sábado, 12 de diciembre de 2015

GONZÁLEZ & SINATRA (& DÍAZ, & DOMÍNGUEZ...)


Hace cien años nació Frank Sinatra, un estadounidense de origen italiano, en Hoboken, Nueva Jersey. Para un hombre al que perforaron un tímpano durante el parto, dedicarse durante casi sesenta años a cantar con semejante clase y gusto no es poco. Parece que se restableció, afortunadamente. Como no me consta que en aquellos tiempos se utilizaran afinadores electrónicos de estudio, lo suyo tenía mucho mérito. 
Indefectiblemente, cada vez que pongo un disco de Sinatra (y en muchas más ocasiones) me acuerdo de mi padre. Ni en casa ni en el coche faltaba nunca un cassette o un CD de Frank, así que puedo afirmar que crecí en su compañía. 
Muchas tardes mi padre se acostaba en el tresillo del salón, mientras yo practicaba en el piano los estudios de Czerny, "El clave bien temperado" de Bach o las sonatinas o sonatas de Clementi, Mozart o Beethoven. Él se aburría tanto como yo y a poco de empezar me soltaba desde el otro lado del salón:
-Oye, chico, ¿sabes esa que va y que dice...? Y empezaba a tararear "Strangers in the night", "My way" o "New York, New York". 
Yo cambiaba de estilo, poniendo cara de fingido fastidio, aunque felizmente liberado por imperativo paterno y le complacía tocando de oído lo que me iba sugiriendo Mi madre no tardaba en entrar en la habitación para reprenderle.
-Fernando, que el niño está estudiando.
-Bueno, sólo una -respondía él, aguantando las risas.
Al final eran varias, que en no pocas ocasiones terminábamos cantando, cada uno con su inglés, hasta que mi padre se dormía y yo cerraba la tapa del piano para dejarle reposar la comida, probablemente soñando que era Frank Sinatra con una caña de pescar, cantándole a las truchas del Pisuerga palentino o el Hudson newyorkino (si bien las americanas arcoiris eran bobaliconas comparadas con la trucha común y para mi padre suponían un contratiempo cada vez que pescaba una de las no autóctonas, que identificaba sin disimular su desencanto en cuanto mordían el señuelo en forma de mosca, seca o ahogada).
Dos o tres veces por semana me tocaba repetir en las clases particulares de María Jesús, mi profesora, lo poco que había estudiado en casa. Aprovechaba los cambios de obra para incluir los grandes éxitos de Sinatra, lo cual acarreaba bronca.
-Eso no entra en el programa, -protestaba María Jesús, más por obligación que convencimiento, porque sé que le encantaba escuchar mis interpretaciones, aun siendo contrarias a lo estipulado.
-Es que a mi padre le gusta.
-Pues hablaré con tu padre -sentenciaba en tono amenazante, al tiempo que insistía en que repitiera unos cuantos compases de la obra obligada, esa que todos los aspirantes a pianista teníamos que tocar en el examen.
(Hace un par de años me la encontré con su marido, y este aún recordaba mi poca aplicación, muerto de risa, y mi querencia por los no clásicos).

Años más tarde, Frank seguía llenando mis vacíos, que eran muchos y no siempre sonoros. En el último coche de mi padre, un Horizon diesel, ruidoso como un tractor, descubrí "It was a very good year", rebobinándola constantemente. Podría haberme matado al descuidar el volante, que algún susto me llevé, si bien un forense habría descubierto el origen de mi despiste analizando la cinta, tostada en los minutos que duraba la canción, para alegría de la compañía de seguros.  

Mucho después llegó el súmmum. Me encontraba en Santiago de Compostela, en casa de mi íntimo amigo Germán, mi querido zanfonero loco, disfrutando de su compañía benefactora y comprensiva. Después de comer, varios chupitos de orujo casero, blanco y verdadero mediante, estábamos ambos frente al ordenador, rodeados de gatos, Nefertiti y su prole, los que me curaron mi alergia al pelo de bicho, poniendo vídeos alternativamente. Los gustos de Germán no suelen coincidir con los míos, excepto cuando Sting canta a Dowland (ese mismo día él criticaba que el músico inglés saliera en la televisión tocando un laúd afinado como una guitarra, cosa que le recordé otra noche en mi casa, cuando cambió de opinión y no le quedó otra que reconocer su volubilidad en aquella cuestión), y solíamos  (solemos) enfrascarnos en cuestiones profundas de afinación, interpretación, fidelidad y zarandajas varias que nos mantenían y mantienen, pese a la disparidad de criterios, unidos en lo bueno y en lo malo. 
Al segundo trago, o como mucho vigésimo-cuarto, apareció Sinatra cantando "That´s life". Nos quedamos embobados escuchándolo. Me sorprendió su paciencia con el ratón, conocida su hiperactividad, dejando que la canción terminara. Puede que influyera mi reacción: en algún momento me invadieron unas ganas irrefrenables de llorar, y vaya si lo hice: a chubascos, a riadas, a mares. Me miraba a sabiendas de que aquel caudal de lágrimas salido de vete a saber dónde obedecía a algo más que la emoción puramente musical. Con su sonrisa casi permanente, que no es un santo y tiene sus momentos, me preguntó:
-¿Qué te pasa?
No acertaba a responder. Solo lloraba.
-¿Demasiado alcohol?
Puede, pensé, pero tampoco contesté en voz alta.
Tragué tanta saliva como lágrimas había desalojado, y en el breve espacio que  mi ánimo me concedió generosamente, recité mi sermón de las siete palabras con intervalos nubosos.
-Sinatra era el favorito de mi padre.
Y seguí llorando, no hasta deshidratarme, porque lo estaba bastante. 
Germán me hizo una carantoña, quizá me diera un beso, o un apretón en el hombro, y volvió a sonreír como sólo lo hacen los tipos como él, a los que siempre tenemos en mente aunque pasen meses sin escuchar su voz, los que se ganan la amistad dando y pidiendo de forma natural, pero nunca exigiendo. Como mi padre. O como Sinatra. 

PD.- Después de colgar este texto homenaje a muchos, mi siempre amigo Juan Ignacio me recordó que tenía un cassette de Frank Sinatra que mi padre le regaló, y que lo había trillado de escucharlo en el coche, de Madrid para acá. Como Domínguez Ruano (de 727), pese a ser leonés, canta como si fuera inglés, creo que merece figurar, aunque sea en la posdata, en esta entrada, por compartir conmigo no sólo los gustos musicales y granjearse la amistad de mi padre, que lo apreciaba como a un hijo, sino muchas otras cosas, entre ellas un par de relojes que a mi padre le pareció que lucirían perfectamente en su muñeca. 
-Si se los vendo a un amigo, puedo verlos de vez en cuando y me parecerá que no han dejado, de algún modo, de ser míos.
Cosas de mi padre.




lunes, 23 de noviembre de 2015

¿DÓNDE ESTÁN EL FOTÓMETRO, EL ALTÍMETRO Y EL CONDENSADOR DE FLUZO?

Abro las ventanas del dormitorio. Hay niebla hasta en el patio. 
-Me arreglo y salgo a hacer fotos -pienso, porque el bostezo me impide decirlo en voz alta.
Cuando llego a la calle, la niebla anda desperezándose, por lo visto tenía más sueño. 
Como en el juego de la oca, voy de puente a puente, los que enmarcan mi casa. El primer disparo lo hago a toda prisa, no vaya a escapárseme un pájaro muy fotogénico, al menos a veinte metros o más, ni idea de la especie, que la miopía manda. Luego los árboles, más puentes, unos piragüistas perseguidos por patos, otro pájaro volador, una escultura que disimula la ventilación de un edificio de la junta, el óxido previsto por el arquitecto, más edificios modernos, todos cuadrados o rectangulares, como un muestrario de materiales, lo que manda la tendencia actual, vienen a facilitarme la tarea. 
El puente de hierro, el colgante que cuelga poco, mucho para el año en que se construyó, me tiene entretenido. El metal es muy agradecido, sobre todo en mate, que así los reflejos no interfieren. Un fotógrafo, o un señor con una réflex y teleobjetivo pepino, hace el camino contrario por la otra acera, parándose a cada poco. No sé qué mira, tampoco me importa. Nos escrutamos con poco disimulo, a ver cómo pone este la mano izquierda, que es lo importante y seguimos a lo nuestro. Quizá se ría de mi cámara, que es pequeña y suave, pero no peluda, como Platero, y encima parece antigua, aunque tenga tarjeta de memoria. Precisamente la compré por eso. Luego comprobé que además hacía fotos.
Hay un parque al cruzar el puente. Hojas y más hojas, del haz y del envés, todas pidiendo a gritos un retrato. Me siento en un banco de piedra, coño, qué frío; mejor de pie, no vaya a acatarrarme, que los catarros entran por donde uno menos espera, siempre lo dice mi madre, "ponte la faja, hijo"; en cuclillas quizá, si no me falla la rodilla esta que me da guerra los martes, cuando juego al pádel con los amigotes. Vuelve el de la Nikon siete mil y pico, mira de nuevo a mi cámara, sorprendido, asustado de que se pueda ir por ahí con semejante antigualla.
-Buenos días, -saludo, sacándole del asombro que causa mi cacharrito a los profesionales. -Hace una mañana preciosa, -continúo, riéndome por lo bajines de mi frase más bien bobalicona.
-Sí. 
Silencio.
-Y no se te congelan las manos, -añado, por prologar la charla en los márgenes de la cortesía.
Más silencio.
-Hay unas telarañas en el puente. 
Y me cuenta más cosas que no entiendo.
-Que disfrutes, -digo a modo de despedida.
Vuelvo a casa. 
Al día siguiente hay más niebla. Por algún motivo hago el camino al revés. Más pájaros, piragüistas, árboles, óxido...
El mismo fotógrafo se cruza.
-Buenos días, -saluda.
-Hola, buenas.
-Has hecho lo de ayer pero en sentido contrario, -dice, como si me hubiera estado persiguiendo.
-Pues sí, -respondo afirmando lo obvio.
-Sé por qué. La niebla, la luz, la hora... -y me explica, o me resume, el manual del fotógrafo profesional.
Asiento. Nos despedimos. Hasta otra.
Tiene razón en lo de la hora. Ha sido una buena idea hacer el camino del revés. Las últimas fotos habrán salido movidas, o sea, de autor. Tal como suponía, casi me cierran el kiosco y la panadería. Por los pelos. Ya pensaré otro día en la luz y la niebla, en el manual de instrucciones y en los consejos de Pilar, mi maestra fotográfica en la sombra, más hábil con las tijeras que el sastre de Cocó Chanel. 




lunes, 2 de noviembre de 2015

LX SEMINCI


LX podría ser una talla para los que se visten por los pies, pero no. Van ya sesenta ediciones de la Semana Internacional de Cine de Valladolid, la sesentava, que diría aquél (o aquel, según la norma de la RAE que algunos de los académicos no secundan, presumiendo de clásicos). Y, como todos los números redondos, hay que celebrarlo (excepto el cero, aunque sea el más redondo).

