiers hacen muchas gracias de nada".
Muchos años después pude asistir a un espectáculo en el Auditorio "Miguel Delibes" (al lado del estadio de fútbol "José Zorrilla", un hurra o dos para quienes los bautizaron con nombres de escritores pucelanos a falta de músicos ilustres o futbolistas "ilustres", perdón por el oxímoron). Disfruté como una persona de talla baja (ya me ha entrado el virus lingüístico-político-correcto, pero estoy acabando el texto) del espectáculo.
Me alegré cuando a López Puccio, Mundstock y el finado Rabinovich les concedieron la nacionalidad española, aunque no les hiciera falta, sólo por presumir de que Les Luthiers tuvieran algo en común conmigo, aparte de unas cuantas mañanas compartidas en el coche de mi padre.