De forma
inesperada, que por fortuna no terminó en tragedia, me encontré con unas
cuantas pesetas, unos novecientos euros de ahora. No tenía ni idea de que los
accidentes de coche se indemnizaran, así que la sorpresa compensó de algún modo
el susto y el mes de convalecencia a finales del año olímpico. Mi amigo Juan
Ignacio tenía muchas ganas de cruzar el charco y conocer Nueva York, por lo que
reservamos el vuelo sin reserva de alojamiento. Pasamos un par de
noches en una residencia de la
YMCA , que sólo nos sonaba por la canción de Village People, y
resultó ser una especie de albergue mixto con baños compartidos y literas. El
ambiente bullicioso se notaba justo a la hora de acostarse y a la del aseo
matutino, con multitud de jóvenes (jóvenas y jóvenos) en albornoz o toalla corriendo por los
pasillos para usar las duchas. Por suerte, dormir es cosa fácil cuando uno pasa el día
pateando la gran manzana y además se suma el jet lag.
En NY vivía
Eduardo del Campo, un amigo de la infancia, becado para estudiar canto en la Juilliard School.
Tras varias jornadas de visitas para no turistas, (a Juan Ignacio le
horrorizaba ir en rebaño y prefería mimetizarse con los newyorkinos), nos
plantamos una mañana en el hall del edificio preguntando por él, y el
recepcionista, un negrazo gigantesco y uniformado, nos dijo que lo había visto entrar y
salir pero que probablemente volvería. Nos sentamos a esperar y apareció una
hora más tarde. Cuando nos vio se quedó de piedra. Subió a revisar los faxes y
nos fuimos a dar una vuelta por los alrededores del Lincoln Center. Pasamos por
la puerta del edificio Dakota, donde mataron a Lennon, y recién entrados en la
avenida que bordea Central Park por la izquierda nos cruzamos con un señor
bajito rodeado de niños que le pedían autógrafos.
-Ese es… ese
es… el actor –gritó Eduardo.
-Coño, ¿qué
actor? –pregunté.
-No me sale el
nombre. Uno que viajaba en un coche.
-¿Steve
McQueen? –propuso Juan Ignacio, como si hubiera pocos.
-No, hombre.
Uno que viajaba al pasado o al futuro.
-¿Michael J.
Fox? –dije.
-¡Ese mismo!
Comimos en un
restaurante italiano con un compañero de la Juilliard que estudiaba
composición y resultó ser el autor del primer disco de Locomía, un tal Ricardo
Llorca al que volví a encontrar años más tarde en la prensa, porque había obtenido un
premio internacional de composición, supongo que alejado del “abanico, Locomía,
moda, Ibiza, Locomía, Locomía shuquebari” (o algo que sonaba así, o al menos de esa forma lo canta Alfonso). Busqué su
dirección en internet para darle la enhorabuena y le envié una foto de aquél
día, pero no me respondió.
Los tres días
siguientes los pasamos de concierto en concierto: el primero en la misma escuela,
a cargo de jóvenes estudiantes.
-Mañana vamos
a la ópera –anunció Eduardo.