Por la trigésimo (o trigésima) primera SEMINCI (o "seminchi", pronunciación "alla italiana" de mi padre, como si fuera la Mostra de Venecia), yo estaba recién llegado del servicio militar, con la cabeza como un bombo, el que me adjudicó un brigada cuando le dije que estudiaba música, cosa que no era cierta del todo, porque ni la había estudiado realmente, más bien leído por encima, ni a mis veintiún años tenía idea de proseguirla. Me preguntó si sabía armonía, a lo que respondí que según quién le preguntara. Entonces me otorgó el bombo que, como todo el mundo sabe, es instrumento de enjundia, sapiencia y base de todas las músicas, al que con razón los ingleses llaman "bass drum" (aunque "bass" no sea base, para qué engañarnos). La persona que me examinaba de armonía en el conservatorio opinaba que mi forma de construir voces sobre un bajo se alejaba de los cánones clásicos, lo cual quedó demostrado (al menos por y para ella) con tres suspensos y un mísero aprobado en la cuarta convocatoria. Años después, en segundo de magisterio (lo de ser maestro, que es lo que soy sin ser "magister" en nada) volví a coincidir con aquella mujer, que aun siendo cardo tenía nombre de flor amable,  y acaso su memoria fuese mejor que la mía, porque me castigó con un nueve en lo que había sido algo más cuando cursé segundo de solfeo, el equivalente al nivel musical que se exigía en la carrera. 


Una tarde me llamó un amigo, que hoy es director del conservatorio, qué cosas, para ofrecerme un trabajo. Se trataba de tocar melodías facilonas al piano en una tienda de ropa, como hilo musical. El dueño del negocio y yo nos pusimos de acuerdo en dos minutos, (me confesó después que catalogaba a las personas según los dientes, como a los caballos, y los míos debían de estar limpios aquel día, o se me escapó un relincho cuando calculé mis ganancias mensuales) y pasé más de un año frente a un piano electrónico entre pantalones y jerséis, saltando de Sinatra a Nino Bravo, de Supertramp a Stevie Wonder, o de Billy Joel a Elton John, que era saltar poco. Los clásicos me daban alergia, y más después de que un cliente recriminara mi poco interés por haber interpretado un momento musical de Schubert en un tono que no era el original (por fortuna sólo se centró en la tonalidad, así que no me fue tan mal con su crítica, pese a todo, amable). A mí, que tocaba casi de oído y me daba lo mismo re que sol, o arre que so, y desconocía el significado oculto de componer con dos bemoles o tres sostenidos, me pareció una señal de que mi camino no iba por ahí, considerando que habría pocos puristas que conocieran la tonalidad original de "New York, New York", quizá modificada en directo por la tesitura de Frank Sinatra. 

Un día, de esos entre ropa y piano light, alguien llamó por teléfono para interesarse por el pianista. Quiso la casualidad que yo me encontrase en ese momento tocando, porque éramos dos los que nos repartíamos el horario comercial, y reconozco que el otro, Eddie, un brasileño autodidacta, tocaba mejor que yo, con sus dedos de guitarrista reacondicionados para el piano. La llamada provenía del dueño de unos cines al que se le había ocurrido que sería buena idea poner música de fondo a las películas mudas que programaba la SEMINCI en un ciclo dedicado al septuagésimo quinto aniversario de la Paramount. Su propuesta era interpretar melodías de cine mientras se proyectaba la película, tanto daba a la que pertenecieran, sólo por hacerla más llevadera. Creo recordar que nos entrevistamos al día siguiente y, tras ajustar el precio, accedí.

Los entresijos de un festival de cine, o al menos del de Valladolid, son caprichosos, pero eso no importa al espectador si al final la cosa sale bien. Me dieron el guión de cada película, y los intertítulos para que me sirvieran de pista. Como no había piano disponible, llevé mi sintetizador DX7, y con un sonido más de pianola que otra cosa, sentado en un taburete con el aparato apoyado en una caja de madera, decidí sobre la marcha que quizá tocar "Lo que el viento se llevó" no pegaría mucho con "Wings", en la que Gary Cooper tenía un papel tan breve que al pobre lo dejaron sólo ante el peligro nada más aparecer, y se estrelló un par de minutos más tarde, pues por lo visto se le daba (o daría) mejor manejar un Colt que un avión. Al menos se ligó a Clara Bow.
Otra de las que toqué fue Moana, más bien un documental. María, la traductora, con quien años más tarde coincidí en el Coro Universitario, pensó que "robber crab" era "cangrejo Roberto" y desde aquél día, aunque le hice ver que pegaba más con el hecho de que el crustáceo era un ladrón, me llamaba cangrejo cada vez que nos veíamos sin disimular la risa que ocultaba su metedura de pata (de cangrejo, claro). Carlos, que era hijo de mi practicante, o sea, del que me ponía las inyecciones en el culo cuando estaba enfermo, tenía un verbo fluido y traducía directamente con una facilidad asombrosa. Como las salas estaban atestadas de público, compartíamos su cabina, lo cual facilitaba la parte técnica, la de los enchufes y conexiones para que se oyeran la traducción y la música, y además nos daba pie a hacer chascarrillos en los descansos. Antes de la proyección charlábamos sobre la película, y sus comentarios me ayudaban de algún modo a situarme, aunque a veces trataba de despistarme contándome mentiras para ponerme a prueba, o retándome a cambiar los papeles, él de pianista y yo de traductor, a lo cual nunca accedí. 
En años sucesivos llegaron otros ciclos, y el de Murnau con Fausto, que me deparaba una sorpresa. Después de tocarla en una sala de los Manhattan, se decidió un pase especial en el Calderón, que era sede y sancta sanctorum del festival. Allí me volví tonto del todo, con presentación personal a cargo de Juan Carlos Frugone, entonces subdirector, que luego ascendió a director cuando lo dejó Fernando Lara, y el foco apuntándome o más bien cegándome, lo que acentuaba mis andares de pato mareado. Creo que aquella vez tuve un orgasmo no genital, aunque jugaba con el público a favor, porque el teatro estaba lleno de amigos a los que regalé la entrada, tales eran mis prebendas, y algunos actores a los que amenizaba las copas en el hotel Olid Meliá vinieron a escucharme en mi faceta creativa tras soportar la de entertainer, la de hilo musical. 

Descubrí a Dreyer, hice lo que pude con Juana de Arco, y algún autor español me ubicó en el cine patrio ("Moros y Cristianos", una de 1926), con la inestimable ayuda de la familia Gandía Martínez, cuya madre, Carmen (que ha cumplido noventa esplendorosos años esta misma semana) y sus hijas me cantaron "Paquito el chocolatero" hasta que fui capaz de tomar apuntes más o menos válidos para acompañar la proyección.

En algún momento dejaron de programar cine mudo y, por ende, de contar conmigo. 

En la tienda me sustituyó un equipo de música. En la SEMINCI no lo sé. En el hotel, Eddie, que se lo merecía, y hasta me dejaba sustituirlo mientras se tomaba un café.

Cuando la efímera fama nos abandona, persiste su recuerdo. José Luis Castrillón, amigo de la infancia y aficionado al cine, amén de ex colaborador de la SEMINCI, lo mencionó esta semana en el periódico, cosa que provocó este texto. 


sábado, 24 de octubre de 2015

FOTÓGRAFOS VIAJEROS DE AYER Y HOY

De fotografía sé bien poco. Cuando salía de viaje con mi cámara "al hombro", que ahora es "en el bolso", me las acababa apañando para salir en alguna foto, ya fuera usando el disparador automático, con el riesgo de aparecer desenfocado, o pidiendo a algún acompañante que me hiciera un retrato. Si el viaje era en solitario, nunca faltaba un paisano a quien pedir el favor. Era el testimonio de que había estado allí, y servía para responder a quienes quisieran "disfrutar" de mi viaje en diferido, cuando preguntaban: "pero... ¿las has hecho tú o son de algún amigo? Es que como no sales nunca...". Antes de disparar calculaba las fotos que llevaba, los carretes que me quedaban, y los días que faltaban para terminar el viaje sin que sobrasen días ni faltasen carretes. Al llegar a casa, los llevaba a revelar y unos días después volvía a la tienda, lleno de emoción e incertidumbre, para ver cuántas se salvaban, que solían ser bien pocas. En la tienda ofrecían la posibilidad de no cobrarte las desenfocadas o cortadas. Alguna vez hasta me hacían la selección, creyendo que la torre Eiffel con una mancha delante era indigna de pasar a mi álbum. La mancha era yo.
Los tiempos cambian. Hoy es frecuente que mientras enfocas y buscas la foto, LA FOTO, esa que provoque la envidia de tus amigos, esa que aún no he conseguido ni creo que consiga, te metan un palo de selfie por el ojo. Los viajeros parecen más interesados en salir en todas que en otra cosa, ni siquiera en ver, contemplar, disfrutar, gozar del paisaje directamente, no por la pantalla de la cámara que ni siquiera es cámara sino teléfono móvil, o smartphone, que suena más molón. 

