viernes, 28 de septiembre de 2018

PACO, MI PRIMO. D.E.P.

Quizá, o muy probablemente, no salga hoy un texto muy cuidado, pero no es día de estilo sino de contenido, pues la ocasión se presta más al palabrerío atropellado y las frases hechas que sirven para poco consuelo. Sin embargo, algo hay que decir y no me conformo con un pésame de compromiso, porque un miembro de mi familia merece de largo unas palabras. 
Paco, uno de mis primos madrileño-sevillanos, nos ha dejado esta mañana. Hace un par de años estuvo a punto de marchar, pero en el penúltimo instante sacó fuerzas y le hizo un regate a San Pedro, como dice José Luis, su hermano mayor. Se ganó un bienio de prórroga que aprovechó para poner en orden algunos asuntos pendientes. Esta vez no ha podido burlar al santo portero y ha abandonado las playas de Huelva para descansar en los mares de arriba. 
Unas familias permanecen juntas, en el mismo pueblo o ciudad; otras se van acomodando por el mundo. La mía por vía paterna se separó pronto en lo físico, cosas de la vida y sus oportunidades, aunque sin perder el contacto. Nos veíamos a mitad de camino entre Madrid y Valladolid, pasábamos el día juntos los dieciséis, doce primos con nuestros respectivos padres, y regresábamos cada familia en su SEAT 1500, blanco el del tío José Luis y verde el de papá. Aunque tenían modos muy distintos de ver la vida, compartían su afición por la música, la fotografía, o más bien por los cacharros para disfrutar de ellas, amén del mismo modelo de coche durante una temporada. 
Mi tío se mudó a Sevilla con su esposa, la tía Luisita —una murciana guapa, cariñosa y simpática, de risa fácil y contagiosa— y su prole, para intentar que los hispalenses bebieran Mahou en lugar de Cruzcampo, ardua tarea. Desde entonces nos vimos menos, pero nuestros encuentros siempre eran festivos. Mi padre y mi tío se llamaban "hermano" entre ellos, y mis primos anteponían el parentesco al nombre de pila.
—Oye, primo Roberto Ángel...
(Mi segundo nombre es casi un remoquete que suena a culebrón y nadie, excepto ellos, me llamaba así, pero lo aceptaba de buen grado, hasta me hacía gracia). 
De críos, José Luis y Paco vivieron con nosotros una temporada, mientras Miguel Ángel se reponía de un accidente. No recuerdo cómo nos repartimos las camas, pero pasamos de ser cinco hermanos a siete, y yo presumía de ellos en la plaza de Santa Cruz, donde solíamos ir a jugar por la tarde. Hay alguna foto que lo atestigua. El trato era tan de hijos que mis padres los trataban como a nosotros, daba lo mismo si tocaban besos o bronca: no había distingos. Un día, Paco se zampó catorce galletas con mantequilla y se puso malo, lo normal. La indigestión le valió una reprimenda de mi padre, parecida a la de cuando se echó cuatro cucharadas de nescafé en la leche, solo que en esta ocasión le pillaron con el bote en la mano, a tiempo de hacer que lo tirase por el fregadero. Paco se amoscó, pero la charla posterior de su tío Fernando —la misma estrategia que mi padre usaba con sus cinco hijos, "bronca-explicación didáctica"— le trajo de nuevo a su estado natural, que era cariñoso y de buen corazón. Creo recordar que una vez, a causa del juego, nos enfadamos y hasta nos sacudimos un par de empellones. —Yo tenía las de perder, porque Paco era un tiarrón—. Fue mi madre la que trajo la paz, que sellamos con un apretón de manos poco convincente, con la amenaza materna:
—Si no, se lo digo a papá. 
No hubo caso: al rato ya estábamos a lo nuestro, que era jugar como dos chavales de la misma edad, de la quinta del 65, con pocos meses de diferencia. 
Un mes de julio, en la piscina de Gerena, me salvó de una aguadilla traicionera. Un par de chicos del pueblo venían por la espalda a sumergirme la cabeza porque yo "hablaba muy fino". Paco se dio cuenta y, con sus manazas, les dio una dosis de la medicina que querían administrarme, en inmersión simultánea. Luego me relató la historieta entre carcajadas.
Los dos últimos veranos, después de su primer aviso, charlamos por teléfono. Él me hablaba, orgulloso, de su hijo; de sus días a la orilla del Atlántico; de los puros que se fumaba mientras pescaba de madrugada con banda sonora de olas —"es el paraíso, primo"—, y sacaba su retranca, una coña marinera con acento castizo algo —poco— pulido por el andaluz, y chascarrillos subidos de tono sobre sus escapadas a Portugal, que quedarán entre nosotros.
Hoy hace cuatro semanas que mi hermano y yo fuimos a verle. Ya estaba en el hospital, con su metro-noventa en la cama, y le costó reconocernos. Me confundió con un tal Luis, supongo que un amigo, y se me partió el alma. Luego, al despedirnos, dijo:
—Da muchos besos de mi parte a las primas y a la tía Cipri. Hasta pronto. 
Le llené la cara de besos, le atusé el pelo y salí de la habitación. Dejamos una cita pendiente de los primos en algún lugar indefinido de Extremadura, pero ya no podrá venir. No le quedaban fuerzas para el segundo regate, el que deseábamos de corazón aunque el corazón nos decía lo contrario. 
De camino a casa, mi hermano y yo casi no hablamos. Vine pensando en la última frase, la de su despedida. No he dejado de hacerlo. 

