miércoles, 19 de octubre de 2016

A LEER TOCAN, PERO BIEN, A SER POSIBLE


Mis arrebatos me llevan de la lectura a la escritura, pues no hay una sin la otra. Sólo creo que habrá un caso de persona que haya empezado a escribir sin haber leído antes: el primer escritor, de cuyo nombre no puedo acordarme porque nunca lo he sabido. Así que vaya este texto en su homenaje, y en el de tantos "anónimos" que dejaron de firmar preciosas obras y recibir sus correspondientes derechos de autor, esos que en la mayoría de los casos no alcanzan ni para papel y boli, aunque menos da una piedra ("que da un cantazo", sentenciaba mi padre).
Cuando me pongo a escribir, no en este blog, que es más una confesión a media voz, sino en el archivo de "textos inacabados", mucho más poblado que el de "textos definitivos" (alguno hay) aporreo el teclado del ordenador con la misma errática pero voluntariosa impericia que el del piano, al que tengo bastante abandonado, por suerte para mis vecinos. Suele ocurrirme que, de algún modo, me sale una mala fotocopia del estilo de lo que esté leyendo en esos días. Hace años terminaba todos los libros que empezaba, aunque sólo fuera por vergüenza o por amortizar el gasto. Con el tiempo me di cuenta de que algunos eran perniciosos, no por su contenido sino por el maltrato que hacían de la gramática.
Ayer mismo un compañero de trabajo, ávido lector cuando sus ojos se lo permiten, me ofreció en préstamo una novela (o  más bien un libro encuadernado) que había llegado a su casa. Lo firmaba un  señor jubilado, al que el tiempo libre ha llevado por esos derroteros de la vocación tardía, tan digna como cualquier otra, aparezca cuando aparezca. Como se ha vuelto a poner de moda la novela negra, el buen hombre ha matado a una prostituta en las primeras páginas y después ha tratado de esclarecer los hechos. Hasta ahí, todo razonable. Lo malo de la vocación tardía es que nos suele pillar un poco desentrenados y el castillo se cae por la base: en este caso, la novela por la gramática, como si le hubiera dado por correr maratones con artrosis. Como soy muy impresionable y lucho a diario por no dejarme influir por esos redactores que últimamente se empeñan en convertir el subjuntivo en futuro ("si dejara" por "si dejará", que son cosas bien distintas) para que mi cabeza no se siembre de más dudas que las que ya tengo, a las pocas páginas abandoné la empresa sin molestarme siquiera en leer el final, en el que aventuro que se impondrá la justicia y el asesino en serie irá a la cárcel (como el autor). 
Me sorprende que muchas personas a quienes nos gusta escribir, ya sea un relato, una obra de teatro, una poesía o una canción (que son los pilares sobre los que se asienta desde hace una semana el Premio Nobel de literatura) no tengamos amigos que nos corrijan lo palpablemente corregible, o la vanidad nos impida someter nuestro trabajo al juicio ajeno y amistoso antes de hacerlo al público y menos benévolo. Tampoco deja de llamar mi atención que una editorial publique un texto con todas sus erratas sin pasarlo por el ojo experto, y no será, por desgracia, por falta de tiempo sino de recursos tal vez. 
El mejor maestro para esto de darle a la tecla no es otro que el estudio y la lectura de los grandes. Acepto que, para cada uno, grande sea una palabra distinta representada por diferentes autores. Tengo la suerte de contar con las sugerencias de un amigo que me recomienda, quizá un poco drásticamente, que siempre lea a los muertos, "porque esos ya han pasado por la criba de los tiempos y permanecen tumbados ajenos a los intereses editoriales". Ya se sabe que hay excepciones, como Johann Sebastian Bach, cuya obra permaneció en el desván durante un siglo, eclipsada, entre otros, por uno de sus hijos, pero al final el tiempo puso a cada uno en su lugar. 
Hoy he descubierto a Chesterton, y el título de la novela tiene que ver conmigo porque me recuerda lo mucho que me falta, no sólo para escribir bien, sino para gustarme: "El hombre que sabía demasiado". Cuando leo a Zweig, Bradbury, Roth (Joseph, es obvio), Mc Cullers o Mutis, me doy cuenta de lo difícil que es escribir bien y me convierto en "el hombre que sabía demasiado poco". Por eso no me decido a publicar en papel (el blog no deja de ser un sucedáneo) una sola línea. Gracias a Zweig, no me puede "la impaciencia del corazón".