Hace un año, una empresa japonesa (no suelo dar publicidad, y menos gratis) sacó al mercado un cacharro que es más cámara que teléfono. Han vendido tres. Ignoro las causas, pero creo adivinarlas: el usuario de móvil aprovecha que sirve para hacer fotos, pero si lo dominante es esto último, parece que le descoloca. Puede que el precio sea un poco excesivo, alrededor de los novecientos euros, pero me da que ese no es el problema, ahora que veo a críos de catorce años con cacharros de la manzanita, que usan para cuatro cosas: guasapear, jugar, colgar las fotos de sus correrías y, muy de vez en cuando, hablar si les llaman, porque en eso son muy celosos.

En un par de ocasiones, el hecho de pedir a uno que pasaba por allí que me hiciera una foto me sirvió para no pasar las vacaciones solo. Concretamente por pedírselo a una (que fueron dos). La primera me enseñó la ciudad y me hizo disfrutar como un animal, desde todos los ángulos posibles. La segunda... más o menos lo mismo, pero en diferente orden (hipérbaton se llama) aunque sólo vi la ciudad desde (entre) cuatro ángulos, los del marco de la ventana.


Pd.- Hay quien es capaz de montar una exposición con las fotos que desechaban en las tiendas. Lo llaman arte conceptual, o contemporáneo, o algo así.

lunes, 21 de septiembre de 2015

MICRORRELATOS

Hay leyendas, urbanas o universales, como que los grandes premios literarios están dados de antemano, o que existe el punto G, por poner un por de ejemplos bien oídos. 
Del segundo me guardo la opinión, que no me gusta hablar de lo que no conozco en profundidad... 
Sobre el primero, tampoco tengo gran conocimiento, puesto que jamás me han ofrecido escribir una novela a cambio de un premio previamente pactado. Algún escritor lo ha dejado caer, no sé si por despecho o con fundamento. Dicen que Delibes, mi paisano, rechazó "participar" en el Planeta aun sabiendo que lo tenia ganado, pero D. Miguel ya no está para explicarlo.
Hace unos días participé en uno que se ajustaba a mis gustos: breve e inmediato (no hablo del punto G). Sólo cinco días después de cerrarse el plazo de admisión de los textos se fallaba el premio. Aparecía anunciado en facebook, así que antes de apagar el ordenador e irme a dormir, lo envié. 
Casualmente se lo comenté a un sobrino que me confesó con pudor haber ganado uno de poesías de la misma editorial, aunque sospechaba que después del vencedor y los diez finalistas, a quienes se regalaban ejemplares del libro que recogía sus poemas, el resto de participantes figuraban como seleccionados, sin excepción, con el fin de que estos, que eran muchos, compraran el librito.
Esta mañana he descubierto que no es así: ni he ganado, ni soy finalista, ni tan siquiera soy uno de los seleccionados. De este modo tan cruel al menos he comprobado que ese comentario maledicente sobre los intereses secretos de la editora en aras de fomentar la venta era incierto. Vaya este post en su descargo, como homenaje a su honorabilidad puesta en duda.
Un microrrelato tiene una rara particularidad: así como las novelas pueden ser resumidas en pocas líneas, el relato hiperbreve precisa de muchas para ser explicado. La culpa de todo la tienen Monterroso y su dinosaurio, ese que todavía estaba allí cuando alguien despertó, y del que aún se siguen haciendo conjeturas, tesis doctorales y sesudos juicios que persiguen descifrar su verdadero y oculto contenido.
Y ahora es cuando suelto mi relato concentradísimo y denso:

UN MAL DÍA
El meteorito destruyó la Tierra.
Fin.

sábado, 19 de septiembre de 2015

GRANDES PERSONAS, PERSONAS GRANDES

Los recuerdos se nutren de imágenes grabadas con calidad superior, como HD, si no no habría tales (perdón por la redundancia o la obviedad). Uno de los que guardo tiene que ver con el baloncesto, que ayer se hizo presente después de las semifinales contra Francia.
Mi casa familiar, (que ha salido en muchos de mis "posts"), estaba ubicada en un edificio de nueve plantas en el entonces semicentro de la ciudad, en el que vivían varios matrimonios con sus correspondientes hijos, algunos de los cuales compartían edad, más o menos, conmigo. Hay días en que, cuando voy a ver a mi madre, me encuentro con algunos de ellos en el portal o el ascensor. Desde luego que no todos éramos amigos, pero el tiempo, esa lija que nos acaba igualando, aunque sea muy al final o final del todo, nos hace olvidar las rencillas vecinales, que las había y se manifestaban en las juntas de la comunidad de propietarios. Nuestros padres discutían por las cuotas, las derramas o las goteras, pero los jóvenes no nos dábamos por enterados, ni falta que hacía. (Yo sí, porque mi padre me nombraba auxiliar administrativo cuando le tocaba ser presidente, tesorero o administrador, lo cual le servía para tener ayudante a la hora de escribir a máquina los recibos, harto como estaba de hacer papales por su trabajo en una entidad bancaria). 
Había varias chicas en el edificio, de las cuales mi favorita era Marta, una morenaza guapísima (hoy rubia, pero igual de guapa) a la que recuerdo haber tirado los tejos en el bar de abajo de forma tan sutil que probablemente ni se enteró de mis intenciones, pues tanta era mi sutileza o cobardía que costaba descifrarla. 
De entre los chicos, hice amistad con José (pronunciado sin acento), un tiarrón enorme que estudiaba en el colegio de los baberos, del que los jesuitas éramos seculares enemigos. Ajenos a semejantes chorradas de la secularidad y la tradición, pasábamos juntos muchas tardes, sobre todo en su casa, donde disponía de un dormitorio con espacio para extender el tablero del juego "Las rutas de Don Quijote", un antepasado de los de rol pero mucho más cultural y ajeno a la violencia. No recuerdo mucho de la mecánica del asunto, pero sí que las tardes se nos hacían cortas. Su padre era un militar retirado, o en la reserva, que conservaba parte de su acento y gracejo andaluz, al que le encantaban los boquerones en vinagre y otras delicatessen que le provocaron algún ataque de gota. Nina era su madre, otra mujerona morena y simpática que sólo nos interrumpía para traernos la merienda. Una vez tuve que improvisar una excusa para no comer el bocadillo de jamón, porque no me gustaba lo blanco (el tocino) y le dije que pensaba ir a comulgar esa misma tarde en menos de una hora, que era lo prescrito por el papa Pablo VI, muy anterior a este argentino que lo perdona casi todo. Tampoco me gustaban las empanadillas porque tenían tomate, e imagino que pondría la misma excusa, pero Jose casi lo celebraba porque tenía que llenar su cuerpo de castillo de algún modo, a lo que ayudaba mi abstinencia por causa fingidamente religiosa.
Un día me preguntó si me gustaba el baloncesto. Su hermano Manolo, guapote de portada con bigotazo (Manolo, no la portada), era pivot en el Universitario, que necesitaba socios al haber ascendido a segunda división nacional, lo que sería la LEB oro de hoy. (Yo entrenaba, que no jugaba, por falta de entrega o compromiso, con el equipo de mi colegio, así que dije que sí, por ver si se me pegaba algo al ver a los mayores y rascaba algún minuto que no fuera "de la basura"). Por quinientas pesetas nos abonábamos para toda la temporada en asiento de tribuna, aunque faltaba el beneplácito de mi padre, que era quien pagaba. Las negociaciones fueron largas, mi padre era duro de pelar, pero al final accedió a soltar el billete azul que me franquearía la entrada al apasionante mundo de la canasta.
Uno de cada dos sábados, los Castrillón me llevaban al partido, bocata incluido, y después de perder (sólo ganamos uno en toda la temporada) me dejaban en casa a eso de las diez de la noche. 
De aquellos años, no sólo de esa temporada en segunda, me queda el recuerdo de Vacas, el de las gafas atadas con un cordel, un tal Morate, Richi Boronat, Merino y, por supuesto, Manolo, que tenía clase para jugar en categoría superior, y de hecho llegó a hacerlo en el Valladolid, pero por lo que me contaron no era del gusto de un entrenador con mala leche y un poco inestable que acabó forzando su salida. Mario Pesquera, el enemigo de las rotaciones (aún recuerdan los más viejos a su Caja de Ronda con Ramiro, Vecina, Blanco, Arlauckas y Brown jugando casi 40 minutos por partido, con dos sextos hombres -chicos de los recados- como únicos sustitutos: Grau y Palacios) lo rescató para el Universitario y ahí terminó su carrera como pivot rocoso e inteligente.
Choche y yo nunca llegamos a competir más que en "Las rutas de Don Quijote", porque cuando nuestros equipos colegiales se enfrentaban, mi lugar natural era el banquillo, y así no había forma de que me pusiera un tapón o de hacerle unas cuantas personales. Hoy regenta un bar, el café oficial de los artistas, y de vez en cuando nos vemos, él desde un poco más arriba, claro. Quizá un día use el ascensor de la catedral (que sé que no le gusta un pelo) para mirarle por encima del hombro, a ver qué se siente.
Pd.- Gracias a la familia Castrillón y en especial a Jose Luis por ayudarme a refrescar la memoria, a disfrutar del baloncesto y por su amistad. Gracias también por negarme una última copa a horas intempestivas. Eso también es amistad.

domingo, 6 de septiembre de 2015

... OTRA VEZ A LO QUE IBA (CAPÍTULO II)