˝Querido Paco:
Claro que quiero reunirme contigo, con tu padre y el mío, con Jesús, que se fue sin poder despedirse, y con quienquiera que esté a la diestra de Dios, incluidos nuestros abuelos comunes, a los que no tuvimos la suerte de conocer. Y estoy seguro de que todos vosotros estáis bien cerca del Padre, porque así se lo he venido pidiendo a diario, mañana y noche, y sé que me ha escuchado. Pero entenderás, ya añorado primo, que en esta ocasión prefiera llevarte la contraria y no tenga prisa por encontrarnos. Seguro que sabrás perdonarme, porque los mosqueos te duraban poco. 
Te quiere mucho:
Tu primo Roberto Ángel.˝

domingo, 23 de septiembre de 2018

ÉRASE UNA VEZ... "COMILLAS AD HOC".

Cuando empecé a salir, o sea, alternar, o sea, trasnochar fuera de casa —mucho antes de hacerlo intramuros, secreto y tardío placer que llegó para quedarse— la llamada "fauna pucelana" vino a manifestarse. De bar en bar aparecían quienes se habían hecho un hueco perenne en la barra o la pista de baile. Los había "pijos" —antaño "peras", quizá por las Ray-Ban verdes, como verde el abrigo "loden" (trato de huir de las comillas, gracias a Paz, mi paciente editora de cabecera, pero en este caso las encuentro necesarias)— en mi hábitat presuntamente natural. Estaban los pijos con pedigree, los de verdad, los fetén, por mor de su apellido o ascendencia, y estábamos los advenedizos, especies importadas que comprábamos la misma ropa con pecuniario esfuerzo paterno-materno, cuando no a base de ahorros ganados en clases particulares o trabajillos de todo a cien antes de los "todo a cien". "Cuanto más trabajo, menos pijo soy". Así era, sigue siendo —atajos mediante— la crueldad clasista. 
En "El desván" tenían sitio fijo Manolo y dos amigos, a los que no pongo apellidos, pese a saberlos, por si se ofenden o abjuran de su pasado. Cholo casi era parte de la decoración —se movía poco más— y se encargaba de las relaciones públicas, un secreto cargo privado que encerraba secretos públicos—un adelantado el tal Cholo, ahora que lo pienso, sería por sus cristales de aumento. 
—Ponme un Juanito Caminante con cocacola— pedía con voz más de aguardiente que de whisky. Y Jaime, el pincha, pinchaba de lo suyo, que era lo nuestro. Y entre canción y canción, "tema" y "tema", pinchaba si le dejaban, que era mucho pinchar, gracias a su nariz, olfato es poco.
Abro paréntesis sin abrirlos, (...), pedazo de transgresor literario soy: Alfonso, mi jefe y, sin embargo, amigo, hogaño rara avis —por ahora, porque en cuanto me despierte midiendo 2.15 o mis amigos culturistas respondan a mis guasaps le meto un meneo, advertido está—,  andaba en pañales o rapiñando palmeras de chocolate en la panadería de sus abuelos Matías y Tere, cuando yo me llegaba en semáforo o destornillador. Me pilló en gin-tonic o whisky con ginger ale. Cholo seguía allí, como el dinosaurio de Monterroso, pero menos extinto, aunque en proceso, y más evidente. 
(Eli...psis narrativa).
Eli, la eléctrica, era un tío con abanico. Bailaba con dos amigos, -as, guapos y provocadores. Más fauna, anterior a Locomía, "abanico, locomía, shuquebari" y otros palabros. 
Años más tarde, yo trabajaba —es un decir– en el Corte Inglés. Vino a comprar un algo —"¿puedo ayudarle?— y charlamos largamente. Había tardes para el ocio, pese a la presión. 
Ayer falleció la Eli. (Asunto de maricones, —Reverte se autocensuró esta misma palabra la semana pasada, él y sus cosas-miedos, ¿quién lo iba a decir?, que es "tengo millones de lectores de diferente pelo, por si acaso se me caen de la lista"—). Sólo su agresor-homicida —se le fue la mano, vete a saber, a juzgar— y Eli saben qué pasó. Los demás sólo podemos lamentar que se fuera un tío gracioso, machote por echarle los cojones-"ovarios que no tengo" a lo suyo. Me pareció buena gente. Aquella tarde, en el  Corte, sólo era un cliente simpático. Creo que le di dos besos al despedirse. Joder, ¿me estaré volviendo maricón?
PS.- Ni ganas tengo de corregirme. Otros lo hacen y luego la siguen liando. A tomar por culo. 

