Quizá, o muy probablemente, no salga hoy un texto muy cuidado, pero no es día de estilo sino de contenido, pues la ocasión se presta más al palabrerío atropellado y las frases hechas que sirven para poco consuelo. Sin embargo, algo hay que decir y no me conformo con un pésame de compromiso, porque un miembro de mi familia merece de largo unas palabras.
Paco, uno de mis primos madrileño-sevillanos, nos ha dejado esta mañana. Hace un par de años estuvo a punto de marchar, pero en el penúltimo instante sacó fuerzas y le hizo un regate a San Pedro, como dice José Luis, su hermano mayor. Se ganó un bienio de prórroga que aprovechó para poner en orden algunos asuntos pendientes. Esta vez no ha podido burlar al santo portero y ha abandonado las playas de Huelva para descansar en los mares de arriba.
Unas familias permanecen juntas, en el mismo pueblo o ciudad; otras se van acomodando por el mundo. La mía por vía paterna se separó pronto en lo físico, cosas de la vida y sus oportunidades, aunque sin perder el contacto. Nos veíamos a mitad de camino entre Madrid y Valladolid, pasábamos el día juntos los dieciséis, doce primos con nuestros respectivos padres, y regresábamos cada familia en su SEAT 1500, blanco el del tío José Luis y verde el de papá. Aunque tenían modos muy distintos de ver la vida, compartían su afición por la música, la fotografía, o más bien por los cacharros para disfrutar de ellas, amén del mismo modelo de coche durante una temporada.
Mi tío se mudó a Sevilla con su esposa, la tía Luisita —una murciana guapa, cariñosa y simpática, de risa fácil y contagiosa— y su prole, para intentar que los hispalenses bebieran Mahou en lugar de Cruzcampo, ardua tarea. Desde entonces nos vimos menos, pero nuestros encuentros siempre eran festivos. Mi padre y mi tío se llamaban "hermano" entre ellos, y mis primos anteponían el parentesco al nombre de pila.
—Oye, primo Roberto Ángel...
(Mi segundo nombre es casi un remoquete que suena a culebrón y nadie, excepto ellos, me llamaba así, pero lo aceptaba de buen grado, hasta me hacía gracia).
De críos, José Luis y Paco vivieron con nosotros una temporada, mientras Miguel Ángel se reponía de un accidente. No recuerdo cómo nos repartimos las camas, pero pasamos de ser cinco hermanos a siete, y yo presumía de ellos en la plaza de Santa Cruz, donde solíamos ir a jugar por la tarde. Hay alguna foto que lo atestigua. El trato era tan de hijos que mis padres los trataban como a nosotros, daba lo mismo si tocaban besos o bronca: no había distingos. Un día, Paco se zampó catorce galletas con mantequilla y se puso malo, lo normal. La indigestión le valió una reprimenda de mi padre, parecida a la de cuando se echó cuatro cucharadas de nescafé en la leche, solo que en esta ocasión le pillaron con el bote en la mano, a tiempo de hacer que lo tirase por el fregadero. Paco se amoscó, pero la charla posterior de su tío Fernando —la misma estrategia que mi padre usaba con sus cinco hijos, "bronca-explicación didáctica"— le trajo de nuevo a su estado natural, que era cariñoso y de buen corazón. Creo recordar que una vez, a causa del juego, nos enfadamos y hasta nos sacudimos un par de empellones. —Yo tenía las de perder, porque Paco era un tiarrón—. Fue mi madre la que trajo la paz, que sellamos con un apretón de manos poco convincente, con la amenaza materna:
—Si no, se lo digo a papá.
No hubo caso: al rato ya estábamos a lo nuestro, que era jugar como dos chavales de la misma edad, de la quinta del 65, con pocos meses de diferencia.
Un mes de julio, en la piscina de Gerena, me salvó de una aguadilla traicionera. Un par de chicos del pueblo venían por la espalda a sumergirme la cabeza porque yo "hablaba muy fino". Paco se dio cuenta y, con sus manazas, les dio una dosis de la medicina que querían administrarme, en inmersión simultánea. Luego me relató la historieta entre carcajadas.
Los dos últimos veranos, después de su primer aviso, charlamos por teléfono. Él me hablaba, orgulloso, de su hijo; de sus días a la orilla del Atlántico; de los puros que se fumaba mientras pescaba de madrugada con banda sonora de olas —"es el paraíso, primo"—, y sacaba su retranca, una coña marinera con acento castizo algo —poco— pulido por el andaluz, y chascarrillos subidos de tono sobre sus escapadas a Portugal, que quedarán entre nosotros.
Hoy hace cuatro semanas que mi hermano y yo fuimos a verle. Ya estaba en el hospital, con su metro-noventa en la cama, y le costó reconocernos. Me confundió con un tal Luis, supongo que un amigo, y se me partió el alma. Luego, al despedirnos, dijo:
—Da muchos besos de mi parte a las primas y a la tía Cipri. Hasta pronto.
Le llené la cara de besos, le atusé el pelo y salí de la habitación. Dejamos una cita pendiente de los primos en algún lugar indefinido de Extremadura, pero ya no podrá venir. No le quedaban fuerzas para el segundo regate, el que deseábamos de corazón aunque el corazón nos decía lo contrario.
De camino a casa, mi hermano y yo casi no hablamos. Vine pensando en la última frase, la de su despedida. No he dejado de hacerlo.
˝Querido Paco:
Claro que quiero reunirme contigo, con tu padre y el mío, con Jesús, que se fue sin poder despedirse, y con quienquiera que esté a la diestra de Dios, incluidos nuestros abuelos comunes, a los que no tuvimos la suerte de conocer. Y estoy seguro de que todos vosotros estáis bien cerca del Padre, porque así se lo he venido pidiendo a diario, mañana y noche, y sé que me ha escuchado. Pero entenderás, ya añorado primo, que en esta ocasión prefiera llevarte la contraria y no tenga prisa por encontrarnos. Seguro que sabrás perdonarme, porque los mosqueos te duraban poco.
Te quiere mucho:
Tu primo Roberto Ángel.˝