Cuando la tarde se hacía más larga, ya fuera por llegar al pueblo antes o porque anocheciera después, me daba tiempo a perderme por las eras, el majuelo o las calles. La de mis abuelos comenzaba en la carretera y se perdía en el monte, tras cruzar el río Bajoz, poco más de un arroyo con ínfulas que delimitaba una margen del pueblo. A poco de sortearlo por el puente de un ojo, no se necesitaban más prodigios de ingeniería, el camino trazado por la rodadura de los carros y tractores se empinaba como impulsado por las aguas remolonas. Desde lo alto, el paisaje justificaba el esfuerzo. La primera vez, tras  contemplar el páramo, centré mi atención en una mantis religiosa, ese bicho con mala fama sólo porque dicen que se come al macho después de aparearse (como si eso fuera algo excepcional). Estuve observándola embobado mientras tomaba el sol acomodada en un pámpano, ajena al forastero.
A la semana siguiente, al culminar mi segunda escalada, no estaba solo. Asistí a un juego en el que una niña aparecía y desaparecía entre las vides. Su cabeza se ocultaba y asomaba  más tarde por algún lado. Tardé en darme cuenta de que eran dos las que jugaban al escondite: una morena de pelo corto y la otra  pelirroja con rizos. Por seguir espiando sin ser visto, me agazapé lo justo como para no perderme la fiesta. Pude al fin disfrutar, apenas por un breve espacio, del pelo cobrizo y brillante, largo y ondulado, de la más alta, que por ello encontraba mayor dificultad para ocultarse. Me pareció la niña más guapa del mundo, del poco mundo que yo conocía, y el eco de sus risas me llegaba envuelto en el aire que soplaba entre sus cabellos. ("Quisiera ser el viento que acaricia tu pelo..." fue la frase que escribí ya en casa, por la noche, y que jamás pude convertir en poesía porque mi vocabulario poético infantil se terminaba allí). Cuando ya no podía aguantar la postura me incorporé y volví a cenar donde mis abuelos, con una alegría al descender que compensaba el dolor de mis piernas entumidas. 
Esperé ansioso la llegada del siguiente fin de semana, ensoñando las cabezas alternativamente emergentes, sobre todo la de cabellera salvaje, y nada más bajar del coche entré a besar a mi abuela. A continuación, en lugar de acercarme al teleclub como solía, corrí ladera arriba. Escruté el majuelo al acecho, como el cazador que ansía la aparición de la presa, pero no hubo tal. Desencantado, regresé sin prisa arrastrando los pies, y fui en busca de mi abuelo hasta el teleclub. Se levantó para besarme,  recibí el pirulí y salí a la calle chupándolo (primero se mordisqueaba el barquillo hasta pelarlo, porque si no quedaba blando y poco apetecible). En la plaza había una niña con una cámara de fotos, una Werlisa club color con un punto rojo en el disparador (mi padre había tenido una casi idéntica, pero con el botón metálico) que vino a saludarme.
-Hola, -saludó con voz cantarina y dulce.
-Hola.
Ni siquiera me dijo su nombre, pero a nuestra edad no nos preocupaba tener amigos saltándonos el protocolo. Tardé un poco en darme cuenta de que era la misma que jugaba entre las vides la semana anterior. 
-¿Quieres ir al majuelo? -me invitó.
-¡Claro!
El paso se hizo más alegre, cercano al trote. Arriba soplaba el viento casi de otoño, y una tristeza cierta e inexcusable me invadía, porque el curso escolar comenzaría en un par de días y mis visitas al pueblo se espaciarían en cuanto llegaran las lluvias (mi padre odiaba conducir con mal tiempo, y se ponía nervioso e irascible). Entre risas, ese recurso que sirve como pegamento para tapar los huecos de la charla, mi amiga iba contándome su vida. De vez en cuando se hacía el silencio, pero sin risa, sino algo semejante a lo que yo veía cuando iba de caza con mi padre y el perro se paraba si olisqueaba perdices, codornices o conejos. Mi amiga, la de pelo corto y oscuro, fijaba la vista en algún punto que yo no atinaba a ver, y quitaba la tapa del objetivo. Yo permanecía quieto, esperando el click de su cámara, y entonces resurgía la conversación. Unas cuantas fotos después, mi reloj Justina, el de la primera comunión, me hizo saber que era tarde.
-Tengo que irme. 
-Te acompaño, -respondió.
Bajamos sin hablar hasta que vi a mi madre esperándome a la puerta de casa. Antes de echar a correr, lo cual no evitaría la reprimenda, acerté a preguntar:
-¿La otra chica no está?
-No. Se fue ayer. 
Noté su desencanto, aunque lo intentase disimular. Lo achaqué a que sin su amiga estaría más triste o aburrida.

El verano se fue, y no volví a verlas hasta el siguiente. La pelirroja era más esquiva, o sus horarios más estrictos, así que me conformaba con saludarla y seguir con la vista sus pasos antes de perderse por la primera calle paralela al río. Luego asistía al ritual fotográfico de quien demostraba más interés por mi persona, hasta que el sol diluía el paisaje y el Justina, cada vez más lleno de golpes, señalaba la hora de cenar.

Un día, la niña pelirroja dejó de ir. Su abuelo, que había sido médico del pueblo, ya no vivía allí. Me lo contó mi amiga, que al verano siguiente tampoco volvió. 

Mis abuelos, ya ancianos, vinieron a vivir a la capital años más tarde y  San Cebrián dejó de ser parte del programa habitual del fin de semana.


Ni por asomo esperaba reencontrarme con la pelirroja del modo que sucedió: una mañana de sábado, superadas mi infancia y adolescencia, encendí la tele y allí estaba ella presentando un programa infantil. No podía creerlo. No había cambiado tanto desde la última vez, simplemente había crecido, pero sus rasgos eran los mismos. Permanecí frente al televisor ITT, pestañeando lo imprescindible para no perder detalle. Todo en ella era perfecto, impropio en una joven ni siquiera mayor de edad, nada que ver con las pseudo estrellas prematuras de hoy en día, esas que parecen predestinadas y forzadas por sus madres y luego se convierten en "juguetes rotos" cuando la fama las abandona. Desde entonces, cada sábado me acomodaba a la hora exacta, pendiente del reloj, que ya no era el Justina, jubilado por culpa de mi torpeza y gracias a la obsesión de mi padre por controlar su colección de relojes en la muñeca de mi hermano, más fiable, y la mía, alocada como yo mismo. Fui un seguidor fiel y obsesivo del programa hasta que dejó de emitirse, pero por suerte mi musa siguió apareciendo en antena, igual de bella, con algunas ausencias que soportaba disgustado. 
Pasaron más años y un día la di por perdida. Con la llegada de internet, ese instrumento en ocasiones maravilloso, el mundo volvió a llenarse de luz, la misma que alumbraba sus cabellos de por sí luminosos. Incluso me atreví a enviarle un mensaje por Facebook, en el que le relataba nuestros pocos encuentros de la infancia, añadiendo un poco de fantasía a los mismos, por echarle más azúcar y de paso ablandarla. Me contestó amablemente por el mismo conducto, rechazando con elegancia mi solicitud de amistad, lo que entendí perfectamente y hasta aplaudí, pese a que me privara de mayor contacto. "Una mujer segura de sí misma que no necesita de palmeros", pensé.

Aún quedaba otra sorpresa, por mor de esa memoria omnímoda de la web que guarda nuestras entradas y salidas, algo inquietante por otro lado. Ojeaba la prensa cuando entre los anuncios vi una exposición de fotografía de la que ella era cartel junto a otra persona que me resultó familiar. No pillaba lejos de casa, por lo que tomé nota en mi calendario de pared para no olvidar la fecha, aunque algunos carteles pegados cerca de mi casa me la fueron recordando. Una noche, según regresaba del trabajo, aprovechando la soledad de la calle, arranqué uno con cuidado y al día siguiente lo llevé a enmarcar. 

El día señalado me presenté en la sala. Había menos personas de las que esperaba, lo que me pareció algo triste por una parte, pero mucho mejor para disfrutar sin el bullicio y el ruido que suelen acompañar esos eventos, y más cuando hay "vino español". Me había vestido como para una boda, de lo que me arrepentí al ver el atuendo más bien informal, casi el oficial y corporativo de los artistas que necesitan ser reconocidos como tales, con predominio del negro en versión camiseta, americana y zapatillas de dudosa higiene. Di varias vueltas a la sala, recorriendo las paredes con las fotografías, en blanco y negro casi todas, y cuando me encontraba a punto de llegar a la que figuraba como cartel, de tan embobado como estaba me  topé literalmente con una mujer a la que empujé sin querer. Tras las disculpas simultáneas, me preguntó qué me parecía su obra. 
-¿Eres la autora?, dije, aunque era obvio.
-Sí. ¿Te gustan?
-Mucho. 
-Gracias. Sigues tan encantador como te recordaba.
Me quedé mudo. La miré sin pestañear, tratando de identificarla. Mis ojos iban de su rostro a la fotografía en la que figuraba mi actriz de culto junto a la otra mujer. Fue entonces cuando caí en la cuenta. Era ella. Y de repente algunas de sus fotos se ubicaron en mi mente, o mejor dicho, en los recuerdos infantiles de mi mente, aunque no tuvieran nada que ver.
-Te sigue gustando, ¿eh?
-¿Quién? -respondí con un disimulo torpe.
-Verónica.
-Sí.
-Por eso la escogí para el cartel. 
-¿Qué?
-Era la única forma que se me ocurrió para volver a verte.
Me sentí pillado y avergonzado. Y sobre todo, sorprendido. 
-Es guapísima, -añadió.
-Sí, mucho.
-Ya éramos amigas entonces. Podía habértela presentado. 
Me quedé callado, ensombrecido por la cobardía que siempre me ha perseguido. Ella me sonrió. Y se fue.

lunes, 31 de agosto de 2015

RECUERDOS RURALES DEL MEDIEVO Y MUCHO DESPUÉS... (CAPÍTULO I, POR SI ACASO)

