Acostumbraba aquél que decían Don Pío, a mayor deshonra de su nombre, solía digo, jactarse del manejo de la espada tanto como de su lengua, no se sabe cuál más afilada. Andaba a cada poco en justas que él mismo provocaba, ya fuera por exceso de vino o puro aburrimiento, y las más de las veces por el efecto sumado de ambos. Tenía como hábito apostarse en el mostrador, escuchando como distraído la conversación de los presentes y, una vez que oía cualquier mención a damas, conocidas o no, dejaba caer su verbo de forma en apariencia casual, pero medida ante los inocentes feligreses de la taberna que, sin saber cómo, se veían de súbito envueltos en una lid que de ningún modo buscaban. El efecto se demoraba lo justo para echarse un trago al coleto, afianzar los pies y comenzar la serie de saetas verbales. La pobre y ocasional víctima, no sabiendo la que se le venía encima, se defendía retrocediendo, excusándose y rara vez devolviendo el golpe.
-¿Cómo os atrevéis a hablar así de la doncella que velan mis ojos? A fe mía que pagaréis vuestra afrenta.
-Excusadme, caballero, pero tan sólo trataba de entretener el fin de la jornada entre vino y chanzas. Ya sabéis que los hombres somos dados a fanfarronear sobre asuntos de faldas.
-Sólo reconozco una verdad en vuestras palabras: caballero soy. Pero vos no sois hombre.
Y dicho esto, estampaba su guante contra la cara del otro, a lo que indefectiblemente seguía la obligación que se suponía a cualquier hijo de madre: aceptar el reto y batirse en duelo. Disfrutaba Don Pío apenas marcando los golpes, dejando huellas en las ropas y, como punto final, cortando algún tendón que hacía a su oponente llevar el estigma de la derrota para toda la vida. Así iba dejando una cohorte de lisiados que desaparecían para siempre de la taberna.
Quiso el albur que una noche encontrase el mesón vacío. Por matar la espera en tanto algún incauto entraba, se dio a la bebida de forma inusual, hasta que el mesonero consideró tal la ingesta de vino que le convenció de que regresase a casa para dormir.
-Marchad, Don Pío, que el vino, en lo poco, despierta los sentidos, pero en la desmesura los adormece. Y seguid mi máxima: tomad consejo del vino, pero no toméis decisiones en su compañía.
-Razón tenéis, amigo. Hoy no es día de duelos, sino de merecido descanso para quien tanto bien hace al honor de las damas. Acaso tengáis que cerrar vuestro negocio, limpio como está de truhanes.
Salió al fin el caballero de allí, y de vuelta a su hacienda comprobó que todos los lugares de esparcimiento se hallaban igualmente cerrados.
-Flaco favor hago a los taberneros, pero sin duda la sociedad entera me quedará largamente agradecida.
Regresó a su casa tardando acaso más de la cuenta, por mor del trayecto curvo que daban sus pasos, pero al cabo acertó a dar con su hacienda. Entró en la estancia, donde yacía su esposa con varios hombres. Al verla de aquella guisa, tomó su arma, los ojos en sangre, buscó acomodo y protección entre los enseres y se aprestó a repartir espadazos que, por efecto del vino resultaron erráticos. En uno de aquellos, tropezó con su propia arma, se trastabilló y fue a dar contra los pies de la cama, con tan mala fortuna que se atravesó el estómago, dejando fluir una mezcla hedionda de sangre y vino en una especie de transustanciación a la que asistieron los presentes sin mover un dedo para hacer algo que le salvase la vida. La mujer hizo un gesto que los hombres interpretaron como de huida, y al cabo abrió la ventana, llamando a gritos a la autoridad, que se personó en forma de alguacil. Tras más de una hora de agonía, quedó yerto con medio cuerpo sobre la cama y las piernas colgando. Ella declaró lo que había visto, omitiendo que hubiese testigos. El relato resultó tan verosímil que no hubo investigación posterior y se le dio por muerto de forma accidental.
A su entierro asistieron gran cantidad de mutilados: cojos, mancos y tullidos, que se apresuraron a conducir el cadáver, con un cómico vaivén del féretro, y darle sepultura, quién sabe si cristiana, más por asegurarse de que reposaba en el camposanto que por acompañar sus últimos momentos sobre la tierra. La comitiva se alejó con impostada aflicción y terminó por celebrar el óbito en la taberna donde Don Pío solía jactarse del manejo de la espada… con una suerte de justas, podría decirse que grotescamente poéticas.
-No hubo otro como él.
-A Dios gracias.
-Era normal que entre vino y sangre acabase quien tanto vino bebía como sangre derramaba…
-Estaban hechos el uno para el otro.
-Desde luego, cada cuál más peleón.
Todos rieron… excepto el tabernero.