LA ADELANTADA DE SALAMANCA

Mi buena amiga Carmen, que es mucha mujer y muy mujer —parafraseando a un registrador de la propiedad— me pregunta los motivos por los que hace semanas —domingos— (no domingas) que no escribo en mi blog, o sea, aquí. Y para una persona que se interesa, qué menos que dedicarle la entrada de hoy. 
Lo cierto, dentro de la duda que le acompaña a uno con permanencia mayor que a la que obligan las compañías telefónicas, es que andaba ocupado en (preocupado por) otros escritos. La culpa es de quienes, como ella, alaban mi pluma —allá ellos y sus gustos— y me hacen pensar en otras metas.  
Escribir después de la comida dominical no deja de ser un ejercicio autoimpuesto, por no perder la costumbre, de disciplina mínima. Trabajar con niños le baja a uno el listón del lenguaje, reduciéndolo a lo útil, sin adornos que distraigan la obligación de hacerse entender. La escritura en el plano literario se sitúa justo del otro lado: el ornamento es obligatorio, en diferente medida según el estilo de cada quién. 
Desde el mes de mayo me apliqué a la tarea —la gratitud o ingratitud depende de las miras, que para algunos son el premio, la lisonja o la edición— de escribir sin darme tregua, ni en lo temporal ni en lo formal. Un texto de cinco páginas requiere, en mi caso de amateur, de varias revisiones al día. Ignoro cómo trabajan los profesionales y daría gustoso una caja de botellas de vino a quien me dejara observarlo, -le, -la mientras curra en una novela de verdad, no un best-seller, que suelen ser cosas distintas. Como no creo que esto suceda, sigo con mi método de "ensayo-error" —más lo segundo que lo primero—. 
Lo bueno, si breve, dos veces bueno. Y si malo, pues menos malo. 
PS.- Cuando unas fotos gansas del autor en modo "catador" obtienen más "megustas" que un puñado de párrafos es que algo hacemos mal. O hago.

DE TODO UN POCO, MALDITOS NERVIOS.

Uno trata de hacer las cosas de la mejor manera posible, lo cual no es garantía de éxito. Si además hay que someter el esfuerzo a la opinión pública la cosa se pone peliaguda. Tal es el caso que me ocupa las tripas estos días: un concierto del Cuarteto Muzikanten, feliz invento pese a las dificultades que entraña poner de acuerdo a cuatro personas y luego a unas pocas docenas si hay suerte. 
Si el asunto sale bien, lo fácil es sacar pecho. Si mal, se busca un culpable ajeno a los cuatro. Partiendo de la presunción de inocencia, algo tan poco frecuente en estos tiempos, cada implicado en un concierto, digo yo, intentará hacer su trabajo de la forma más profesional que sepa, o más aficionada, lo que no resta esfuerzo. 
Esgrimir un "lo hemos hecho lo mejor que sabemos" viene a ser una pobre y autocomplaciente excusa. Cuando te pagan por un trabajo hay que entregarlo en tiempo y forma. Y si no sale bien se hace un descuento, ese que pedimos en el restaurante o el hotel previa amenaza de "si no, aténgase a las consecuencias", que suelen ser la publicación de un comentario negativo en las redes y el boca a boca, y tiro porque me toca. Antes nos valía con lo segundo, pero lo primero facilita la expresión del cabreo.

Este TDHA o TDAH no detectado a tiempo me trae por la calle de la amargura que, tampoco hay que exagerar, no llega a drama. Los nervios se llevan peor en vacaciones.