Mis abuelos maternos vivían en un pequeño pueblo de la meseta castellana  cuyo mayor aliciente turístico era y sigue siendo (pese y gracias a las sucesivas rehabilitaciones, unas más afortunadas que otras) una iglesia Mozárabe, y los restos de un convento del que formaba parte, donde María de Molina pasó enclaustrada un tiempo, por si no fuera poco enclaustramiento para una reina, consorte de su sobrino, Sancho IV (incestas nuptias, excessus enormitas et publica infamia, toma latinajos) vivir en una población de apenas doscientos habitantes, por muy madre de Isabel de Castilla que fuese, aunque quizá en los siglos XIII o XIV la habitaran más lugareños. En la capital, las monjas del colegio en el que yo había sufrido mis primeras enseñanzas compartían honores con el pueblo de mi madre, por cuanto en su iglesia descansaban a mayor gloria de la orden (quizá desconocedora de la excomunión papal) los restos de esa misma reina.
Crecí ajeno a todo aquello, de lo que fui consciente muchos años después, cuando descifré el dicho casi jeroglífico de mi abuelo Serafín ("San Cebrián de Mazote, corral de vacas, donde encierran los frailes a las muchachas"), que lo mismo ni tenía relación con María de Molina. 
Muchos fines de semana nos acercábamos a visitar a mis abuelos. Durante el recorrido desde la casa que me habría gustado tener ahora, (con vistas infinitas que a un "vecino", a quien Dios no tardó en llamar a su sagrada y exclusiva vecindad, se le ocurrió después mutilar plantando una nave para maquinaria agrícola), hasta el teleclub, una especie de bar en el que se jugaba la partida y las fantas se pagaban a cinco pesetas y la cerveza águila imperial a tres, gracias a la subvención privada de los socios (ya digo sin decirlo que el erario público aún no era lo que es, ni había gin-tonics premium para el alcalde y sus ediles, con descuento por servicios prestados o por prestar), saludábamos a quien se cruzara en el camino, algunos familiares a los que tampoco conocíamos, pero que en seguida encontraban parentesco, nada difícil en mi pueblo.
(Hay quien dice, no sin razón, que me ando por los Cerros de Úbeda, cuando no por los Montes Torozos, y que mis idas y venidas con tanta subordinada y tanta yuxtapuesta, guiones y paréntesis, le despistan. No le culpo: me cuesta no incurrir, y no puedo asegurar que no lo haga, en errores gramaticales, pero el estilo es el estilo, y la pedrada es la pedrada).
Al llegar nosotros al teleclub, mi abuelo se levantaba de la partida para convidarnos a un refresco o un pirulí (caramelo cubierto de barquillo, pinchado en un palo, que ponía a prueba la resistencia de mis muelas, las que ahora reconstruye Dentix, y las de mis hermanos). Luego volvía a la mesa a terminar sus partidas de  subastado, tute o dominó, sin dejar de presentarnos, sábado tras sábado, a sus compañeros (nunca se le conoció un enemigo) y presumir de nietos, "los de Cipri, la mujer del de la Caja de Ahorros". Según se alargase la partida, volvíamos a casa, solos o de la mano de mi abuelo, haciendo un alto donde la tía Anastasia, la de la tienda, a la que luego mi abuela Felisa, su hermana, pasaba a pagar, ajustando su rural y fraterna contabilidad. 
Mi abuela nos esperaba, con los sempiternos mandil y zapatillas negras, para merendar. En el "sobrao" siempre había un cántaro de vino clarete, fruto del majuelo y los tradicionales métodos de vinificación casera que hoy espantarían a Robert Parker, y un jamón, y las gallinas saludaban nuestra llegada con el regalo de unos huevos (fresco y calentito eran lo mismo) que se convertían en fritos o tortilla, adornando los blancos platos de porcelana con  borde azul. Un rato después, con charla al amor de la lumbre de por medio, regresábamos a casa en el coche, cuando siete no eran multitud ni la ausencia de cinturón de seguridad era delito...

(ahora sigo)

sábado, 29 de agosto de 2015

Y POR FIN...

Trataré de aterrizar, ya que dejé hace tres días la pista preparada y a última hora aborté la maniobra de acercamiento por culpa de mi verborrea, que dudo mucho que D. José hubiera podido atemperar, más preocupado por su ego que por ninguna otra cosa en el mundo (hasta el punto de trampear con su propio currículo para presumir de títulos que jamás tuvo, cosas del complejo, supongo).
El salón de mi casa, que era la de mis padres, tenía un equipo de música con vatios suficientes para sonorizar el edificio entero sin forzar la ruleta. Sólo el limitador de potencia que es mi madre evitaba denuncias por exceso de decibelios. Mi padre sostenía que la música hay que ponerla alta. Mi madre, justo lo contrario. Años después me di cuenta de que la música hay que escucharla, no sufrirla (como traté de explicarle al técnico de sonido de La Musicalité una noche en que estaba a punto de romper los altavoces, o altoparlantes, -según dicen en español (¿castellano?) de América los compatriotas de  mi querida amiga la Altamirano-, ante la incrédula  mirada de Clemen, quien había alquilado el equipo para el concierto del que eran teloneros mis colegas de Chloe).
Una de mis muchas tardes de ocio, ya fuera fin de semana o vacaciones, entré en mi dormitorio, donde cientos de cassettes tapizaban media pared. La mayoría de los títulos me eran desconocidos, así que el azar quiso que cogiera uno, que no cualquiera. Se llamaba "A night at the opera", como una de mis películas favoritas de los Hermanos Marx, supongo que no por casualidad, pues luego descubrí que el siguiente llevaba el título de "Un día en las carreras". Probablemente fuera eso lo que llamó mi atención y me decidió a escogerlo. Las canciones se sucedían, captando progresivamente mi atención, hasta el punto de hacerme abandonar la lectura del Mortadelo semanal, que mi hermano compraba con la paga del domingo (ni siendo monaguillo de la parroquia me explicaba cómo se las arreglaba Fernando para revivir el milagro de la multiplicación de los panes y los peces, en versión pesetas, con la exigua propina, que a mí solo me daba para hartarme a migas de patatas fritas en la churrería de al lado de la parroquia http://pucelaacapella.blogspot.com.es/2010/12/podria-decirse-que-mi-primer-trabajo.html). De repente se me cayó el tebeo de las manos, y cogí la caja del cassette, para saber el título de lo que sonaba. Comoquiera que este no coincidía con ninguna frase que yo acertara a entender, me levanté para ver cuánta cinta quedaba en el carrete derecho. La paciencia no es virtud que me adorne, y empecé a adelantar con el botón que permitía escuchar un chirrido hasta el tema siguiente. Sonó "God save the Queen", que por ser el himno real británico me resultaba más familiar y reconocible, por lo que deduje que "Bohemian rhapsody", la anterior, sería el título de la canción que me había apartado de la lectura. Pulsé el botón que indicaba "a la izquierda" hasta encontrar el comienzo de aquella obra de arte. Del fondo del salón, o eso parecía por el eco, se oyó "Is this the real life...", cinco palabras en idéntico tono con voces que luego supe que armonizaban en sol menor con séptima menor, un acorde raro para mi oído. Casi seis minutos más tarde volví a levantarme. Busqué el comienzo de nuevo, maldiciéndome por tener que interrumpir mi éxtasis, y no exagero (maldición que debió de ser escuchada por quien inventó el CD, a Dios gracias). No sé cuántas veces me levanté, mi memoria no da para tanto, pero sí que Galileo empezó a parecerme un tipo simpático. (Para mí, igual que para muchos que se enteraron cuando falleció Mercury, Queen era hasta entonces algo inexistente). Como poseído por un espíritu benigno, salté del sofá para dirigir los coros como un poseso cuando mi madre entró en la habitación, pillándome en pleno clímax.
-Baja la música, -gritó.
No hice caso, aun a riesgo de ganarme una bronca. Sorprendida por mi desobediencia, mi madre debió de pensar que aquello merecía la pena y cerró la puerta, dejándome gozar sin mayor insistencia. La última frase de la parte coral, "for me, for meeeeeeeeee" daba paso al intermedio rockero, que llamaba menos mi atención como director coral, aunque eso no fuera óbice para exprimir mis escasos conocimientos como bajista y guitarrista, tocando en el aire la "Red special" de May o el Fender de Deacon. 
Segundos más tarde, yacía de nuevo en el sofá, agotado y dichoso.
Y ese, querido David, fue mi descubrimiento, la revelación de una tarde ociosa, mucho más agradable y permanente que el primer beso (podría describirlo, pero será en otro capítulo).

Pd.- Acabo de revisar la discografía de Queen, y he comprobado que me faltaba "The miracle". En unos días, si San Amazon no me falla, lo tendré en casa. 
  

jueves, 27 de agosto de 2015

LO QUE SE IMPRIME CON TINTA INDELEBLE...

