El viernes por la noche era el momento de convertirme
en meteorólogo, y si la previsión no resultaba favorable, en hechicero, brujo o
chamán, o quienquiera que se encargue de conjurar los malos augurios de la
atmósfera. Me vi odiando a Minerva Piquero, Mario Picazo o una mujer cuyo
embarazo seguí, que daba el tiempo en la 1, cuando anunciaban vientos
racheados, chubascos matutinos o tormentas, lo que significaba que mi corredora
no saldría, o lo haría demasiado vestida, toda vez que yo había comprobado los
soberbios efectos físicos de la carrera continua. Compré un manual
antiguo con todas las rogativas habidas para alejar las nubes, cosa que
molestaría a mis amistades nefelibatas, pero que me complacía por los disfrutes
venideros. Indagué en los anaqueles de mi hogar materno, por ver si los indios piel
roja, de los que mi padre era romántico admirador, (tanto daba la tribu,
apaches, siouxes, cheyenes, arapahoes, comanches, cherokees, pies negros,
navajos o chiricahuas) me guiaban en mi propósito de evitar las lluvias,
siendo expertos en provocarlas con cánticos y danzas. Y al despertar el
sábado por la mañana, lo primero era levantar la vista desde mi cama para
comprobar que el tiempo era benigno, habiendo cambiado mi costumbre de dormir a
oscuras por la de hacerlo con la persiana levantada. Mi ánimo se contagiaba de
las veleidades del barómetro, que también rescaté de la casa familiar, y cuyo
manejo había aprendido a fuerza de observar a mi padre en los días previos a
una jornada de pesca. En fin, la motivación me empujaba a semejante
comportamiento neurótico que, por suerte, no era público hasta la hora de
salir. Entonces me dirigía hacia el parque, desayunaba a mitad de camino, y
luego comenzaba mi rutina de fotógrafo distraído, que se tornaba en voyeur
atento cuando ella aparecía con su trotar redondo, y mal disimulado al
empezar sus estiramientos siempre en el mismo banco.
sábado, 15 de diciembre de 2012
domingo, 9 de diciembre de 2012
¿MOTIVACIÓN EXTRÍNSECA O INTRÍNSECA? I
Dizque serían
las nueve de la mañana sabatina. Mi primera intención fue mejor que buena:
pasear temprano antes del despertar de los coches, desayunar churros con
chocolate o café, y llenar los pulmones de aire tan puro como pueda generar un
parque ubicado en medio de la ciudad. Era un algo de diciembre, meseteño y
cruel, húmedo y resbaloso. Salí de casa una hora antes del hecho que excusa este relato, gorro, guantes, bufanda, botas y cámara
mediante. A veces sucede que el tiempo es aliado de la fotografía y no hay
mejor socio que la casualidad. Alérgico como soy a los manuales de
instrucciones, seleccioné una configuración para niebla o día frío o yo qué sé,
y a ratitos iba sacando la cámara del bolsillo de mi abrigo, disparaba
rápidamente y la guardaba antes de la congelación de máquina y maquinista.
Pavos, ardillas, patos, gansos, ocas y cisnes no se habían desperezado aún, por
lo que me consolaba con bichos menos fotogénicos como aviones, vencejos y
golondrinas, si es que en invierno siguen por aquí, aunque excuso mi
indocumentación porque ni soy fotógrafo ni menos ornitólogo.
Y a las nueve y media en el reloj de Filipinos, que
significa aproximadamente, mientras me entretenía echando un vistazo a las
pocas fotos que había sacado, me adelantó una mujer vestida con ropa de
deporte, de la que tiene propiedades antisudoríparas, antiinflamatorias y me
atrevería a decir que anticonceptivas, al menos en invierno. Unos metros más
adelante, se detuvo en un banco, comenzó una serie de estiramientos y se marchó
tranquilamente, caminando satisfecha diez minutos después.
Esperé ansioso la llegada del sábado siguiente, aún
más frío, más triste y nublado, y mi anhelada corredora solitaria tardó en
llegar, supuse que la pereza la habría mantenido un rato más en la cama, pero
acabó por aparecer, más abrigada y antilujuriosa si cabe. De hecho me costó
reconocerla, porque no había una parte de su piel expuesta al aire afilado y
prenavideño. Repitió su rutina y se alejó a paso ligero, con mis ojos siguiendo
su estela de transpiración vaporosa deglutida por la niebla.
Pasaron los sábados, las brumas, las heladas, ese
muestrario inhóspito de mi tierra, y semana a semana fui fiel a mi cita con el
parque, la fotografía y la corredora, que al llegar la primavera se había ido
despojando de prendas incómodas para ambos, aunque por diferentes motivos. Y el
milagro sucedió: la ropa de correr dejó de parecerme antilijuriosa y
anticonceptiva.
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