Un comentario de mi admirado amigo David, músico con mando en plaza, me ha animado a escribir saltándome la vagancia que provoca mis largos silencios en este blog, tan discontinuo y anárquico como un servidor o la wifi gratis de un hotel. Al hilo del texto sobre Les Luthiers, dice que a él también le marcó su hallazgo. 
La vida viene subrayada por hechos, muchas veces casuales, que aparecen y sorprenden a uno, variando su devenir. Mi caso no es excepcional, y enmarca decisiones voluntarias (mías o de mi entorno familiar), como el cambio de colegio para estudiar EGB, que me transformó de tonto en listo, (o lo que por entonces se entendía como tonto y listo en las aulas, alejadas aún de la logopedia, la psicología y la pedagogía modernas).
Otras, las más, fueron descubrimientos de alguien que pasaba por allí, como mi tutor de quinto. Este me había sugerido que fomentara mi creatividad (o canalizara mi permanente estado de despiste, que lo mismo era un TDAH sin nadie saberlo) por medio de la escritura, después de ganar un par de certámenes escolares de relato y poesía. Del último galardón aún conservo el librito que lo atestigua, con un lacónico "Primer premio de poesía ´76" autografiado en mayúsculas por don José (no admitía otro tratamiento, por lo que años más tarde se ganó el mote de "el condón"). Él colaboraba en el Diario Regional, uno de los periódicos locales que se fue al garete (como la Hoja del Lunes, que era el día de descanso de El Norte de Castilla), después de una huelga legal que acabó con su medio siglo de existencia tras varios despidos y algunas renuncias voluntarias por el giro a la derecha que experimentaba el periódico (cosa de la que me entero ahora mismo, documentándome en la red para mayor gloria y enjundia de mis escritos). Mi tutor me pidió una poesía para publicarla, pero mi desidia fue superior a su insistencia y acabó por dejarme como un caso perdido (y así sigo). Unos veinte o treinta años después, coincidimos en el Teatro Calderón como acompañantes de nuestros respectivos colegios a un concierto didáctico de la orquesta de la ciudad. Fui a saludarlo, presentándome como ex-alumno, pero lo común de mis apellidos (¿González qué?), no le ayudó a ubicarme. Sólo recordaba a March, "gran médico" (que lo es y volverá a aparecer en el párrafo siguiente) y a otros con titulación superior y apellidos nobles. Lamentablemente, un maestro que se apellidara González no era gran cosa ni digno de su memoria (tuve que morderme la lengua para no hacer hincapié en que ambos compartíamos apellido y profesión, unos "pringaos", vamos). Hoy somos casi vecinos, pero he desistido de saludarlo e interrumpir sus conversaciones con otros prohombres, no vaya a avergonzarse.
Sin embargo, un 1 de marzo del 76, como un regalo inesperado de cumpleaños, acertó a pasar por clase mi adorado Luis Cantalapiedra, para darnos unas nociones de solfeo y de paso hacer un "casting" para su coro. Como si se tratara de una premonición, don José salió del aula y se quedó Luis que, pese a ser sacerdote, prefería el tuteo. Tras explicarnos cómo se colocaban las notas, dibujó unos pentagramas llenos de redondas, dando paso a un concurso, en el que José Ramón (March) y yo empatamos por la medalla (aún no se había instaurado la moda chusca de denominarla "presea") de oro. Nos preguntó si estudiábamos solfeo (lo que hoy se llama "lenguaje musical") y el bueno de mi amigo March, un tío de sobresalientes, asintió. Como yo no había ido a clases particulares, quizá le pareció más meritoria mi habilidad y me sugirió que buscase un profesor de música, porque se me daba bien. No sé en qué momento alguien le dijo que era mi cumpleaños, lo que aprovechó para felicitarme con la consabida melodía, que todos mis compañeros cantaron en mi honor.
-Este es tu regalo, -añadió antes de irse.
Quizá Luis no supiera el alcance real de su última frase, pero hasta que mi esposa me preparó una fiesta sorpresa por mis cincuenta inviernos no he tenido otro semejante, aunque el de mis once años  aún perdura por premonitorio.
Ahora que releo y corrijo (se nota que estoy de vacaciones y tengo tiempo), me doy cuenta de que no he escrito exactamente lo que quería, que era hablar sobre otro hallazgo musical que me dejó la huella a la que aludo de algún modo en el título. Lo aparco para otro momento. Creo que D. Luis Cantalapiedra, un verdadero motivador milagroso (llegué a pensar que más que apellido era mote) merece el don y una entrada en este blog para él solito, aunque sin querer haya compartido algún párrafo con mi tutor, el de profesión y apellido tan vulgares como los míos. Ay, pocholín...

martes, 25 de agosto de 2015

LES LUTHIERS

Cuando mi padre llamaba por teléfono, con apenas media hora de margen, para buscar un acompañante en sus viajes por la provincia, el agraciado entre los cinco hermanos buscaba entretenimiento. Las horas de espera en el coche se hacían más cortas con música y lectura, por lo que cogíamos libros, revistas, tebeos y cintas de cassette. Mi hermano grababa compulsivamente los discos de vinilo que le prestaba un amigo, así que teníamos unos cientos ordenados numéricamente, a razón de dos por cada TDK de noventa minutos. La elección se hacía a la carrera para no hacer esperar a mi padre, con quien quedábamos a la puerta del garaje. Solíamos llevar algunas de su gusto para el viaje y otras del nuestro para la espera, de modo que las orquestas de Mantovani, James Last, Waldo de los Ríos, y Frank Sinatra, Nino Bravo o algún otro crooner sonaban con el motor de fondo, y Bob Marley, Stevie Wonder o Supertramp eran escuchados en la paz de alguna calle de pueblo, con el ruido de pájaros o chavalería ociosa si coincidía con sábado o vacaciones. A veces invitábamos a leer con música, una suerte de evento cultural itinerante quizá impropio de adolescentes, a algunos críos que ya conocíamos de nuestras visitas anteriores. Yo me ufanaba de tener una novia en cada puerto, aunque haciendo memoria no pasaban de tres: Lucía, la simpática de ojos saltones que me prestaba su bicicleta, en Villabrágima; Isabel, la morena y seriecita de San Miguel del Arroyo,  a la que de vez en cuando encuentro por las calles de mi ciudad, y María Félix, que a veces me esperaba en Villalón. 
Una mañana, después de oír "Protagonistas" en Radio Nacional, el programa de Luis del Olmo, que compartía sintonía con "Crónicas de un pueblo", busqué entre las cintas. A veces ocurría que por las prisas uno cogía cualquier cosa sin saber qué iba a escuchar, y fue así como aparecieron Les Luthiers y conocí a Johann Sebastian Mastropiero. No sólo me captaron las letras humorísticas, sino sus voces y el sonido de aquellos instrumentos inventados, como el bass-pipe a vara,  el tubófono silicónico cromático (también había uno parafínico), la viola de lata, el dactilófono y el yerbomatófono d´amore, paridos por el ingenio inacabable de unos tipos extraordinarios y algo chiflados.
Tan excitado debió de verme mi padre, sin sospecha de haber compartido la sesión musical con ninguna de mis amigas, que me preguntó por el motivo de mi risa. A la vuelta, Sinatra y Bravo se quedaron en la guantera, porque vinimos escuchando entre carcajadas "El teorema de Thales", "La bella y graciosa moza", "El alegre cazador que vuelve a su casa con un fuerte dolor acá", "La candonga de los colectiveros" y el resto de temas que mi hermano había mezclado de varios discos. Después de comer me puse a buscar más discografía Lutheriana para tenerla a punto. Para mi fortuna, hallé "Mastropiero que nunca" y "Les Luthiers hacen muchas gracias de nada".
Muchos años después pude asistir a un espectáculo en el Auditorio "Miguel Delibes" (al lado del estadio de fútbol "José Zorrilla", un hurra o dos para quienes los bautizaron con nombres de escritores pucelanos a falta de músicos ilustres o futbolistas "ilustres", perdón por el oxímoron). Disfruté como una persona de talla baja (ya me ha entrado el virus lingüístico-político-correcto, pero estoy acabando el texto) del espectáculo.
Me alegré cuando a López Puccio, Mundstock y el finado Rabinovich les concedieron la nacionalidad española, aunque no les hiciera falta, sólo por presumir de que Les Luthiers tuvieran algo en común conmigo, aparte de unas cuantas mañanas compartidas en el coche de mi padre.

lunes, 20 de julio de 2015

MISCELÁNEA VERANIEGA

Sigo vanamente empeñado en este blog, como si alguien lo esperase. Si creyera que veinte días sin escribir importan a alguien, pediría perdón. Más bien debería hacerlo cada vez que escribo. Pero como se disculpan quienes cuentan lo que quieren, (están en su derecho), tampoco lo haré yo. Igual que se publica de todo, se evita leerlo. Es la ventaja de circular por un mundo "libre" (no sé por qué el autocorrector me sugiere "livre", será por las comillas, lo que me desata una sonrisa, bienvenida sea la falsedad, acaso provocada por algún viaje donde la grafía nos confunde), en el que no piden carnet ni quitan puntos, excepto los que cada uno quiera ponerse o quitarse (dice un seguidor poco fiel y menos atento que me los pongo todos). Como he visto que tengo un grupo de seguidores en China (veleidades estadísticas del blog, que no me creo), les dedicaré un mensaje en su idioma, mandarín o cantonés, vete a saber: 你好 
El verano, el estío, o como se quiera llamar, tiene un algo de estado comatoso. Será por eso que la televisión se aprovecha para emitir más de lo mismo, o peor que lo de siempre, aunque quedemos avisados, verano tras verano. Algún amigo (gallego él) sugiere que el largo brazo del régimen provoca la siesta para evitar que pensemos mientras llegan los torneos de fútbol, ahora que ya no hay toros televisados y, pese al celo de los ganaderos, los de verdad embisten menos y en menos sitios (veremos qué ocurre en mi tierra con el cambio de alcalde y color, más rojo pero no de sangre). Trato de librarme comprando un blister (ampolla, qué ordinariez de traducción) de pilas, por si el mando a distancia no obedece cuando pulso el botón rojo, así no hay excusas.
Tengo más de quinientas fotos de la semana pasada, en las que apenas salgo (el dueño de la cámara, selfies y puñetero palo aparte, no consta, ni falta que hace, que uno ya sabe dónde y con quién ha estado), pero Facebook no merece mis sonrisas de felicidad, impostada para envidia de mis seguidores o amigos, los mismos que comprobaron que mis tortillas reales no eran las que colgué tuneándolas con el fotochof para eliminar lo quemado, mierda de antiadherentes...

Pd.- El barrio rojo de Amsterdam es un casting de Miss Universo. Si tuviera 50 euros en la hucha, entraría en la cabina, por ver si alguna de estas chicas saben algo de Rusia, excepto las rusas, que algo sabrán. Ahora que caigo: en el concurso no se admiten retoques plásticos. Aún no se ha inventado o descubierto el retoque cerebral, que yo sepa. Quizá un ebook en el manillar de la bici mientras hacen spinning ayudaría algo. Con una manzana, claro.
Pd2.- Ahora que me releo, pienso: ¿A qué temperatura se funden las neuronas?

martes, 30 de junio de 2015

FIN DEL CONCURSO

Declaro desierto el primer premio. Y todos los demás. Igual de desierto que la participación. 
Ya supongo que tendríais más y mejores cosas que hacer. Ni siquiera yo he concursado...


sábado, 13 de junio de 2015

II CONCURSO DE RELATOS BREVES O/E HIPERBREVES "AUGUSTO MONTEPELIRROJO"

Estaba repasando este blog, tratando de uniformar el tipo y tamaño de letra, cuando he encontrado los relatos del primer concurso de idem (no consigo recordar el plural, lejos quedan mis tardes de estudio de las declinaciones latinas), que me inventé una vez. Y se me ha ocurrido convocar el segundo, del que cito las bases, por si a alguien le apetece participar, ahora que empieza a hacer calor.
1.- Se convoca el segundo concurso de relatos breves e hiperbreves "Augusto Montepelirrojo".
Buena gana de repetirme, existiendo el "corta y pega":
http://pucelaacapella.blogspot.com.es/2009/04/concurso-de-relato-brevisimo-augusto.html
Si tenéis dudas, dejad un comentario. Trataré de aclararlas.

domingo, 31 de mayo de 2015

LOS DÍAS DESPUÉS

Supongo que todos andaríais demasiado atareados como para perder un rato en explicarme el efecto de un voto en blanco, aunque puede que muchos estuvierais igual de perdidos o indecisos que yo.  Al final terminé por votar después de un rato encerrado en la cabina, mirando papeletas, candidatos, (algunos en formaciones distintas a las de anteriores elecciones, quizá buscando perderse, despistar o provocar el voto útil, otros bajo siglas confusas). 
Por encima del resultado, resulta curiosa la interpretación de cada quién:
-Gobernarán los perdedores en alianza para derrocar a los ganadores.
-La democracia no es democrática (sic).
-¡Vaya h...!
-Si gana Ud, me voy del país (aún esperamos que cumpla su palabra).
-Seré alcalde hasta el día 15, digan lo que digan (desobediencia tras desobediencia).
-Me aliaré con quien haga falta para seguir siendo alcalde - alcaldesa (interpretación libre).
En fin, que nadie se siente perdedor. Peor para ellos... y para nosotros.


lunes, 11 de mayo de 2015

ELECCIONES

Cuando se acercan las elecciones es inevitable comentar las ¿diferentes? opciones de voto. Recuerdo haberme puesto en contacto por email con un partido para pedir que me aclarasen algunas dudas sobre su programa. Refiriéndose mis cuestiones a sus medidas en educación, el resultado fue descorazonador. El encargado de relaciones con la prensa tenía un manejo de la lengua española tan precario que desistí de acercarme a conocerlos a la sede, como fue su sugerencia. Mi comentario sobre la indefinición de su programa no le hizo mucha gracia, asegurándome que no lo había leído bien. Un par de cartas fueron suficientes para descartar esa opción.

Una de las preguntas más frecuentes versa sobre a quién favorece el voto en blanco, que no deja de ser otra posibilidad. A estas alturas, aún lo ignoro. Si alguno de los que leen este blog puede aclarármelo, le estaré muy agradecido.

Mientras tanto, os invito a que leáis "Ensayo sobre la lucidez" de Saramago. Se trata de una novela de ficción sobre un hipotético y generalizado voto en blanco. 

domingo, 19 de abril de 2015

¿PARA QUÉ SIRVE UNO?

Ahora que por cuestiones familiares ando enfrascado en tests de aptitud, me acuerdo de cuando era yo quien tenía que decidir eso de "¿qué quiero ser de mayor?". Como casi todo me llamaba la atención, excepto ser militar, el psicólogo del centro me preguntó en su despacho si había contestado sinceramente a los cuestionarios, a lo que respondí que sí. "Entonces, -sentenció- puedes estudiar lo que te dé la gana".
Descartada la carrera militar, por lo mal que llevo las órdenes por razón de jerarquía (que no implica razón), y con la prisa provocada por el escaso tiempo entre las notas de selectividad (de septiembre) y el fin del plazo de matrícula, caí por la facultad de derecho con la misma decisión que las hojas en otoño. Para marzo ya había desistido, así que mi vocación inventada no sobrevivió al invierno.
Al año siguiente, me atreví con la psicología, pero la aridez del Dr. Pinillos y la UNED, una prueba para espíritus solitarios y Robinsones del estudio, pudieron conmigo.
El servicio militar me convenció de mi falta de madera para llevar y soportar galones, así que mi paso por el cuartel fue incluso más breve que por la facultad de derecho.
Acerté a caer por la escuela de magisterio, aunque no puedo atribuirme el mérito, pues me llegó el consejo de mi profesora de música, la cual no pudo sacarme partido como pianista pero al menos me enseñó una forma alternativa de ganarme la vida de manera agradable.
Cuando nos hablan de aptitud, parecen decir que si estás dotado para la medicina, lo lógico es que seas médico. En mi caso, nadie (excepto el psicólogo) dudaba de mis habilidades innatas para la música. Muchos daban por sentado que haría una brillante (o por lo menos no mate) carrera como pianista. Craso error: aunque tocaba de oído con facilidad, no me gustaba especialmente estudiar el piano, y menos aún los horribles ejercicios de Hanon o Czerny. Así fui pasando de curso hasta llegar a la infranqueable barrera del séptimo, a la que me enfrenté sin convicción, o más bien convencido de que había tocado techo. Algunos de mis compañeros menos dotados consiguieron terminar los ocho años de piano gracias a las virtudes que yo no tenía: sacrificio, estudio, ganas, motivación... Pero ¿qué podía hacer yo, si me aburría tanto sentado en aquella banqueta incómoda? Acaso yo era un TDAH en aquellos tiempos en los que no se había acuñado el término y la pedagogía era mucho más precaria, y la taxonomía más directa: listos, tontos, currantes y vagos. Yo pertenecía a la peligrosa especie de listos vagos.
Ayer volvieron a invitarme mis amigos de "Fuera de la jaula", con el reclamo apetecible de un Steinway and sons D-274. Aunque su cordura contracorriente no necesita de mis intervenciones musicales, parece que les hace ilusión  sincera, Paco Alcántara mediante, contar conmigo cuando sacan su programa del estudio de Radio Nacional y aterrizan en escenarios con público. Lo único que no me gusta es tener la oportunidad de gozar con un gran cola de Steinway y que mis dedos no den para más. En otra ocasión, que digo yo que la habrá, voy a tirarme un farol: pediré que me dejen ensayar a solas unos días antes.  
PD.- Una vez pregunté a una amiga que escribía y daba cursos sobre estilo literario qué era el estilo. "Como cada uno escribe". Pues este es el mío.

sábado, 28 de marzo de 2015

DE CHARLA POR LAS ALTURAS



Se levanta uno tranquilo, con días por delante para ponerse en paz. Ocho horas de sueño. Silencio de sábado en el vecindario. Y lo que promete ser un día relajado, desayuno y ducha mediante, se convierte en marejadilla tirando a marejada, sin que nadie interfiera. Misterios.
Serán los efectos del eclipse.

viernes, 27 de marzo de 2015

LA 2: LA "CÁDENA CÚLTURAL"

No suelo pasar la tarde viendo la tele. Hoy me he saltado esa norma apenas durante unos minutos por culpa de un dolor de muelas. Como ya no sabía qué hacer ni dónde ponerme, he encendido el televisor, ese aditamento casi obligatorio del salón, al que hoy es imposible adornar con la gitana, el toro, la burbuja con nieve o la torre Eiffel. Como mucho, le cabe un pañito de ganchillo en forma de gusano. 
Hace dos semanas descubrí, tres años después de comprarlo a la fuerza, (cuando se estropeó mi viejo Sony Trinitron con culo), que el actual tiene un agujerito plano donde puedes pinchar un pendrive para ver películas, fotos, e incluso usarlo como ordenador, o eso me han dicho. 
Tras echar un vistazo al teletexto, mi canal favorito, he sintonizado La 2, que se presupone, y presume de, cadena cultural, justo cuando emitía un programa sobre ópera. 
El presentador y director es un tal Ramón Gener, un tipo simpático con una forma amena de transmitir su extensa sabiduría musical. Rossini, el italiano que nació un 29 de febrero (casi como yo), ocupaba la última parte. Las obras del bueno de Gioacchino, del que dicen que era un tío majete, aficionado al buen comer (comentan por ahí que los canelones  y el tournedó Rossini se llaman así en su honor, porque creó las recetas), son fácilmente digestibles. 
Parecía que mi dolor remitía, cuando Gener se puso a explicar junto a un señor que trabajaba los metales en un yunque, la diferencia entre dos sonidos. Pues bien, el presentador aludió a las teorías de Pitágoras y ahí se armó el lío. Aparte de ser incapaz de reproducir las notas que emitían dos martillos de diferente tamaño, dijo en tres ocasiones que la distancia entre dos notas se llama "intérvalo". Casi acierta. Un rato después, mientras acompañaba a una cantante, se refirió a  la pieza musical para solista como "la aria" (tratándose de un compositor italiano y no alemán, el error no me ofrecía dudas).
No sé si no habrá en España un presentador que, aparte de tocar el piano, sepa entonar las mismas notas que acaba de dar con su instrumento. Y ya de paso, de tratar con esmero la lengua castellana, sobre todo en La 2.
Vamos: que me duelen aún más las muelas.

lunes, 23 de marzo de 2015

PULSERITA

Hace unos días recibí un email. Por suerte, parece que ya se ha pasado esa moda de reenviar todo lo que llega sin siquiera mirarlo antes. Pero mi remitente lo filtra, creo. Y sigue fiel a sus amigos, que no es poco. Yo mismo he censurado o eliminado a quienes se quejaban  de mis correos, que por mi parte sólo eran muestra de que los tenía presentes. También a los que nunca mandaban nada ni hacían acuse de recibo. Ya sé que son malos tiempos para perder el tiempo. También sé que no me parece una pérdida (de apenas unos minutos semanales) intentar que mis amistades vean unas fotos bonitas, un power point o un vídeo divertido, aunque cada uno es libre de decidir si merece la pena abrirlo.
El email en cuestión trataba sobre cacharritos útiles, tales como drones, tabletas, móviles con cámara, cámaras con móvil, y otros gadgets, con el título "Lo que se ha inventado y lo que no, pero debería", más o menos. Se lo reenvié al director de la revista "Gadget", un tío muy simpático al que acudí hace dos años, cuando le pedí consejo para comprarme una cámara de fotos. Pese a ser una persona ocupada, se tomó la molestia de contestar a mis correos, breve pero amablemente, y también al último, del que opinaba que era real y ficticio a la vez, añadiendo que algunos de los aparatos no tardarían en aparecer, y otros eran bastante creíbles como para inventarse. Me acordé de las películas de James Bond, un ejemplo de que la ciencia - ficción no lo es tanto.
El viernes me regalaron una pulsera de goma que mide la actividad e incluso la inactividad (basta con apretar un botón al acostarse, es decir, al ir a dormir, que no es lo mismo). Mi hermano, muy aficionado a la tecnología china (si es que hay algo que no se haga en china, aunque no lo declare el fabricante, tenga o no manzanas), me había dado otra la semana pasada, pero resultó ser incompatible con mi teléfono móvil, que es muy antiguo, porque va a cumplir tres años, así que se tomó como algo personal encontrar uno compatible no sólo con mi terminal sino conmigo, que es como decir, con la sencillez y la vagancia unidas.
(No puedo entender, o sí puedo, pero me jode, que los fabricantes nos vendan avances como la duración de la batería, que de sobra tienen resuelta, por más que cada seis meses anuncien descubrimientos con mayor autonomía. Imagino las risas se sus ingenieros, que tienen diseñadas baterías infinitas desde hace años, pero las mantienen guardadas, por esa bobada de "vender de a poquitos". Aún espero en change.org una petición para desempolvar nuestros viejos Nokia sin wassap, esos que duraban semanas sin recarga).
Así que desde el viernes sé las calorías que consumo, los pasos que ando y su equivalente en metros. En cuanto consiga bajarme la aplicación para el ordenador, que tampoco será fácil porque mi sistema operativo es aún más viejo que mi teléfono, me enteraré de mi involución. Lo que más deseo es echar un vistazo al informe sobre mi actividad nocturna: he tenido unos sueños "divertidos" y me gustaría verlos de nuevo aunque, no sé por qué, me da que el aparato este no graba vídeos.


domingo, 15 de marzo de 2015

SINFONÍA DE LA SORPRESA

Cuentan de Haydn, el músico austriaco del clasicismo (me consta que los alemanes consideran a Mozart compatriota, por esas cosas temporales de la política, las anexiones y los tratados que se me escapan por mi alergia al estudio de la historia, aunque desconozco su opinión al respecto sobre papá Haydn) que compuso la sinfonía 94 un día que amaneció con ganas de juerga reivindicativa. Por lo leído, que no visto, las damas de la alcurnia, londinense en este caso, aprovechaban los conciertos de media tarde para echar una cabezada, que ya son ganas de programar el evento social (más que cultural, si una cosa no llevaba a la otra, no sólo antaño sino hogaño) a la hora de la hispánica y exportable siesta (puede que Carlos primero-quinto dejara su poso pseudo español sin darse cuenta, puesto que apenas hablaba castellano, excepto los consabidos exabruptos contra el rey de Francia, enemiga secular mucho antes de la Eurocopa de 1984 y su épico poema "la cantada de Arconada"). Joseph, un tipo simpático y bastante amigo de tocar los bemoles, pergeñó (me salta el autocorrector, vaya usted a saber por qué) su pequeña venganza musical, que no fue la única -véase  "Les adieux"- dando un toquecillo de atención a las nobles desatentas  con un inesperado fortísimo al final del primer período, desarrollo o frase musical (para entendernos, aun no siendo sinónimos). El caso es que no se conoce infarto o angina de pecho, chistes machistas aparte, entre las asistentes al acto, que celebraron la ocurrencia pidiendo un bis, costumbre que hoy en día se considera de buen gusto y además abarata la ratio "precio/minuto", como unas adelantadas a su tiempo mucho antes de la aparición de la telefonía móvil. 
También cuentan que Mozart padre, don Leopoldo, compartió durante siglos autoría con Haydn de la sinfonía de los juguetes,  no por su culpa, sino de los historiadores, pero no viene al caso, aunque lo deje como apunte para investigadores irredentos, si es que aún quedan (en España, lo dudo).
Este prefacio sirve como introito para expresar mi sorpresa ante el inesperado número de lectores que ayer, según dice el contador de visitantes que "blogger" pone a disposición de los aspirantes a escritor, tropezaron por casualidad con mi cuaderno de bitácora. Una media apenas sostenida de veinte navegantes diarios se vio  inopinadamente incrementada a casi cien a lo largo del viernes pasado, y ascendió como tsunami a más de seiscientos ayer mismo. Ignoro qué parámetros, algoritmos, variables o grupos de control rigen semejante contabilidad, y la achaco a veleidades diversas.
Lo cierto es que mi indiscutible vanidad (también aspiro a convertirme en escritor, ¿quién que publique aquí no?) se ha visto alterada y sobrepasada. Agradezco sinceramente su interés a mis ocasionales lectores, y les invito a (ruego) que compartan el enlace con sus amistades si creen que lo merezco.  
PD.- Aún hay hueco para seguidores, con treinta y cuatro no podríamos jugar ni unas semifinales...

martes, 17 de febrero de 2015

CUANDO RUGE LA MARABUNTA

En la época en que los Oscars de Hollywood no dependían tanto (algo sí, supongo) del mercadeo, mi padre era un cinéfilo empedernido, ajeno a las revistas y los suplementos semanales que aconsejan qué ver para sentirse erudito en la materia. Su sapiencia de sesión continua  se forjó en cines de barrio, vistiendo americana, prenda obligatoria en un acto social, algo que nuestros hijos no entienden, cuando al cine se iba sin palomitas y los acomodadores, gran mérito el de acomodar espectadores en duros sillones de madera previos a la época de la ergonomía, te requisaban las bolsas de pipas de forma educada, porque una película no admite distracciones, que para ir de merienda ya estaba el pinar. Luego te devolvían las pipas haciendo gala de una memoria que Russell Crowe envidiaría, y te preguntaban si te había gustado la película, o las dos que habías visto. De hecho, mi padre salía después de haberse tragado dos veces cada una, yendo al baño sólo en los descansos, amortizando el precio de la entrada, que se contaba en céntimos de peseta, distraídos de las pocas que ganaba y entregaba en casa. Quizá el hecho de ver la misma peli con dos horas de diferencia le ayudaba a disfrutarla sin leer antes la sinopsis en "El Norte de Castilla", ni falta que le hacía. Le enamoraban las actrices de entonces, esas bellezas indiscutibles, no por actrices, como ahora, cuando nos hacen creer que Julia Roberts, Sandra Bullock o Meg Ryan lo son (guapas y actrices). Kim Novak, "la vaca checa", era una de sus favoritas mucho antes de bajar las escaleras bajo la mirada deseosa de William Holden en "Picnic". La Monroe, él tenía sus propias ideas, le parecía sosa. Los ojos violeta de la Taylor o los saltones de Bette Davis captaban los suyos, los preciosos ojos profundamente azules de mi padre. Sabía los nombres de todos los directores buenos, podía explicarte qué era Panavision o Cinemascope, y pillaba a la primera los desajustes de montaje o racord mucho antes de que se inventaran las tomas falsas.
Es más que probable que por su cinefilia, pues siempre fue un romántico disfrazado de duro, con su gabán-trinchera a lo Mitchum en Marlowe y el bigotillo a lo Errol Flynn, a quien decían que se parecía (sólo en lo físico, por suerte), se enamorara de mi madre: vio en ella a una actriz de carácter, de belleza latina (latino-europea, como la Cardinale), que decía mucho con pocas palabras, hablaba con mínimos gestos y veía en la profundidad de los ojos de mi padre. Por eso también se declaró como lo haría un actor y, aunque conozco el guión, no pude asistir al rodaje pero lo he imaginado muchas veces. 
PD.- Esto me ha venido al ver "Cuando ruge la marabunta". Charlton Heston, un duro profesional, tanto o más que los Stallone y secuelas de hoy, aunque dinamita la presa (y el final apresurado de la peli) para librar a la población indígena (risible el atrezzo) de las hormigas, queda a merced de Eleanor Parker, la mujer que con su dicción, sus pocos gestos y su simple presencia, domina la película de cabo a rabo.

sábado, 17 de enero de 2015

LEER BIEN

Hace unos días estuve charlando con Diego, uno de los amigos "raros" que conservo desde mi infancia, cuando cantábamos juntos en el coro del colegio. Entre otras rarezas, habla unos cuantos idiomas, lo que le permite leer obras en versión original, algo que envidio, sin tener que someterse a los traductores ("traduttore, traditore"). Sería injusto echar la culpa a quien bastante hace con poner al alcance de los lectores obras que de otro modo no podríamos disfrutar, ya sea porque están escritas en idiomas extintos, o por la sencilla razón de que casi nadie domina uno que no sea el materno, y la mayoría de las veces ni este.
Desde que un día lo encontré por la calle y le pedí consejo, dejándome guiar por su fino olfato y mejor gusto, para huir de los socorridos recursos de quienes no vamos más allá de los premiados o publicados por editoriales bien conocidas, se convirtió en mi asesor de cabecera. Gracias a él descubrí a Álvaro Mutis, que fue su primera sugerencia y, como acertó de pleno, volví a confiar en su criterio. Después llegaron Stefan Zweig, Clarice Lispector, Joseph Roth, Carson McCullers, Flannery O´Connor, Dorothy Parker, Julio Ramón Ribeyro, Salvador Garmendia y el último, Chester Himes, un escritor de novela negra que pasaría por encima de los suecos cuyos protagonistas se alimentan de café y sandwiches mientras consultan sus ordenadores portátiles, que describen mejor que el propio fabricante.
(Recuerdo el conato de novela, apenas media docena de páginas, que regalé por su cumpleaños a otro de mis "raros", Fernando, cayendo en todos los tópicos que pude, lo cual nos sirvió simplemente para pasar un buen rato, que no es poco).
Sin embargo, el más revelador ha sido el ensayo de C.S. Lewis, "La experiencia de leer". Este norirlandés, más conocido por sus "Crónicas de Narnia", me ha hecho reflexionar sobre algunas cuestiones que, a la larga, definen nuestro gusto o falta de él.
Sería largo y además peligroso resumir este libro, por lo que sugiero a los cuarenta visitantes (tirando de largo) de este blog que se lo compren. Alguno me lo agradecerá. Otros me llamarán de todo.